LA LECCIÓN DE SÓCRATES

Mamá nos encargó ir al pueblo a comprar un regalo para la abuela.

-El regalo perfecto es un jarrón para sus flores, siempre que vamos a verla y le llevamos un ramo anda buscando dónde colocarlo; buscad uno que sea grande, pero no demasiado, para que quepan todas las flores pero no les dé aspecto de ser más pequeñas -nos explicó-. ¿Lo habéis entendido? –Mila y yo asentimos-. Bueno, pues venga. Paz, tú llevarás el dinero. Como eres muy patosa, por favor que Mila lleve el jarrón, pero como Mila es tan despistada no le permitas llevar el dinero o lo perderéis.
-Sí, mamá –dijimos.

Esperando el tren nos entretuvimos contando los pájaros que se posaban en el cable. Cuando uno echaba a volar lo restábamos de la cuenta y si eran varios teníamos que contarlos deprisa, pues los pájaros cuando vuelan son muy rápidos y se entremezclan. Mila de pronto dijo: “qué tontería, contemos los que quedan en el cable y ni siquiera habrá que hacer la resta”, y las dos nos echamos a reír. De pronto todos los pájaros echaron a volar, el suelo tembló y el tren apareció a lo lejos.

En la tienda había un montón de jarrones para elegir. Afortunadamente Mila y yo teníamos gustos similares y pronto nos decidimos por un jarrón de barro cocido con un tono anacarado muy elegante. Pagué el jarrón; la dependienta me preguntó si quería envolverlo para regalo y asentí con la cabeza. Después volvió con las vueltas. Dijo: “tomad” y Mila alargó la mano y recogió el dinero, guardándoselo en el bolsillo del pantalón. Yo le dije: “pero Mila, mamá ha dicho que el dinero lo lleve yo”, y ella decidida dijo que mamá era una exagerada y que ella sabía perfectamente llevar dinero en el bolsillo sin perderlo. “¿O soy tonta ahora? A ver si va a resultar que soy tonta”, me dijo sonriendo y yo la comprendí. Al llegar a la estación del tren me di cuenta de que Mila llevaba la zapatilla desabrochada y se lo dije. “Anda, sujeta”, dijo tendiéndome el regalo. El tren entró en la estación en ese momento y el pitido resonó en el andén. “Corre”, le dije a Mila. Se abrieron las puertas y corrimos a subirnos. Al terminar la subida al vagón tropecé con el último escalón y el regalo, que aún sujetaba entre mis manos, se me aplastó contra la barra de sujeción de la puerta. Se oyó el crujir del barro roto bajo el envoltorio. Las dos nos tapamos la boca corriendo y dejamos escapar unas risitas. Entramos al tren y yo abrí un poco el regalo para ver el alcance de la rotura. “Quizá podamos pegarlo”, pensé en voz alta. Mila me dijo: “No, mejor bajemos en la próxima estación y demos la vuelta; aún tenemos tiempo de comprar otro jarrón igual y este nos lo quedaremos de recuerdo”.

Pero, cuando bajamos en la estación siguiente y cambiamos de andén para volver sobre nuestros pasos, Mila se metió la mano en el bolsillo y se dio cuenta de que en algún momento había perdido el dinero de las vueltas.

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