LA SUERTE DE JAN BESKI (minicuento dilatado)

Abrió el sobre y extrajo la notita, en la que se leía: “Estimada Señorita Estrudel: Usted no sabe quién soy, pero me basta con tener el honor de conocerla y saber yo quién es usted. Le ruego que acepte este presente en señal de admiración y que me permita permanecer observándola desde el anonimato. Atentamente, su admirador desconocido”. Buscó dentro del sobre y encontró una tarjeta de visita en la que se leía: “Mme. Geschenk” en letras grandes, y debajo: “23 Arlington Road. Camden, London NW1, UK”. ¿Qué significaba aquella nota? Instintivamente se asomó a la ventana, como esperando encontrar al otro lado a su admirador secreto, escondido tras un árbol o bajo el alféizar de la ventana. Sacó la nota, volvió a leerla de nuevo y a mirar la tarjeta de visita, girándola por si hubiese alguna aclaración en el reverso. ¿Habría de ir a aquella dirección, supuestamente en Londres, para encontrar su supuesto regalo? Parecía la conclusión lógica.

Tres años más tarde preparaba un viaje a Londres cuando recordó aquella tarjeta. La buscó en los botes de caramelos de la cocina y la guardó en su cartera. Cuando bajó del taxi en Arlington Road se encontró con una calle residencial llena de pequeñas casitas  alineadas, idénticas y unifamiliares, con sus lindos tejados de estilo inglés, sus lindos jardines entre lindas aceras y sus arbolitos proyectando su sombra sobre los transeúntes. Se acercó al número 23 y pulsó el timbre. Una mujer de avanzada edad abrió la puerta lentamente.

—Miss Geschenk? —preguntó, tendiéndole la tarjeta. La mujer asintió con la cabeza—. Estrudel.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó aquella mujer como si hubiese recibido la más excitante sorpresa que su vejez pudiera permitirle—. Oh, one moment, please —dijo haciendo un gesto con la mano y entró, entornando la puerta. Se oyeron unos ruidos. Al rato la mujer salió de nuevo. Llevaba un regalo envuelto en un precioso papel dorado con una cinta granate anudada en un perfecto lazo—. This is for you, madame.
—Thank you very much.
—Oh, you’re welcome —dijo, mientras cerraba la puerta ante sus narices.

La curiosidad le impidió moverse de allí sin antes tirar del lazo y deshacerlo. El papel se abrió y dejó asomar una preciosa caja de madera. Al abrirla, una carta, un hermoso collar de brillantes y dos fotografías. Con cuidado extrajo la carta y la abrió muy despacio. Era una carta muy antigua y el papel estaba corrompido y amarilleado por el tiempo. Era de su abuelo: se la había escrito un día antes de morir enfermo de tuberculosis para darle todo su amor y legarle aquel precioso collar que su madre le había entregado a él, su único hijo, y a su vez a ella la madre de su madre y a su abuela la madre de esta y así a través de generaciones hasta perderse hacia atrás en el tiempo. Todos estos años había tenido ahí aquellas palabras sin leerlas, sin conocerlas, sin sentirlas tan cerca. No pudo evitar derramar una cariñosa lágrima. Allí, sentada en la escalera de la puerta del número 23 de Arlington Road, la ternura cerró el eslabón que había interrumpido su interminable y preciosa cadena.

Mil preguntas se esparcieron apelotonadamente en su cabeza. ¿Quién había escrito aquella nota y le había dado aquella tarjeta? ¿Por qué aquella caja de su abuelo no había sido entregada a su propia abuela o a su madre? ¿Cómo había llegado la caja hasta el número 23 de Arlington Road? ¿Por qué en tres años su admirador secreto no había intentado mediante cualquier otro método impulsarla a viajar a aquel lugar para recuperar el recuerdo de su abuelo?

La vida está llena de preguntas sin respuesta.

¿QUIÉN ESCRIBIÓ LA NOTA?

—La niña no quiere saber nada de su abuelo. No sé quién ni cuándo, pero sé que alguien le ha contado la verdad. Y quien quiera que haya sido ha logrado que ella le crea.
—Pues tenemos que lograr que nos crea ella a nosotros.
—¿Pero cómo?
—El ser humano es tan extraño que tiende a creer lo que no comprende. Hagámoslo misterioso y nos creerá.
—¡Eso! Démosle una nueva imagen de su abuelo y hagamos que la crea por encima de la verdadera. ¿Pero cómo?
—Inventemos un enamorado secreto. Hagamos que sea él quien se encargue de darle esa imagen. Los amores secretos son tan misteriosos que hacen que uno tienda a creer todo lo que nos dicen.
—Cariño, eres un genio —dijo, besándolo tiernamente en la mejilla.

¿POR QUÉ LA CAJA NO HABÍA SIDO ENTREGADA A SU ABUELA O A SU MADRE?

Su madre lloraba sentada en el suelo de la cocina. Lloraba en silencio, apenas acompañada del sonido de los suspiros y los jadeos para tomar aire y despejar un poco su enmoquecida nariz. Pero no se escuchaba esa nota mantenida que se entona al lamentarse, al llorar de forma impetuosa, explosiva, sino todo lo contrario; sus suspiros eran tan silenciosos que si las hormigas suspiraran lo harían en un tono más elevado. Ese silencio daba a la situación un tono aún más triste. En el suelo, la carta con la noticia. Tu padre ha muerto. ¿Qué otra cosa podía ocurrirle? Sentía el impulso de pensar “él se lo ha buscado”, pero su firme educación religiosa se lo impidió. Junto a la noticia, la carta. Un papel lleno de manchas, con la tinta emborronada y un mensaje tembloroso apenas inteligible, dirigido a su nieta Beatriz Estrudel:

«Mi preciosa niña: te recuerdo todos los días. Me siento un ser inmundo y despreciable cada vez que me doy cuenta de que eres lo más precioso que me ha ocurrido y sin embargo estoy aquí, desahuciado a miles de kilómetros de tu dulce cuna, en un lugar de Inglaterra en el que estaría viviendo en la calle si no fuera porque una generosa mujer se ha querido hacer cargo de este borracho inútil. Sé que nunca entenderás por qué he sido así y no te he dado lo que un abuelo debe dar a sus nietos: sabiduría y cariño. En lugar de eso me encuentro aquí tirado sin saber qué será de mí, ya no mañana, sino en la próxima hora. Pero pienso en ti en todo momento y ruego en mis oraciones por que siempre estés bien y tengas lo que necesites. Te quiere tanto, Jan Beski.»

¿CÓMO LLEGÓ LA CAJA AL NÚMERO 23 DE ARLINGTON ROAD?

El señor Estrudel se levantó y fue hasta su habitación. Abrió el cajón de la cómoda y metió la carta bajo la ropa interior. Después abrió el cofre de las joyas de su esposa y sacó un hermoso collar de brillantes. Se sentó en el escritorio, colocó sobre la mesa el collar y escribió:

«Mi preciosa nieta Beatriz: mi trabajo nunca ha podido permitirme encontrarte. He tenido noticias tuyas todo el tiempo, pero mi enfermedad me ha impedido ponerme en contacto contigo. En este retiro en el que me encuentro, te llevo en mi corazón y espero que tú también me lleves siempre en él.

«Guardo un collar de brillantes de mi madre. Ella lo había heredado de su madre y a su vez aquella de la suya hasta perderse en la línea ascendente de mis antepasados. Creo que perteneció a una zarina rusa, o eso al menos fue lo que mi madre me contó. Cuando estaba a punto de morir me lo entregó a mí, pues fui su único hijo, para que yo pudiera entregárselo a mi esposa o a mi hija. Pero ahora ellas han crecido y tú aún tienes tanta vida por delante que he pensado guardarlo para ti. Quiero dártelo antes de que esta horrible tuberculosis acabe con mis días para siempre. Espero que cuando crezcas tu belleza haga este collar aún más hermoso de lo que es ahora, antes de tener el honor de pertenecerte. Te quiere con locura, tu abuelo Jan.»

Abrió una caja de cartón, metió el collar, la carta y dos fotografías de un apuesto hombre que había comprado en un mercado de trastos viejos. Envolvió la caja con un papel dorado y le colocó una elegante cinta granate. Metió el paquete dentro de otra caja, que cerró con cinta adhesiva, y en la tapa escribió: “Mrs. Countle. 23, Arlington Road, Camden, London NW1, UK”.

¿QUÉ LE OCURRIÓ A SU ABUELO?

Sentado a la puerta del bar, balanceándose desde esa posición, buscando la forma de mantener el equilibrio para no caer tumbado hacia un lado, con la nariz colorada, los ojos llorosos, los párpados dejándose llevar por el sopor de la borrachera, apenas subiendo lentamente de vez en cuando para permitir a sus ojos comprobar que seguía vivo y en el mismo lugar, con la misma borrachera, porque sí, efectivamente, estaba visiblemente borracho, empapado en alcohol, sus poros despedían ese hedor característico de quien, sujetando apenas su octavo vaso de whisky, que bailaba con él en su bamboleo como se bambolea el barco en la tormenta marina, corrigiendo el vaivén en el momento justo para no llegar a derramar ni una sola gota, no puede ya ni llevárselo a la boca porque la distancia entre su mano y sus labios es incalculable, porque lo que está situado al final de su brazo en un lugar específico del planeta en el momento de acercarlo a la boca cambia tan rápidamente de posición que antes de calcular la trayectoria ha de volver a calcularse de nuevo. Es el triunfo de la cuarta dimensión.

El señor Beski permaneció allí sentado toda la tarde. De vez en cuando hablaba, entre balbuceos, con un amigo imaginario al que narraba todos los acontecimientos de su pasado, de forma deshilvanada e inconexa, viajando de atrás hacia delante en el tiempo según su inexplicable capricho. Siempre acababa llorando al recordar un tiempo pasado en el que ahora se veía feliz, siempre venía a buscarlo Mrs. Countle, siempre entraba un momento y le pedía el café cargado que lo despertaba lo suficiente como para levantarlo del suelo y llevarlo hasta el coche, siempre le ayudaba a subir las escaleras de su preciosa casita residencial en el barrio de Camden. “Qué amable eres conmigo”, acertaba a decirle en ocasiones, titubeando.

El día en que permaneció durmiendo más de veinte horas seguidas y despertó, empapado en sudor, entre fiebres y fuertes toses, Mrs. Countle le colocó un paño húmedo sobre la frente y llamó al médico. El médico salió de la habitación y la miró, negando con la cabeza. Mrs. Countle se sentó y lloró un buen rato. En silencio, sentada en aquella silla de madera colorada, dejó pasar las horas pasiva, indiferente, casi ajena a su propia vida. De pronto le oyó a lo lejos intentando llamarla. Se levantó muy lenta, como si le pesara tanto el cuerpo como la llamada de Beski. “Busca a mi hija, dale esta carta. Es para mi nieta”, le dijo un segundo antes de emitir, como un leve soplido, su último suspiro.

¿QUIÉN FUE MRS. COUNTLE?

Mrs. Countle estaba sentada en un banco frente a la puerta del hospital. Tenía la mirada perdida, lo que, siguiendo fielmente el refrán, era el espejo más nítido de su perdida alma. Por la acera, a duras penas, dos hombres llevaban a Jan arrastrándose hasta la entrada de urgencias, donde esperaban que alguien pudiera eliminar su profundo coma etílico, que le había atrapado desde hacía al menos tres horas: un lugar donde encontrar a alguien dispuesto a ponerle una rápida inyección de vitamina B12 o de cualquier sustancia capaz de despertarlo y, sobre todo, una institución en la que abandonarlo y poder dedicarse de nuevo a sus asuntos.

A los quince minutos y tras dos cafés cargados Jan salía luchando contra su equilibrio por la puerta. Le costaba tanto trabajo mantenerse de pie y su borrachera le impedía pensar de tal modo que se acercó al primer lugar que vio con posibilidades de sentarse. Quizá vio a Mrs. Countle, quizá no. Se sentó en el mismo banco que ella con intención de permanecer sentado, pero poco a poco, lentamente, fue dejándose caer hacia ella, sobre su regazo, y Mrs. Countle, desamparada por su temida soledad de viuda reciente, comenzó a acariciarle las sienes y a cantarle muy bajito.

Mrs. Countle fue a buscar un taxi y pidió al taxista que le ayudara a meter a Jan. Lo llevó a casa, lo acostó en la cama del cuarto de invitados y continuó acariciándole la sien cuando le escuchó masticar torpemente palabras de agradecimiento.

¿QUÉ AVERIGUÓ BEATRIZ ESTRUDEL?

Mrs. Countle abrió la puerta de nuevo. Beatriz Estrudel la miraba. Sin decir nada se giró y entró en la casa, haciendo un gesto con la mano que junto a la puerta abierta la estaba invitando a pasar.

—Miss Geschenk, me gustaría… quisiera hablar de Jan Beski. Era mi abuelo.
—¡Adelante, adelante! Cierre la puerta mientras preparo una taza de té. ¿Le gusta el té, señorita?
—Oh, sí, muchas gracias.
—Mi verdadero nombre es Countle; no sé por qué su padre de usted se empecinó en cambiarme el nombre en aquella nota que le escribió; imagino que para no ser identificada. Pero si usted va a quedarse un rato prefiero que sepa toda la verdad —terminó a tiempo de dar el primer sorbito.

—¿Usted conoce a mi padre?
—¡Pues claro! Por él ha llegado usted hasta aquí.
—¿Y a mi abuelo? ¿Conoció a mi abuelo?
—¿Que si lo conocí? ¿Que si lo conocí? ¡Pues claro, señorita! ¡Fuimos amantes! —dijo Mrs. Countle en tono ofendido.

Beatriz la miró sorprendida.

—¿Le sorprende, jovencita? Ya, ya sé, la diferencia de edad, pero la edad es siempre relativa y depende de tantos factores... Mire, él murió y yo aún sigo viva
—afirmó victoriosa.

Beatriz permaneció en silencio, esperando que ella continuara con la conversación. Pero ella también calló y las cucharitas del té protagonizaron el instante con su agudo tintinear.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere usted saber? ¿Qué le contaron, que era un borracho? —preguntó de pronto Mrs. Countle, lo que sobresaltó a Beatriz—. ¡Bah, es cierto, era un borracho! Pero en la vida todos tenemos buenos y malos momentos. Y él tuvo sus malos momentos, pero también los buenos. ¿El resto? ¿A quién le importa el resto? ¿Y qué si bebía un poco más de lo normal? —concluyó.

Beatriz notó que empezaba a tener dificultades para hablar lo que, unido al aroma que desprendía su taza, delató la presencia de una buena cantidad de whisky.

—No quiero molestarla —le dijo mientras se levantaba, más que por cortesía, porque se sintió invadida por un irrefrenable deseo de huir de allí—. Creo que será mejor que me vaya.
—¡Oh, no, señorita! ¡Tome otra taza de té, yo la acompañaré!
—No, gracias, de verdad. Creo que será mejor que me marche.

La conversación continuó en un tira y afloja en el que Mrs. Countle insistía al tiempo que Beatriz intentaba rehusar del modo más amable posible, como si nadie se estuviera moviendo, mientras sus pasos se dirigían hacia la puerta, caminando hacia atrás, mientras Beatriz la abría y salía de espaldas, mientras le decía adiós con la mano y mientras se giraba y corría a toda velocidad calle abajo dejándose invadir por lágrimas de impotencia.

¿CÓMO EMPEZÓ BESKI A BEBER?

Cuando aterrizó en el aeropuerto de Helsinki y salió afuera buscando taxi, Jan Beski sintió como el frío helaba sus huesos. Entró de nuevo, fue a la cafetería del aeropuerto y pidió un café. Una hermosa mujer se le acercó y le dijo: “El café no sirve en Helsinki. Le recomiendo un buen licor local. ¡Camarero!”. Jan nunca había bebido alcohol. Silvia, así se llamaba, con un gesto indicó al camarero que les pusiera dos vasos del anunciado licor. “Ahora, bébaselo, de un golpe, sin titubear. Comprobará como entra en calor rápidamente”. Jan lo hizo. Y el calor entró en él, y entró también el reconfortante sabor del licor, y con ellos la lucidez y el ingenio, la sensación de plenitud, y se metió por su garganta viajando hasta su estómago, donde se detuvo para continuar bien mezclado hasta el intestino delgado y a su paso lo dejó todo atrapado para siempre.

FINAL

Beatriz corrió calle abajo. Al llegar al final se detuvo a respirar, a tomar aire y dejar salir las lágrimas. De pronto, la última puerta de las preciosas idénticas adosadas casas de la calle se abrió y una mujer salió, acercándose hasta ella. Cuando fue indudable que se dirigía hacia ella, Beatriz Estrudel levantó la vista y la miró desconcertada.

—Perdone que la moleste. Sé quién es usted y me gustaría entregarle este libro —le dijo—. Es el diario que su abuelo escribió cuando fue viajante. París, Amsterdam, Luxemburgo, Copenhague, Helsinki, Tallin, Moscú: todas las ciudades hasta que finalmente acabó aquí, en Londres. Es un diario tan lindo que se me ocurre que quizá después de leerlo pueda estar interesada en publicarlo —dijo, tendiéndole el libro.
—Gracias —dijo Beatriz mientras se secaba las lágrimas con los guantes.
—Quizá revivir estas historias le haga cambiar de idea sobre su abuelo.
—¿Pero cómo? —balbució Beatriz, sorprendida.
—Bueno, señorita, si está usted llorando no es tan difícil deducir la situación. Usted cree que su abuelo fue un borracho inútil que desperdició su vida. Pero le diré una cosa: en cada una de esas ciudades él salvó al menos una vida. Una vida que de no haber estado él allí se habría perdido; y, con ella, un montón de amor habría sido destruido. Sí, es verdad, él bebía demasiado (y la pobre Mrs. Countle cayó, igual que él, en el mismo vicio, como acabará usted seguramente de comprobar) pero también es cierto que beber le abría la imaginación hasta hacerlo capaz de ver el peligro antes de producirse. Y eso fue lo que le hizo ser quien fue. Le aseguro que esto que le estoy contando es tan cierto como que una de las vidas que salvó fue la mía propia.
—¿Pero cómo…? —Hubo un breve silencio.
—Yo estaba a punto de saltar por el puente de Blackfriars y él me sujetó. No gritó, ni se violentó ni llamó pidiendo ayuda; sencillamente me agarró, firmemente, me apartó del puente, me miró y me dijo: “Usted no quiere hacer esto”. A continuación me soltó y se marchó calle arriba. Mire, aún me estremezco cuando lo recuerdo —dijo señalando su brazo—. Había tanta ternura en aquel gesto que al instante supe que era cierto: yo no quería hacerlo —Hizo una pausa—. Todos en algún momento de nuestra vida tenemos ese desagradable deseo. Todos, señorita, incluso usted; si aún no le ha ocurrido esté segura de que le ocurrirá en algún momento de su vida. Y solo Jan Beski, solo él, era capaz de ver ese deseo y deshacerlo con una sola frase. En el momento oportuno y sin dramatizar.
—Yo… Usted…
—Gracias por escucharme.

La misteriosa señora sonrió, le apartó un poco el pelo y colocó el libro en las manos de Beatriz. Después se dio la vuelta y se metió de nuevo en su casa. Cuando iba a cerrar la puerta, Beatriz reaccionó y gritó: “¡Perdone! ¿Cómo se llama?”, pero la mujer ya no la escuchaba, o quizá prefirió no hacerlo.

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