EL DOLOR Y LA FUERZA

Man sube las escaleras y llama a la puerta de Lu. Escucha el arrastrar de unos pies hasta la puerta y después se hace un silencio. La luz de la mirilla se oscurece, dando paso a un brillante iris azul que él puede percibir desde el otro lado, lo que le impulsa a saludar levantando la mano. El silencio continúa durante un rato. Man llama de nuevo. Desde el otro lado se escucha, como si gritase susurros, la voz de Lu que dice “vete, vete, no puedo abrirte”. Pero Lu, ábreme, ¿estás enfadada por algo? No, no, no puedo abrirte, pero no es por eso. Es por la gripe, susurra a gritos Lu, ¿y qué?, balbucea Man y Lu permanece en silencio un rato y luego le responde, ya te lo explicaré, pero ahora vete, por favor, no, Lu, ábreme, si estás enferma yo te cuidaré, no, Man, no voy a contagiarte, vete por favor. El silencio vuelve, Man permanece en la puerta mirándose los pies mientras Lu escudriña el exterior por la mirilla. Man se gira y sale del campo de visión de Lu, se escapa por la parte izquierda del circulito; Lu permanece aún un momento mirando ese ángulo por si adivina a Man aún esperando a que abra, porque ella intuye bien, Man está ahí mismo, solo ha dado dos pasos y ha bajado un escalón precisamente para salir del campo visual de Lu, pero no quiere marcharse, quiere esperar a que ella abra para comprobar si se ha ido para entrar, de modo que se da la vuelta y permanece en posición de salida, preparados, listos, ya, por si ella abriera la puerta, para tener tiempo de empujarla y entrar, pero Lu no parece que vaya a hacer nada, no sé, ha pasado un rato y no sale, Lu aún está mirando y entonces Man vuelve a aparecer, pero ella se retira corriendo de la mirilla para que él piense que ya no está ahí, aunque Man la ha visto, ha visto como la mirilla a lo lejos pasa de ser negra a ser un puntito de luz, de modo que sigue ahí, piensa, y vuelve a desaparecer, esta vez llega a bajar un piso ruidosamente para luego volver a subirlo sigilosamente, sordamente, y volver a colocarse de nuevo en posición de salida, desde ahí no llega a ver la mirilla para saber si Lu sigue ahí, lo que en el fondo es mejor porque si él ve la mirilla ella lo vería a él a través de aquella, así que se queda en silencio esperando y Lu por supuesto sigue ahí y ha vuelto a su posición de vigilancia, comprobando después de escuchar los zapatos de Man bajando las escaleras que ya no hay ni un solo ruido, y siente la tentación de abrir la puerta, no, no, no la abras, dicen los vecinos, curioseando tras la puerta, no, no, no salgas, dice el público en la sala de cine, no, no, no lo hagas, dicen los niños sentados frente al escenario del guiñol, pero ella no escucha al público, ella nunca escucha al público y pone la mano sobre el pomo y se apoya sobre él hasta que el pomo baja y todo el público es un clamor de gritos y “noes”, pero Man ya ha empujado la puerta y está entrando bruscamente, así que no quieres que entre, zorra, dice mientras la abofetea hasta caer al suelo, cómo te atreves a fingir una enfermedad para no verme, cielos, no me pegues más, por favor, yo no soy, eres tú, me estás provocando, joder, yo he venido a verte de buenas maneras y me sales con una puta gripe, ¿es que crees que soy imbécil? No, no, de verdad, no sé qué me ha pasado, perdóname. Anda, lávate la boca que tienes sangre y parece como si te hubiera maltratado, qué exageración, y el público está gritándole ¡hijoputa, pues claro que la has maltratado!, y ella entra a lavarse y lo ve reflejado en el espejo y se asquea, y él le dice no me mires con esa cara empujándola contra el lavabo y golpeando su cara contra él, y ella siente un profundo dolor atenazándola y así agachada ve la escobilla del baño en su soporte de hierro y el público piensa lo mismo que ella y la anima, venga, dale un buen golpe, pártele el cráneo, mátalo, es un cabrón, dale, sé dura, atácalo, pero no puede, no puede, lo siente mucho, no tiene fuerzas, sería peor, eso le enfurecería más, ella lo sabe, se siente débil, se derrumba y llora.

Man recoge la toalla que ha caído al suelo con ella y la levanta. Con una inexplicable ternura la lleva del brazo hasta la cama y la acuesta. Suavemente besa su frente coloreada por la marca del golpe contra el lavabo. Anda, duérmete un rato, a ver si va a ser verdad que no estás bien, siento lo que ha pasado, haberte golpeado, lo siento, a veces pierdo los estribos, tengo que aprender a controlarme, te quiero. Ella sabe que todo ha pasado por hoy y respira aliviada.

Y así una y otra vez. Un día tras otro. Hasta que la muerte los separe.

LA PEQUEÑA JULIE

Carlos y Alberto salen al patio hablando entre murmullos.  Mientras hablan, levantan los brazos, se agarran fuerte a la cuerda de tender la ropa y levantan, casi al unísono, los pies de un salto hacia delante, balanceándose después hacia atrás hasta pasarlos por encima de la cuerda, doblando las piernas para colgarse de las rodillas y, encajando los pies en la cuerda más lejana, dejándose caer después cabeza abajo, colgados, suspendidos. En sus movimientos coordinados, resueltos y decididos, se adivina que están habituados a hacerlo. Vistos así, con los cabellos colgando y la cabeza apuntando al suelo, parecen monigotes peinados con los pelos de punta, como el colgado del tarot. Continúan susurrando:

—Inderclane mereta ureguía.
—Antre emo resi, zaracart.
—¿Resi?
—Reska, excudi.
—Mingoleti merio mocho, ¿cascre eri?

La pequeña Julie se asoma a la ventana hasta sacar medio cuerpo fuera, lo suficiente para alcanzar a ver, en el piso de abajo, sus balanceantes cabezas.

—¿Por qué habláis tan bajito si nadie entiende vuestro idioma?
—Porque no queremos ofender a los que no nos entienden —responde Alberto.
—¿Y cómo los vas a ofender? ¡No te entienden!
—Precisamente, Julie, precisamente.
—La ofensa más grande no es la que se escucha, sino la que se imagina —aclara Carlos.
—Estemaris meusina enda rescuti —dice de pronto la pequeña Julie, descubriendo su habilidad para aprender idiomas inventados con el deseo de ser ininteligibles.

Carlos y Alberto dan un respingo y caen al suelo.
—¡Berizos! —les grita Julie riendo.

LA HABITACIÓN INFINITA

-¡Pasen, pasen a la habitación infinita! ¡Por solo 90 céntimos podrán verse repetidos hasta el infinito!

La chica se quedó mirando a aquel tipo y paró a escuchar todo su aprendido argumento para enterarse mejor de cuál era la atracción.

-¡Una habitación en la que solo hay espejos! ¿Nunca ha sentido la intriga de saber qué se refleja si se ponen dos espejos enfrentados? ¡Pasen, pasen, por solo 90 céntimos!
-Yo voy -afirmó la chica sin esperar permiso o confirmación.
-Voy contigo -dijo uno de los chicos.
-¡Pasen, pasen! ¿Señorita? ¡Qué bonito, tanta belleza en esa habitación repetida sin fin!
La chica pagó sonriendo y se dispuso a entrar. El chico sacó el dinero para entrar con ella, pero el hombre le interrumpió:

-No, no, lo siento, muchacho, solo de uno en uno. No pueden entrar dos personas, y menos de sexos diferentes, que esta habitación da ideas -dijo riendo a carcajadas.

El chico se dio la vuelta y volvió junto a sus amigos. Era evidente que esa había sido precisamente su idea, pero el feriante acababa de fastidiársela.

La chica entró en la habitación, cerrando la puerta tras ella. Toda la habitación estaba cubierta con espejos. Con aquel vestido rojo, se veía como si flotara en una gran nada, reflejada en todas direcciones, hacia todas partes, y cada movimiento se convertía en un movimiento masivo, infinito, espectacular. Todo lo que no era ella era un reflejo de la nada en la que se encontraba. Se sintió intimidada y le entraron unas terribles ganas de salir de allí. Pero la puerta se había cerrado y solo podía abrirse desde fuera. Llamó. No pareció escucharla nadie. No quiso hablar, pues tenía miedo de escuchar un eco tan infinito como su imagen, esparcida en todas partes, en el suelo, en el techo, en las cuatro paredes. Necesitaba huir de allí, volver a ser solo una, simplificarse. Intentó reducir su visión sentándose en el suelo de una esquina, pero aquello le producía aún más vértigo, pues entonces veía, reflejados hasta el infinito, los rincones, las esquinas, las ranuras, las manchas, como un profundo abismo en el que estuviera cayendo sin control. Se sintió mareada; se levantó y volvió hacia la puerta dando golpes con el puño hasta hacerse daño. Nada. Al otro lado parecía haber desaparecido el mundo. Empezó a sentirse tan nerviosa que los golpes pasaron a ser demasiado violentos. De pronto sonó un crujido; desde su puño hacia fuera el cristal comenzó a agrietarse, pero ella no podía evitar mirar hacia todos lados y descubrir el espejo infinitamente roto, y golpeó aún más fuerte, rompiéndose el cristal y cayendo los trozos al suelo donde infinitamente impregnaron toda la eternidad de la sangre de su mano, tan roja como su vestido, tan infinita como él.

Cuando el hombre abrió la puerta tan solo habían transcurrido diez minutos. La chica estaba sentada en el suelo, aturdida, tirada, desmadejada, con la mano llena de sangre y el suelo lleno de cristales rotos. Tenía la mirada perdida y pequeños cortes en las piernas, arañazos de cristales rotos sobre los que se había dejado caer antes de perder la consciencia, no de un modo preciso, ni enérgico, ni enfermizo, ni trivial, ni pasajero, sino sencillamente de un modo infinito.

LA AVIDEZ

Entraron en aquel restaurante. La mujer del pelo corto no paraba de repetir: “ya veréis, os va a encantar, os vais a chupar los dedos” y expresiones similares. Se sentaron en la única mesa libre y con un gesto llamaron al camarero.

-Dígame, señora.
-Queremos una de esas bandejas que tenéis de pollo y patatas.
-¿Cuatro medios pollos, señora?
-No, no, eso es mucho, dos medios pollos, es decir, un pollo entero para los cuatro estará bien -miró a los demás-. El pollo no engorda pero tampoco vamos a reventar, ¿verdad?

Recibió la confirmación de su marido y sus amigos, que agitaron la cabeza asintiendo. Desde fuera, desde la mesa de al lado, la de detrás o cualquier otra mesa, se veía con claridad que el tamaño de aquellos cuatro comensales era mucho mayor que el pollo que pretendían ingerir. “Se quedarán con hambre”, pensó el camarero. Por eso preguntó: ”¿Seguro?”. La mujer insistió, con gesto ofendido: “Sí señor, seguro, con un pollo tenemos suficiente”. “Se quedarán con hambre”, pensó una mujer que comía sola en la mesa contigua.

Al rato se presentó el camarero con la bandeja del pollo. Todos se lanzaron unánimemente a probar las patatas fritas, como si temieran entretenerse chupando un huesecillo y perder parte de su ración, que todos intentaban aumentar frente a la de sus compañeros y finalmente ninguno consiguió, si bien hicieron desaparecer todas las patatas fritas en menos de dos minutos. Pasaron al pollo: era un pollo asado a la brasa típico del lugar, con un adobo que le daba un sabor extraordinario. Llevaban apenas un minuto comiendo cuando uno de los dos hombres, el más obeso, se levantó y excusándose fue hacia el baño. Los demás siguieron comiendo, respetando el cuarto de pollo que calculadamente le habían reservado.

El hombre cruzó la sala en dirección a los aseos. Justo delante de él, nada más girar, fuera del campo de visión de los suyos, estaba el fogón donde, además de servir los pollos a los camareros para las mesas, también vendían pollos para llevar. Se acercó hasta él y pidió a la chica un pollo entero para llevar. “Ha tenido suerte, ahora no hay nadie; hace un minuto había una cola enorme”, le dijo la chica, quien encerró el pollo en una fiambrera metálica, encajando y aplastando la tapa bajo un ingenio mecánico especialmente diseñado para ello, y luego lo metió en una bolsa. El hombre pagó el pollo y se fue caminando hacia la puerta, como haría cualquier otro cliente. Junto a la puerta de salida se encontraban los aseos. El hombre abrió la puerta de los aseos y entró en el de caballeros. “Gentlemen”, se leía en la puerta, bajo un simple dibujo de un monigote presumiblemente vestido con un traje, lo que se deducía por contraposición al mirar, en la otra puerta, el otro monigote, el que convivía con el letrero “Ladys”, cuyo atuendo simulaba un vestido. Por un segundo, en una fulminante reflexión, el hombre se preguntó que ocurrió primero, si el dibujo infantil o el cartel del aseo, es decir, si los niños pintan esos monigotes al dibujar hombres y mujeres porque han visto los letreros en los aseos de los bares y restaurantes o bien son los fabricantes de carteles quienes, enternecidos por los dibujos infantiles, los han elegido para elaborar sus letreros.

Dentro, cuatro urinarios pegados a la pared y dos lavabos precedían las puertas de los aseos individuales. El hombre cruzó entre sanitarios que no le interesaba utilizar y veloz, mirando a los lados, como huyendo, se metió en el segundo compartimento. Echó el cerrojo, cerró la tapa del retrete, sacó un trozo de papel higiénico y la limpió un poco; luego se sentó, cruzando las piernas, para que no se vieran desde fuera, en caso de que alguien entrara y agachara la cabeza buscando unos pies tras la puerta; así parecería un retrete averiado, en lugar de uno ocupado, que siempre genera una expectativa que en ese momento no quería provocar. Una vez sentado y tras haber cruzado a duras penas las piernas, colocó la bolsa del pollo sobre ellas, la abrió y levantó la pestaña que atrapaba la tapa dentro de la fiambrera. A toda velocidad, más engullendo que paladeando el pollo, comenzó a comer, tirando primero de las alas, después de los muslos, arrancándolos con una mano mientras con la otra sujetaba el resto del pollo para que no se resbalara ni un trozo, ni la más pequeña gota delatora, hacia el suelo. Mordía la carne y, casi sin masticarla, la deglutía con fuerza, tragando con ansiedad, para sentir el recorrido del pollo por su gaznate mientras su boca se impregnaba de aquel delicioso sabor apenas sin esfuerzo, como parte de un todo que sucedía atropelladamente, sin tiempo para detenerse.

Comió un pollo entero en apenas cuatro minutos. Cuando terminó, y créanme que terminó todo el pollo, chupando hasta el último hueso, y que ni el ama de casa más acostumbrada a convertir las sobras en croquetas habría podido sacar ni el más mínimo resto de aquella fiambrera, volvió a colocar la tapa, aplastándolo todo para disminuir su tamaño lo más posible y, cerrando la bolsa, ayudado con las dos manos, apretó nuevamente hasta reducir los restos a un amasijo del tamaño de una pelota de tenis. Tiró de la cadena, quizá por costumbre, ya que fuera no había nadie y, saliendo del compartimento, tiró su pequeño amasijo en la papelera, cruzó los lavabos, donde se detuvo un segundo a lavarse un poco las manos, salió de los aseos y volvió a recorrer todo el camino hasta su mesa.

-Vaya, ya estás aquí -le dijo su esposa-. Hemos pedido otro pollo, el camarero tenía razón, uno era muy poco para los cuatro y nos estábamos quedando con hambre. Está tan rico.
-Genial –respondió y, sentándose en la silla, continuó comiendo su trozo reservado, esta vez sí, paladeando lentamente cada bocado.

Su mujer no dijo nada pero vio claramente que bajo su barbilla se le había quedado pegado un trozo de pollo que no tenía cuando se levantó para ir al lavabo. Al salir pasaron por el fogón y su mujer, mirándolo con picardía, dijo: “¡Mira, también venden pollos para llevar!”, pero él, lejos de comprender aquella mirada llena de sarcasmo, pensó: “si tú supieras” y siguió caminando con aire triunfal.

LA FALLIDA ESTRATEGIA DE LEILA

Leila terminó de repasar los últimos detalles de su cena; comprobó el mantel, las servilletas; miró las copas al trasluz buscando la marca de un dedo o cualquier otro tipo de mancha que se le hubiera podido escapar; revisó los platos, los cubiertos, recolocó las flores, alineó las sillas con la mesa, se aseguró de haber colocado las velas y el encendedor. Miró el reloj: ya eran casi las ocho. Escuchó al cuco cantando en la casa vecina. Escuchó el ascensor parando en su piso y la puerta abriéndose. Escuchó los pasos hasta su puerta. Sonó el timbre.

-Hola -dijo el vecino del primer piso-. Traigo el recibo de este mes. ¿Vengo en mal momento?
-Oh, no, pasa, pasa -le respondió Leila-. Estoy esperando a mi novio pero no te preocupes, llegará tarde; siempre le pasa.
-Puedo venir en otro momento -insistió.
-De verdad que no, no es necesario, pasa. ¿Quieres una cerveza?
-Pues yo… No quiero molestar.
-No, hombre, no molestas. Toma, así me entretengo mientras tanto. Voy a buscar el dinero. Pasa, venga, siéntate, no te preocupes.

Desapareció tras una puerta. En ese momento sonó el teléfono. El vecino la escuchó hablar, sentado incómodamente en el sofá y agarrando pesadamente su cerveza.

-¿Sí? Hola, cariño. ¿Cómo? Pero tengo todo preparado, ya está la mesa… ¿Qué? ¡Cariño, no puedes…! Quiero decir, sí, sí puedes, pero yo… No entiendo nada, no sé a qué viene esto. ¿No puedes venir y hablarlo? ¿Lo sientes? ¿Cómo que lo sientes? ¡Yo lo siento! ¡Vete a la mierda!

El vecino escuchó un pitido indicando que Leila había colgado el teléfono. Hubo un momento de tensión y silencio en el que él se levantó y allí de pie miró a su alrededor buscando dónde dejar la cerveza. Entonces ella salió.

-Perdona, me han llamado por teléfono -le dijo.
-Ya -respondió el vecino, por decir algo-. Si quieres, mejor vengo en otro momento -añadió.
-Oh, no. Verás -le miró fijamente a los ojos-, era mi novio. Acaba de dejarme, así, de repente, sin venir a cuento, con la cena preparada.

El vecino estaba visiblemente nervioso.

-Yo… Tengo que irme, lo siento -dijo empujando la cerveza hacia sus brazos y saliendo tan rápidamente de allí que casi cerró la puerta de un portazo.

Leila se quedó mirando la puerta con la cerveza en una mano y el teléfono en la otra. Bajó la cabeza y se sentó en una de las sillas. Marcó un número.

-Hola. Tu idea para ligarme al vecino no ha funcionado, ha salido corriendo. ¿Y ahora qué coño hago con la cena? -reprochó a su amiga.
-Yo iré a comérmela contigo -le respondió ella riendo.

EL CASTILLO

Se despidió de su familia y desapareció en su dormitorio. Impaciente, estaba tan nervioso que se cambió de ropa muy lentamente. Se metió en la cama y al apagar la luz cerró los ojos un momento, sabiendo que no iba a dormirse. Al rato los abrió y pudo comprobar que la tenue luz que pasaba tras las cortinas le permitía distinguir cada rincón de la habitación. Entonces esperó, sin pensar en nada. Solo esperar.

Dos horas después escuchó las voces de sus padres recorriendo el camino hacia el final del día, primero en el baño, donde sonó el motor de los cepillos dentales, después en la cocina, donde escuchó el deglutir del nocturno vaso de agua; nuevamente en el baño, donde la cisterna remató el chorrear de la última micción. Finalmente, el dormitorio cerró su puerta y se hizo el silencio. Aún un rato más, el rato justo para asegurarse de que sus padres se habían, por fin, quedado dormidos.

Miró el reloj: eran casi las 3 de la mañana. Quizá se había dormido un momento, pensó, pero ya seguro de que la noche se había tragado la casa entera, se levantó muy despacio y metió la mano bajo la cama. Ahí estaba. Arrodillado en el suelo, alcanzó la caja y la empujó hacia fuera con cuidado. Después abrió el cajón de la cómoda y buscó a tientas, en la parte de atrás, hasta dar con la mecha y el encendedor. Abrió el balcón y la luna llenó la habitación de tenues tonos azulados. A la derecha, en la pared del patio comunitario, pasaba de largo hacia el tejado la escalera de incendios. Buscó su mochila, alzó la caja con cuidado, aguantando el peso, y la metió dentro. Antes de cerrarla, añadió, en uno de los pequeños bolsillos, la mecha y el encendedor. Cerró todo y, sentado en el suelo, acercó la mochila hasta colocársela a la espalda. Después se giró hasta estar de rodillas y apoyándose en la cama logró ponerse de pie. La mochila pesaba más de lo que su infantil cuerpecillo era capaz de aguantar sin esfuerzo, pero su deseo de vivir aquella experiencia lo llenaba de energía, de modo que salió al balcón, se agarró a la barra de la escalera y comenzó a subir hasta el tejado. Al llegar arriba comprendió que no podría caminar erguido sobre el tejado y decidió continuar arrastrándose. Afortunadamente las tejas ya no estaban sueltas como antes, sino fuertemente sujetas, lo que le permitía, además de arrastrarse sobre ellas, poder agarrarse y evitar resbalar hacia abajo. Avanzó por el tejado hasta llegar a lo más alto, donde encontró un hueco entre dos de las chimeneas para girarse hasta sentarse. Se desprendió de la mochila y la abrió, extrayendo la caja, que colocó sobre una de las chimeneas. Era el lugar perfecto. Tiró de la mecha hacia fuera y buscó un camino para escapar hasta el otro lado del tejado; si corría junto a las chimeneas podía llegar muy rápidamente, pues la última fila de tejas era doble, lo que hacía que el suelo no quedase tan inclinado. No sin cierto miedo probó el camino y vio que era posible. Abrió el bolsillo pequeño de la mochila y sacó la mecha y el encendedor. Prendió la mecha, soplándola después fuertemente, hasta que en el extremo encendido se hizo una bola anaranjada de la que, cuando paraba de soplar, salía un humo gris con fuerte olor a quemado. Entonces se levantó, colgándose la mochila vacía, miró hacia atrás, volviendo a recorrer mentalmente el tejado hasta el lado contrario, se acercó a la caja, acercó la mecha encendida a la que había sacado hacia fuera de la caja, esperó un poco, se asustó cuando la chispa saltó y comenzó a recorrer la mecha de la caja, salió corriendo, más rápido de lo que había imaginado en su prueba, hasta llegar al otro extremo del tejado, se sentó bajo la última chimenea, ladeando un poco la cabeza para ver mejor, y entonces se produjo el milagro.

Los cohetes comenzaron a salir de uno en uno; la fuerza que los lanzaba hacia el cielo producía un sonido intimidante. Cada uno de aquellos cohetes subió, elevándose hasta lo más alto, donde estalló con un penetrante tronar y una lluvia de chispas de color se expandió por el cielo formando preciosas y espléndidas palmeras. El chico permaneció sentado, con la boca abierta, emocionado y sorprendido, contemplando aquella maravilla. Muchas veces había imaginado aquel momento, pero su esforzada imaginación nunca había llegado a alcanzar tan grandiosa belleza.

Un poco más abajo, en las casas vecinas, los habitantes se asomaban extrañados y contemplaban el espectáculo sin saber por dónde venía. Sus padres también se despertaron, pero no quisieron entrar a decir nada al niño por no interrumpir su descanso. El castillo duró apenas unos segundos, pero fueron los mejores segundos de su vida. Después, extasiado, fatigado, vencido, se quedó dormido allí mismo y solo despertó al amanecer, cuando el renacer del día y el sol asomando sobre la línea desnuda del horizonte le trajeron, como un regalo, una nueva imagen para adornar sus mejores recuerdos.

MITAD Y MITAD

El viento mecía las hojas de los árboles suavemente: primero a la izquierda, luego a la derecha, izquierda, derecha, provocando un sonido arrullador. El sol aún brillante alimentaba con su luz aquellas hojas sedientas de fotosíntesis. El aire fresco y el cielo despejado avivaban los colores.

Bajo aquella enorme calma, ajenos a la brisa, pasaban, efervescentes, montones de coches y personajes que iban y venían con prisa, resonando ajenos al arrullar del viento: rugientes motores, cláxones, gritos, golpes, saludos y despedidas, alarmas, melodías polifónicas, timbres, conversaciones, silbidos, portazos, sirenas, discusiones, frenazos, ladridos, canciones; como si dos universos paralelos, el de la armonía y el de la agitación, se hubiesen encontrado, por azar, en el mismo lugar, negándose a reconocerse.

EL SABIO IMPOTENTE

Cuentan de un sabio que iba caminando por un sendero hacia la Gran Biblioteca del Mundo, donde todos los conocimientos tenían lugar. El sendero era irregular y estaba lleno de baches y piedras de tal forma allí dispuestas que el sabio constantemente tropezaba con alguna de ellas. Y ocurría que el sabio tropezaba, caía y se levantaba, pero volvía a tropezar, volvía a caer y volvía a levantarse; y así, tropezando, cayendo y levantándose, transcurrió gran parte del camino. Al fin, un día el sabio reflexionó hasta alcanzar una conclusión irrefutable: si al caer se levantaba siempre podría volver a caer, pero no así sucedería si no llegara a levantarse. Entonces tomó la determinación de permanecer en el suelo. De este modo no tendría que volver a caerse y solo tendría que habituarse a caminar arrastrándose por el sendero.

Y así lo hizo. El sabio avanzó, desde esta nueva perspectiva, por una buena parte del sendero, lógicamente, sin caerse. De este modo la propia experiencia le daba la razón. Pero un buen día sus ropas, a consecuencia del roce, terminaron por rasgarse y el sabio, al arrastrarse por el camino, ya no necesitó caerse para sentir el mismo dolor que antaño, en sus caídas pasadas, pues las piedras le raían la piel y se la llenaban de arañazos y, al continuar arrastrándose, su cuerpo no encontraba un respiro para curarse, antes bien sus heridas se hacían cada vez más y más profundas.

El sabio paró para reflexionar de nuevo. Entonces comprendió que, si observaba con calma el camino, podría ver las piedras antes de tropezarse con ellas y, apartándolas, continuaría su recorrido sin caerse. Y así lo hizo.

Aquel constante examen de la superficie por la que caminaba y ese otro constante detenerse a apartar las piedras le hacía avanzar tan despacio que el sabio comenzó a desesperar. Hizo una parada para reflexionar de nuevo y entonces se dio cuenta de que su exhaustiva exploración le había servido para reconocer las piedras nada más verlas y, en lugar de retirarlas del camino, reparó en que podía saltarlas sin encontrarse con ellas.

Y finalmente el sabio, saltando las piedras del camino, llegó hasta la Gran Biblioteca del Mundo, en Alejandría, justo un día después del gran incendio.

Y el sabio ya solo pudo dedicarse a analizar lo ocurrido y llegar a la conclusión de que quizá, y solo quizá, si hubiese continuado su camino como al principio, tropezando, cayendo y levantándose, habría logrado llegar antes a su destino y de que la prudencia solo sirve para perder el tiempo. Pero quizá entonces habría perecido bajo el fuego.

EL REINO BIPOLAR

La mujer torero pelaba patatas cuando un ruido la sacó de su aletargada tarea. Se acercó a la ventana, sin soltar el cuchillo, y se encaramó un poco para ver mejor. Por la colina, apurado y sudoroso, subía a grandes zancadas el hombre bala. Sonrió tiernamente. En el jardín, el hombre rana regaba las plantas mientras, con sus tijeras de podar, se entretenía en recortar las ramas con primor, como si de ella misma se tratase, la mujer barbuda. Junto a ellos, el hombre elefante y la mujer florero preparaban las mesas para comer. A la entrada, el hombre invisible pasaba el rastrillo por el césped retirando las hojas secas, las colillas, los papeles y otras inmundicias. En el salón la mujer fatal preparaba los cócteles para el aperitivo y el hombre lobo charlaba animadamente con la mujer vampiro. Había un innegable flirteo entre ellos.

Un poco más tarde, tan solo unos minutos, el hombre araña y la mujer pública regresaron, tras hacer algunas compras de última hora. En ese momento, como si hubiese estado esperándolas, el hombre objeto se acercó a la barbacoa y encendió el fuego.

El hombre mosca llegó hasta el equipo de música y encendió el aparato. Sonaba una canción de Hombres G ; tendió su mano hacia la mujer pantera y bailaron.

Comieron y bebieron. Rieron y bailaron. Era un precioso día de verano.

EL ESPÍRITU DÍSCOLO DE PITÁGORAS

Los frailes caminaban cabizbajos, en señal de humildad, por la acera del polideportivo. Para no levantar la vista perdían el tiempo contemplando los dedos gordos de sus pies, asomando alternativamente a cada paso por debajo de su hábito, ensartados en aquellas sandalias de cuero viejo. Dios, o algún otro personaje inspirado y perspicaz, colocó allí a aquella prostituta de enorme escote y minúscula falda para demostrar que solo uno de los ojos estaba pendiente de la humildad en la sandalia, mientras el otro, disimuladamente, por su rabillo, controlaba lo que había a su alrededor, de tal modo que, justo un par de metros antes de llegar hasta ella, los frailes, sin levantar la vista aparentemente de sus castigados pies ni siquiera para comprobar el tráfico en la calle, cruzaron en diagonal hasta la acera de enfrente y, nada más alcanzarla, volvieron a cruzar de nuevo, para retomar la acera dos metros después de la mujer, proyectando en su recorrido un imaginario triángulo rectángulo perfecto cuyo vértice en ángulo recto se encontraba en la acera de enfrente y, trazando la mediatriz hasta el otro lado de la acera, cortando en dos partes iguales la hipotenusa, la línea imaginaria acababa entre las piernas de la prostituta. Pero qué digo Dios, sin duda aquella broma fue obra de Pitágoras.

LA ACTITUD INEVITABLE

Bajo el cálido sol de la sabana, la jirafa me miró por encima del hombro.

EL ÚLTIMO DESEO

La vi pasar. Agazapado tras la esquina, observé sus curvas contoneándose, penduleando, hipnotizando las miradas; me perdí en su manera de echar hacia atrás los hombros, mostrando su escote como se muestra lo más importante en un escaparate, centrado, levantado y lleno de luz, cuyo movimiento al mismo tiempo empujaba hacia atrás también su lindo culito, como si su cuerpo fuera una “S” que se arquea para resaltar todas las partes que despiertan el sexo, por delante y por detrás, miradme, no importa quién me mire ni desde dónde lo haga porque soy toda sexo, toda para vosotros, miradme, imaginadme siendo toda vuestra, soñad conmigo, desnudadme, tocadme, poseedme en sueños, en vuestros sueños calientes y apasionados. Eso iba diciendo. Y yo apenas entiendo por qué tiene que ir así por la calle, por qué tiene que ir pidiendo a gritos que la miren y la deseen si solo me quiere a mí, si solo yo soy quien tiene que desearla y a mí me basta con llegar a casa y desnudarla y comprobar que están ahí todas sus curvas y sus eses, solo para mí, solo para mi deseo. Así que estaba allí escondido, mirándola, intentando entenderla, observando a todos los hombres que la iban mirando y sonreían con deseo, poseyéndola en sueños, imaginándola desnuda como ella quería, y, sinceramente, me estaba poniendo enfermo. Noté como me subía el calor a las mejillas, como mi corazón latía con fuerza empujando la sangre hacia mi cara y aún más lejos hasta llegar a mi cerebro, como se me calentaba la cara al tiempo que me empezaban a llegar hirvientes ideas llenas de violencia. Un hombre le murmuró algo al pasar y ella sonrió orgullosa. Maldita zorra. Apenas me atrevía a moverme de allí porque sabía que al salir de mi escondite la tarde terminaría en drama. Pero ella entró en el bar y la perdí de vista, así que me vi obligado a salir y acercarme lentamente, pero lentamente era una palabra imposible porque yo estaba apretando el paso para no perderme ni un segundo de sus pavoneos. La vi a través del cristal de la puerta, sentándose sobre la banqueta y dejando que se levantara su falda para dejar también las piernas al descubierto invitando a la vista a subir y bajar desde su entrepierna hasta sus zapatos de tacón alto, deleitándose, deteniéndose, una y otra vez.

Cuando me lancé sobre ella no sé qué iba diciendo, ni siquiera qué estaba intentando hacer; recuerdo que había por lo menos cinco hombres sujetándome y yo aún intentaba salir de aquel enredo de brazos apretando enérgicamente; recuerdo su cara de pánico que ya no sonreía; pero lo que más recuerdo es que a partir de ese momento ya nadie la miraba con deseo, sino con pena. A partir de ese momento fue mía, me perteneció más que nunca, porque me convertí en el único hombre que la deseaba.

Después ya nunca volví a verla.

EL GRILLO

Quería haberse acostado temprano, pero no tenía sueño, de modo que encendió el televisor y se sentó a ver un rato cualquier programa, buscando sus conocidas propiedades soporíferas. Pasaron casi dos horas y, viendo que no conseguía encontrar su sueño, decidió acostarse igualmente imaginando que antes o después su cuerpo se rendiría al poder de la noche. Ya en la cama, dando vueltas para buscar la postura, sintió un intenso dolor entre las cejas anunciándole una desagradable noche de insomnio. Entonces empezó a oírlo. El grillo sonaba fuertemente, bajo su ventana, en aquella habitación oscura y silenciosa, poniendo la aguda nota discordante que le prometía, además del insomnio que llevaba ya puesto junto al camisón, una noche estridente, odiosa. Tras unos minutos de esfuerzo por ignorar aquel irritante silbido, se levantó de la cama y abrió la ventana. Se hizo el silencio. El grillo descansaba en la cornisa baja de la balconada. Por eso —pensó asintiendo— lo escuchaba tan cerca y tan penetrante. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Creía que los grillos no volaban. En fin, solo tenía que echarlo, empujarlo fuera de su cornisa, y quizá eso le daría el silencio que necesitaba para quedarse dormida. Estiró el brazo, intentando llegar hasta él, agarrándose con fuerza al alféizar para no caer. Casi llegaba, tan solo le quedaban unos diez centímetros de nada. Estaba tan cerca... Levantó una pierna, imitando a los jugadores de billar cuando no llegan bien a la bola desde esas imponentes mesas de billar inglés, pero aún quedaba un poquito para alcanzarlo y el grillo, bien por no apreciar en la oscuridad de la noche el dedo acercándose hasta él o quizá por ser consciente de esa pequeña distancia que lo salvaba de una nocturna agitación que no fuera la de frotar sus alas, no movió siquiera una antena. Sin darse cuenta, casi como les ocurre en ocasiones a los propios jugadores —los malos— fue levantando el otro pie hasta estar totalmente encaramada a la ventana. Para asegurarse mejor, apoyó el pie izquierdo en el cristal, como si fuese a escalar una pared lisa. Ya solo faltaba un centímetro para llegar, era evidente que estaba a punto de conseguirlo. Respiró hondo e hizo el último esfuerzo por estirar su dedo hasta sacudir hacia un lado al animal y verlo precipitarse cuatro pisos hacia abajo, sin llegar nunca a perder su imagen, como si la guiara y precediera en su propia caída, porque estaba cayendo a continuación perdiendo el apoyo del pie izquierdo que resbaló del cristal y se levantó hacia atrás sacando su respingón culo hacia fuera y haciéndole caer, en posición vertical, sentada en el suelo, cuatro pisos más abajo.

Ya en el hospital, entre sueños, recordaba la caída del grillo a toda velocidad, pero la suya propia como si hubiese ocurrido muy lentamente. En su delirio, rodeada por su familia y delante de la enfermera, levantó la cabeza, abrió los ojos y preguntó: “¿Cómo está el grillo? ¿Sobrevivió?”.

CUALIDADES ENFRENTADAS: LA GENEROSIDAD FRENTE A LA MODESTIA

-Tómelo. Es suyo.
-Oh, no, muchas gracias, de veras. Es demasiado para mí, no puedo aceptarlo.
-¿Demasiado? No se preocupe, usted lo merece. Tómelo.
-De verdad que no, me hace usted sentir sofocado.
-Pero es que yo quiero dárselo, insisto.
-Y yo insisto en que es demasiado, por favor, se lo ruego.
-Lo dejaré aquí y, si camba de opinión, aquí seguirá para usted -zanjó, levantándose de la mesa en un acto de desapego.

Tres años después alguien lo encontró en el trastero.

-¿De quién es esto? ¿Puedo quedármelo? Es perfecto para mi hijo -dijo, y lo guardó sin esperar respuesta.

CUALIDADES ENFRENTADAS: LA IGNORANCIA FRENTE A LA ARROGANCIA

“Usted no sabe quién soy yo”, dijo, y era cierto, pues no tenía ni idea de quién era.

NO ERA UN JUEGO

Salieron corriendo del colegio. Parecían huir despavoridos de la educación como si de una deflagración se tratase. Pepín y su amigo se fueron calle abajo hasta llegar a la casa de Pepín. Verlos correr, tan flacos y chiquitos, con aquella enorme cartera, resultaba agotador. Llegaron a la casa. Pepín sacó las llaves y abrió con soltura, acostumbrado a bastarse a sí mismo en aquella enorme familia en la que todo el mundo tenía siempre algo que hacer. Pepín había tenido que acostumbrarse a hacerse todo él solo, lo que le hacía sentir adulto. Y eso le enorgullecía, de modo que su forma de sacar las llaves de la cartera y abrir la puerta de la casa le daba un aire de arrogancia frente a su amigo. “¡Vamos!”, le dijo al abrir, y entraron. Pepín tiró la cartera a la entrada e hizo un gesto a su amigo para que la tirase junto a la suya. Un hombre fuerte y alto se cruzó con ellos. “¿Ya estás aquí, Pepín? ¿Tan tarde es ya?”, dijo, y desapareció por la puerta de la cocina. Pepín y su amigo atravesaron el pasillo hasta llegar al salón, donde una mujer mostraba prendas de ropa a otras tres mujeres más. La mujer miró a Pepín y su amigo y continuó vendiendo su género sin hacer siquiera un gesto. Pepín salió del salón por la otra puerta, que daba a otro pasillo. Al abrirla chocó con otro hombre: “Eh, ten cuidado, bribón”, le dijo aquel hombre, sujetándolo de la cabeza, que le quedaba a la altura de la cadera, para pasar hacia el salón. Sonrió a su amigo, mostrando sus dientes ennegrecidos. Pepín entró al pasillo y giró a la derecha para llegar hasta la habitación. Otra mujer, de más edad que la anterior, se asomó por otra puerta. “¡Pepín, no te escondas en el cuarto, hay que ayudar con la comida!”, dijo, pero Pepín guiñó el ojo a su amigo, ignorando las órdenes, y entró en la habitación. La habitación estaba vacía; únicamente cuatro muebles de camas abatibles ocupaban una de las paredes. De las otras tres paredes colgaban, colocados a todas las alturas y posiciones, montones de pequeñas barras clavadas en ángulo a modo de gancho. Pepín abrió un cajón de uno de los muebles-cama, sacó un rollo de cuerda fina y comenzó a enganchar la cuerda entre las varas de la pared realizando un laberíntico dibujo que atravesaba toda la habitación. Su amigo lo miraba asombrado. La mujer que le había reprendido asomó de nuevo. “Ah, estás aquí tú también”, dijo al amigo, como si aquello cambiara la situación. Señaló a Pepín con el dedo y continuó hablando. “Nos tiene hartos con este juego que se ha inventado. Su padre le consiguió una consola y ni siquiera la ha encendido. ¿La quieres? Seguro que te la regala, no le interesa lo más mínimo. Está todo el día con sus cuerdas jugando a colarse entre ellas sin tocarlas”. El amigo sonreía, con fingido interés, sin hablar, mientras observaba atentamente como Pepín comenzaba su juego.

Diez años más tarde, el amigo de Pepín veía las noticias cuando hablaron de un importante robo en un museo. Al mostrar las medidas de seguridad que el ladrón había esquivado, un experto explicaba la colocación de los sensores de movimiento en las habitaciones, ilustrándolo con un dibujo de líneas rojas entremezcladas cruzando las paredes. Nada más ver aquel dibujo, el amigo de Pepín supo quién había sido el autor del robo. Involuntariamente, dejó escapar una risa cómplice, pues él también había llegado a atravesar de niño, en aquel juego, aquellos mismos detectores.

NÚMEROS QUE BAILAN (ejercicio de surrealismo)

Las vacaciones estaban programadas para doce días, pero seis sueños se le repetían como pesadillas haciéndole beber agua cuatro veces en aquel escaso periodo de tiempo en el que dos amores le llenaron la cabeza de pájaros. Sin embargo, todo podía haber sido mucho peor, porque tan solo sumando el número uno a su situación habría entrado en una rueda de trece días de vacaciones en la que siete sueños se le repetirían como pesadillas y por más que bebiera agua cinco veces en aquel escaso periodo de tiempo no conseguiría evitar que tres amores le llenaran la cabeza de pájaros. Quizá si restara uno se encontraría con que, en once días de vacaciones, cinco sueños se le iban a repetir como pesadillas haciéndole beber agua tres veces en aquel escaso periodo de tiempo en el que un amor le estaba llenando la cabeza de pájaros, pero si aún restaba otro más entonces en las vacaciones, de diez días, solo cuatro sueños se le repetirían como pesadillas, haciéndole beber agua únicamente dos veces, pero habría perdido el amor. Y si iba restando después dejaría de beber agua para lograr evitar que los sueños se repitieran como pesadillas, pero entonces sus vacaciones tan solo durarían dos días.

Y esa es la esencia de la vida: renunciar o resistir.

EL CÍRCULO PERFECTO

Cuando la línea del principio se encontró con la del fin, comprendió que ya nunca podría saber por dónde había empezado.

MALOS TIEMPOS PARA LA VIDA

El niño se abrazó a la pierna de su madre. Amedrentado y hambriento, no podía sonreír. El soldado se acercó a él, se agachó y le acarició la mejilla. Su madre no se movía. El niño aún apretaba más los brazos hasta pellizcarle la piel bajo la falda. “Es un niño muy guapo”, dijo el soldado. La madre hizo un esfuerzo y esbozó una leve sonrisa que casi terminó en una mueca de dolor. “¿Van a llevárselo?”, dijo. El soldado no respondió. Continuó su camino, pasando revista entre las demás familias. Cuando terminó, llamó al soldado adolescente y le dijo, señalando con el dedo: “Ese, ese otro, aquel del fondo y este de aquí”. “Con el debido respeto, Señor, ¿no es este niño demasiado pequeño para reclutar?”, preguntó, agachando la cabeza en señal de reverencia, el soldado adolescente. “Sí, pero agárralo, porque si no quizá la próxima vez que volvamos se nos haya muerto de hambre”.

MUERTE DEDUCTIVA

Cuando al despertar vio un cielo de color verde y unas redondeadas nubes en tonos violáceos paseando velozmente sobre el blanco mar se dio cuenta de que era muy probable que ya estuviera muerto.

LA COMUNICACIÓN IMPOSIBLE

Érase una vez un ser vivo con una mente privilegiada que tenía sensaciones y pensamientos imposibles de imaginar por un ser humano. Sin embargo, su mente no registraba esas sensaciones y pensamientos ni, por extensión, los sentimientos, las opiniones, los teoremas y los principios, en una superficie de carne provista de neuronas formando un sistema nervioso de conexiones eléctricas, ni tampoco, por poner otro ejemplo, en una superficie de silicio revestida de plástico verde y llena de pegotes de estaño. Su sistema era también un sistema nervioso, pero los nervios y las distintas neuronas que viajaban por sus circuitos se adaptaban y convivían en una superficie vegetal.

Durante millones de años los descubrimientos y reflexiones de cada ser vivo de esta especie adquirieron grandes dimensiones, pues la comunicación entre ellos y, por lo tanto, entre las sociedades y generaciones a lo largo de la historia, viajaba a través del barro o la tierra más o menos húmeda y la conexión a ella era inherente a estas criaturas, por lo que, a pesar de su completamente imposibilitada capacidad de movimiento, la información viajaba por el mundo a gran velocidad y todos aquellos seres, compartiendo su sabiduría con los otros, disfrutaban de las mismas posibilidades en su vida. Las tesis y las hipótesis, los razonamientos y los sentimientos, las alegrías y las angustias, los retos y las conformidades, pasaban de uno a otro ser haciéndose, en cada viaje, más y más grandiosos.

Fuera, allá arriba, sobre la tierra, los seres humanos paseaban de acá para allá, desplazándose, inventando ruedas, motores de explosión, motores a reacción, creando aparatos para comunicarse en la distancia, teléfonos, ordenadores, micrófonos, señales de humo, elevándose en el cielo para volver a bajar convirtiendo el movimiento en uno de los fundamentos de la inteligencia, sin saber que el movimiento no ha de ser necesariamente el de las personas sino el de las ideas.

Ahí arriba nadie sabía lo que pasaba allí abajo. Ni siquiera lo supieron cuando arrancaron la raíz de la cebolla, ni siquiera lo supieron cuando sus vapores irritaron sus ojos haciéndoles llorar sin motivo, ni siquiera cuando se envenenaron comiendo las setas equivocadas o cuando el agrio sabor del limón erizó el vello de sus brazos.

Arriba solo se guiaban por el movimiento y el ruido y su piedad solo se dirigía hacia los seres que huían gritando. Nunca hacia los que se quedaban plantados en la tierra sin hablar, sin siquiera agitar las ramas si no era llevados por el azar de la fuerza del viento.

-¿Mamá, por qué nosotros no comemos carne? –preguntó la niña.
-Porque no queremos hacer sufrir a los demás seres vivos de este planeta –respondió la madre entre crujidos de lechuga.

LAS TRES GAVIOTAS

Las tres gaviotas se acercaron a la playa al atardecer. Dos de ellas sobrevolaban a gran velocidad el mar, asustando y siguiendo a los peces que, escurridizos, huían hacia cualquier parte y hacia todas con asombrosa coordinación, unidos a cada sacudida en el agua, hacia un lado, hacia otro, como si todos hubieran aprendido con inefable exactitud todos los pasos de una estudiada coreografía. La otra subía hasta el lugar más alto desde el que poder aún divisar a los peces y después, girándose boca abajo a la vez que cerraba sus alas, se lanzaba en picado contra el agua hasta hundirse violentamente en ella esperando sorprender al pez antes de descubrir la amenaza.

Las dos gaviotas que volaban a ras del mar veían tantos peces que no podían decidir a cuál atacar. Cuando finalmente se posaban y se sumergían bajo el agua el cambio de medio y la indecisión daban tiempo más que suficiente a los peces para escapar de ser su alimento.

La gaviota que subía y se lanzaba en picado tenía la velocidad perfecta; se lanzaba tan rápidamente, con tanta velocidad, que parecía incrustarse en el agua, clavarse, abrir un remolino por el que entrar por sorpresa e impactar de tal forma que ningún pez habría tenido tiempo de huir.

Pero se lanzó en picado contra el mar y al abrir su largo y curvado pico atrapó un trozo de plástico gris en el que se leía “Modas Rosana”. Si hubiese tenido tiempo o capacidad para reflexionar se habría dado cuenta de que a tanta distancia su vista no era capaz de distinguir con nitidez la diferencia entre el gris de un pez y el de una bolsa de plástico.

JUEGOS PROHIBIDOS

Entró en el baño. El agua estaba muy caliente, pero era el modo de aguantar más tiempo y su cuerpo se habituaría rápidamente a la temperatura. Fue muy despacio metiendo primero los pies y agachándose después lentamente hasta estar de rodillas en la bañera, donde fue echándose hacia atrás hasta deslizar su cabeza para apoyarla en el borde. La espuma cubría la superficie. Cerró los ojos, acercó el vaso hasta ella y bebió un sorbo. La música de los violines sonaba alta y nítida, limpia y espléndida en aquella habitación llena de sonoridad. Con los ojos cerrados, se dejó llevar por las notas que dibujaban preciosas líneas altisonantes. Su hermano menor entró en la habitación. “Perdón”, dijo, pero ella, que no pareció oírle, permaneció con los ojos cerrados, ignorándolo. Se sentó en el inodoro y la miró. Su cuerpo desnudo se adivinaba bajo la espuma. De pronto descubrió que cuando tomaba aire sus pechos sobresalían sobre la espuma y se quedó un rato mirando, dejándose llevar, olvidando por un momento su consanguinidad para hallarse frente a un cuerpo de mujer cualquiera. Los pechos emergían, para volver a ocultarse de nuevo. El resurgir de los senos entre la espuma despertó toda su sensualidad. Muy despacio, tan lentamente que no era posible distinguir la diferencia entre un momento y el momento siguiente, el chico acercó la mano a los pechos de su hermana y deslizó los dedos sobre ellos. Su hermana continuó ausente, absorta, con los ojos cerrados y sin apenas moverse únicamente para respirar y permitir que los dedos de su hermano jugueteasen ya con sus rosados botones. El chico notó su excitación y se miró al pantalón, interrumpiendo por instante su movimiento; continuó después, suavemente, jugando en silencio, hasta que sintió el impulso de seguir hacia abajo, explorando, y deslizó levemente la mano, pero su hermana, sin abrir los ojos, se metió hacia adentro, dejando su mano flotando, lo que le sugirió que quizá estuviera yendo demasiado aprisa. Durante un momento sacó la mano y esperó. Su hermana volvió de nuevo a elevar su respiración, quizá aún más que antes, de modo que sus pechos ahora salían enteros en cada inspiración. El chico volvió lentamente a deslizar de nuevo la mano y a acariciar a su hermana lentamente, suavemente, hasta que las inspiraciones fueron algo más fuertes y empezó a salir más aún el cuerpo, el ombligo por encima de la espuma, y las piernas de su hermana se abrieron y ella levantó las rodillas; el chico entonces leyó las señales y esta vez sí deslizó la mano sin interrupciones, llegando hasta su sexo, hundiendo los dedos con la mano derecha mientras la izquierda buscaba entre sus pantalones, y su hermana ya respiraba entrecortadamente, lanzando placenteros suspiros, elevando todo su cuerpo con las respiraciones hasta sacar fuera del agua todo su ser, hasta dejar a su hermano manejarla a su antojo y arrancarle un exclamado orgasmo que irrumpió en la habitación al mismo tiempo que el chico, desde su mano izquierda, se abandonaba igualmente al éxtasis.

Su hermana, sin abrir los ojos, apartó su mano y, con un tono seco y autoritario, le dijo:
-Sal de aquí. Y nunca, NUNCA –recalcó- hables de esto con nadie.
-Lo sé, lo sé, lo sé. Lo siento –respondió él-, lo siento, perdón -Y salió corriendo de la habitación.

Nunca hablaron de ello. Los dos sabían que era una conversación para la que nunca existiría el interlocutor adecuado. Y nunca más se encontraron en la bañera. Ella siempre echó el cerrojo a partir de aquel día. Sin embargo, el chico recordó lo ocurrido toda su vida. Y a veces, algunos días, no solo lo recordaba, sino que se regodeaba haciéndolo; se entretenía con cada imagen, con cada movimiento, con cada suspiro. Y esas veces no podía evitar llevar su mano al pantalón para revivir aquel intenso éxtasis.

LA PISCINA VACÍA


Hacía ya varios años que nadie tocaba la piscina. Una mezcla entre el desinterés y la dejadez había ido poblando el agua de barro y hongos, enturbiándola, borrándole cualquier vestigio de transparencia, destruyendo sus tres cualidades: ni incolora, ni insípida ni, mucho menos aún, inodora, antes bien apestaba a podredumbre. Puesto que no se utilizaba la piscina, tampoco se visitaba el rincón del jardín que esta ocupaba; las plantas salvajes crecían por debajo de las baldosas o trepaban por las patas de las viejas mesitas metálicas raídas y oxidadas que un día fueron protegidas por sombrillas cuyos tejidos, hoy, colgaban a jirones entre las varillas. El único poblador de aquel pequeño jardín abandonado era el perro. Todos los días a primera hora su amo abría la puerta principal; él salía corriendo, con la prisa que da la necesidad, para orinar y dejar algún que otro excremento entre los matorrales, después daba una vuelta por los alrededores olisqueando el suelo, a paso ligero, hasta que uno de sus giros le conducía de nuevo a la puerta de la casa, que golpeaba suavemente con la pata para anunciar su llegada, lo que hacía que su amo volviera a abrirla para permitirle volver a entrar.

Aquel día quizá el amo se levantó más tarde, lo que probablemente disparó las necesidades de su perro hasta hacerlas apremiantes y por lo tanto precipitó su carrera hacia el jardín tanto que le fue imposible frenar justo antes de llegar al borde de la piscina. Por eso, cuando ya casi cerraba la puerta, el amo escuchó un chapoteo que le avisó de que su perro acababa de caer en aquella desfavorecida piscina. Aun sabiendo que los perros nadan por instinto, lo que hacía innecesaria su ayuda, el amo se sintió atraído por la catástrofe y se asomó a comprobar el accidente. El perro nadaba buscando un lugar desde el que salir. Al llegar al otro lado, donde aún sobrevivía la escalerilla de salida, el perro saltó sobre ella y salió sin dificultad. A continuación se sacudió, como se sacuden los perros mojados, desde la cabeza hasta el rabo, con espasmos giratorios, y echó a andar hacia el fondo del jardín. El amo se acercó hasta la piscina. En el centro había quedado un rastro de agua limpia de hongos que permitía ver el fondo. Y en ese fondo, entre sombras, pudo distinguir claramente una figura que le pareció humana, una niña probablemente por el tamaño y por los largos cabellos rubios que se mecían como serpientes entre la corriente que había quedado después del circunstancial baño canino.

Asustado, entró en la casa y llamó a la policía. Poco después un coche patrulla, tras mirar el fondo de la piscina, solicitaba ayuda al ayuntamiento para sacar el cadáver. Al parecer aquella niña llevaba allí sumergida unos dos o tres meses; alguien la había tirado allí, no sin antes introducirle a empujones por la boca un buen puñado de piedras para evitar la flotación. A pesar del color, entre amoratado, rosado y blanco, de su piel y de sus borradas facciones, se adivinaba que había sido una niña preciosa. El amo estaba tan impresionado que había olvidado por completo vestirse y atendía a los policías y otros trabajadores locales en pijama. Uno de los agentes se lo advirtió delicadamente y entonces él entró en la casa a vestirse en el momento en que uno de los que habían sacado a la niña del agua encontró una cajita en un bolsillo de su vestido. La caja era bastante hermética, de suerte que al abrirla encontraron dentro un papel completamente seco.

En el papel se leía: “Aquí tienes a tu hija, hijo de puta”.

LOS AÑOS ILÍCITOS (dedicado a A.M.C.)

Cuentan que en el siglo XX, en los años 40, se apareció la Virgen María en un pueblo del Levante. Fue en el verano de 1942. El mismo verano que después dio lugar a aquella película sobre amores ilícitos de banda sonora inolvidable.

Unos niños correteaban entre las dunas de la playa cuando detrás de unos árboles divisaron una extraña luz. Era un resplandor violáceo, envuelto en una difusa neblina. Al acercarse los niños, el resplandor se apagó y todos huyeron a la carrera, de vuelta hacia la playa, lanzando agudos gritos con sus pequeños y potentes pulmones de niño. Atropelladamente contaron a su padre lo ocurrido y él se acercó sigiloso hasta el lugar. El resplandor volvió a lucir una vez más. El hombre se acercó hasta los árboles y, cuando estaba a punto de pasar entre ellos hasta el origen de la luz, esta volvió a apagarse de nuevo. Se quedó quieto un momento, parado, mirando hacia la oscuridad. Esperó a que volviera a encenderse, mientras imaginaba la luz de una linterna decorada con papel celofán en manos de algún bromista. Cuando volvió a encenderse, bruscamente saltó al otro lado de los árboles. Una mujer pálida, de gesto fino y endeble, lo miró con las manos extendidas palma arriba. Estaba cubierta por una manta hasta la cabeza, lo que hacía parecer que vestía una túnica. Se oyó el crujir de unas hojas en el suelo y el hombre vio las suelas de unos zapatos desapareciendo entre las sombras. La mujer le sonrió, le dijo: “solo cobro 50” y esperó a ver el gesto lascivo en su rostro para apartarse la manta y descubrirse en toda su desnudez. El hombre ya buscaba el dinero en el bolsillo de su camisa.

Cuando salió de allí, aún con los ojos inyectados en sangre, se encontró de frente con su esposa. Ella lo miró, primero suspicaz y después curiosa, dándole tiempo de reaccionar y explicarle los hechos. Y los hechos del 20 de agosto, en aquel verano de 1942, contaron que la Virgen María se le había aparecido para pedirle que rezara por la salvación de todos los pecadores y que en su honor se ocupara de erigir allí una ermita.

Y así fue como se construyó la ermita de la Virgen de las Dunas, a la que acuden en peregrinación los vecinos de todos los pueblos de la provincia una vez al año, el 20 de agosto.

SIN VIGILIA

El traqueteo del tren la adormeció. Con los ojos cerrados, notando el peso de los párpados, se dejó balancear por el rítmico choque de las ruedas contra los raíles, dejando entrar, aún consciente de la realidad, personajes y momentos de otro tiempo, de otros lugares, que fueron tomando su mente y desechando poco a poco el momento en que se encontraba. A pesar de ello y, como digo, consciente de la realidad, luchaba por permanecer alerta y de vez en cuando dejaba asomar un ojo que comprobaba que todo seguía transcurriendo normalmente con o sin su lucidez.

En una de las ocasiones en las que levantó un párpado para dejar hacer a su ojo las oportunas comprobaciones se encontró con un hombre sentado a su lado. Se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás hasta chocarla contra el cristal de la ventana; el hombre sonrió y le preguntó si se había hecho daño. Ella negó con la cabeza, pero notó el chichón inflarse sobre la nuca.

El hombre era rubio, delgado, de ojos verdes y cabellos lacios algo más largos de lo que se espera en un hombre vestido con un traje azul marino de confección. Entre sus cabellos, bajando desde lo alto de las orejas, asomaban unas gruesas patillas que igualmente desentonaban con la indumentaria, que terminaba con una corbata granate y una camisa azul celeste. Apenas lo miró un segundo y ya sintió su magnetismo. Él aún sonreía y la miró a los labios. Se sintió intimidada y sonrió también. Entonces él acercó su mano derecha por encima de ella y la apoyó en su cadera, justo entre la pared del vagón y el principio de su pierna. Ella se estremeció pero no quiso moverse. Mientras tanto él, con la otra mano, le sujetó la barbilla y la acercó suavemente hasta besar su boca. Ella sintió cómo un escalofrío recorría su espalda y se dejó besar. Notó un cosquilleo en su pierna; todo era cálido, suave y excitante. Después él se fue retirando despacio y la miró, aún sonriente. De pronto se levantó, abrió la puerta del vagón y salió, perdiéndose por el pasillo. El tren llegó a la estación y se detuvo. Se escucharon las notas del xilófono de los anuncios por megafonía. Ella abrió los ojos y se incorporó en el asiento. Miró a su alrededor, hasta fijarse en su bolso abierto. El monedero había desaparecido.

Cuando quiso describir en la estación al ladrón se dio cuenta de que recordaba a Robert Redford. Nunca supo qué había sido lo soñado y qué lo real, salvo el robo. Y el beso, aquel beso inolvidable, nunca supo si fue soñado o vivido.

EL UNIVERSO-OMBLIGO

Esta es la historia de un ombligo cualquiera. Nació doce días después que su dueño, cuando consiguió por fin perder ese trozo de carne ennegrecida que lo taponaba, impidiéndole sobrevenir a este supuestamente perecedero y al mismo tiempo interminable universo. Como agujero era hermoso, porque la carne que lo rodeaba se había allanado y al mismo tiempo arremolinado en forma de espiral. Como elemento útil de la naturaleza no era nada. Tan solo un ombligo. El recuerdo de una antigua utilidad prenatal, cuando el centro geográfico por el que entraba la comida que hacía crecer al bebé como a una planta anunciaba su futura existencia. Aquel momento, cuando ni siquiera existía como ombligo, fue su mejor momento. Después ya nunca fue nada. Ni siquiera un reclamo sexual: tuvo la mala suerte de pertenecer a un hombre con tendencia a engordar y espíritu depresivo. Como mucho pudo llegar a hacerse famoso aquel día en que, de forma simbólica, alguien dijo a su dueño: “te pasas el día mirándote el ombligo”. Pero ni siquiera lo había mirado al decirlo. Solo fue una expresión popular como otra cualquiera.

Nunca tuvo conciencia de su existencia pero, lo que es aún peor, tampoco la tuvo de su inexistencia, que era su verdadera realidad, porque un ombligo, no nos engañemos, no tiene conciencia, un ombligo no es más que un agujero, pero es que además un agujero no es nada en sí mismo, únicamente tiene sentido dependiendo de qué lo rodea.

Pero ah el día en que su dueño murió, ese día se hizo memorable para él, que siguió en el mismo sitio, ocupando el mismo lugar, siendo el mismo agujero que no cambia, dejando que cambiara su entorno hasta ver desaparecer la carne a su alrededor y unirse así con el aire, fundiéndose con el universo entero.

LA LECCIÓN DE SÓCRATES

Mamá nos encargó ir al pueblo a comprar un regalo para la abuela.

-El regalo perfecto es un jarrón para sus flores, siempre que vamos a verla y le llevamos un ramo anda buscando dónde colocarlo; buscad uno que sea grande, pero no demasiado, para que quepan todas las flores pero no les dé aspecto de ser más pequeñas -nos explicó-. ¿Lo habéis entendido? –Mila y yo asentimos-. Bueno, pues venga. Paz, tú llevarás el dinero. Como eres muy patosa, por favor que Mila lleve el jarrón, pero como Mila es tan despistada no le permitas llevar el dinero o lo perderéis.
-Sí, mamá –dijimos.

Esperando el tren nos entretuvimos contando los pájaros que se posaban en el cable. Cuando uno echaba a volar lo restábamos de la cuenta y si eran varios teníamos que contarlos deprisa, pues los pájaros cuando vuelan son muy rápidos y se entremezclan. Mila de pronto dijo: “qué tontería, contemos los que quedan en el cable y ni siquiera habrá que hacer la resta”, y las dos nos echamos a reír. De pronto todos los pájaros echaron a volar, el suelo tembló y el tren apareció a lo lejos.

En la tienda había un montón de jarrones para elegir. Afortunadamente Mila y yo teníamos gustos similares y pronto nos decidimos por un jarrón de barro cocido con un tono anacarado muy elegante. Pagué el jarrón; la dependienta me preguntó si quería envolverlo para regalo y asentí con la cabeza. Después volvió con las vueltas. Dijo: “tomad” y Mila alargó la mano y recogió el dinero, guardándoselo en el bolsillo del pantalón. Yo le dije: “pero Mila, mamá ha dicho que el dinero lo lleve yo”, y ella decidida dijo que mamá era una exagerada y que ella sabía perfectamente llevar dinero en el bolsillo sin perderlo. “¿O soy tonta ahora? A ver si va a resultar que soy tonta”, me dijo sonriendo y yo la comprendí. Al llegar a la estación del tren me di cuenta de que Mila llevaba la zapatilla desabrochada y se lo dije. “Anda, sujeta”, dijo tendiéndome el regalo. El tren entró en la estación en ese momento y el pitido resonó en el andén. “Corre”, le dije a Mila. Se abrieron las puertas y corrimos a subirnos. Al terminar la subida al vagón tropecé con el último escalón y el regalo, que aún sujetaba entre mis manos, se me aplastó contra la barra de sujeción de la puerta. Se oyó el crujir del barro roto bajo el envoltorio. Las dos nos tapamos la boca corriendo y dejamos escapar unas risitas. Entramos al tren y yo abrí un poco el regalo para ver el alcance de la rotura. “Quizá podamos pegarlo”, pensé en voz alta. Mila me dijo: “No, mejor bajemos en la próxima estación y demos la vuelta; aún tenemos tiempo de comprar otro jarrón igual y este nos lo quedaremos de recuerdo”.

Pero, cuando bajamos en la estación siguiente y cambiamos de andén para volver sobre nuestros pasos, Mila se metió la mano en el bolsillo y se dio cuenta de que en algún momento había perdido el dinero de las vueltas.

ASESINATO EN VERDE

Mamá pepino se acercó a papá pimiento y le dijo: “Anda, agarra a los niños y vámonos a casa, que ya es hora de comer”. El papá pimiento se acercó hasta sus hijitos, tomate, cebolla y zanahoria, y les dijo: “Venga, niños, nos vamos a casa”. “No, papá, por favor, un rato más, estamos aquí bañándonos en la piscina con nuestro amigo el cogollo, ahora mismito iba a enseñarnos a tirarnos de cabeza, por favor por favor déjanos”. “Lo siento, pequeños, tenemos que irnos. Si queréis podéis decir a vuestro amigo que venga con nosotros”.

-Te he dicho que laves bien las verduras, no que te pongas a jugar con ellas usando la pila de piscina. Lo estás salpicando todo –dijo la madre mientras arrebataba a la niña los ingredientes para la ensalada y con su cuchillo asesinaba a la toda familia verdura y su amigo el cogollo.

RESIGNACIÓN

En el pinar fui a un árbol, me apoyé y coqueta te llamé con la mano. En el pinar te acercaste a mí y rodeaste con tus brazos mi cintura. Me diste un beso. Poco a poco nos fuimos deslizando hasta el suelo. En el pinar no había nadie más. Solo nosotros dos. Tú deslizaste tu mano bajo mi falda. Yo te miré seria y te dije “no”. Tú me miraste con una sonrisa malévola y moviste la cabeza de arriba abajo, asintiendo, arrimándote más a mí y dejando que tu mano siguiera subiendo como si mi “no” hubiese sido un “no” sordo, fantasma, como si no hubiese recorrido mi estremecido cuerpo abriéndose paso por mi garganta para empujar el aire hacia afuera y salir impulsado vibrando a su paso mis cuerdas vocales, pasando por mi nariz para obligarla a hacer sonar la “n” y redondeándose bien en mis labios, arremolinado hasta formar una “o” redonda como una rosquilla, porque “no” era la palabra que mi cuerpo quería pronunciar, pero tus oídos dejaron entrar las letras sin prestarles la más mínima atención, porque tus oídos estaban escuchando ya tus jadeos que ensordecían cualquier palabra, y mi “no” volvió a escucharse de nuevo pero tú ya habías decidido continuar sin mí, sin tenerme en cuenta, y me habrías poseído igual aunque hubiese estado muerta porque de hecho yo morí un poco en aquel momento y mi quietud era tan grande que yo creo que ni muerta habría permanecido tan inmóvil como me quedé mientras tú me penetrabas sin escucharme, sin mirarme, sin quererme siquiera. Y yo, sin saber qué hacer, cuando todo terminó y recogimos nuestras ropas y nos atusamos los cabellos no tuve más remedio que enamorarme de ti, porque lo único que quería era ser feliz. Y allí, en el pinar, no tuve más remedio que prometerte amor para siempre.

CRUZANDO LÍNEAS

Abrió la puerta con un botellín de cerveza en la mano, masticando un trozo de queso.

-Hola, papá. Pasa, pasa.

El padre entró hasta el salón, seguido por su hijo, que sacó otra cerveza de la nevera y sujetándola en la axila agarró el plato de queso y el abridor y se precipitó hasta alcanzarlo.

-Siéntate; toma, una cerveza.
-Gracias –dijo el padre sentándose en el sillón al tiempo que escrutaba la habitación; la decoración y la pulcritud le confirmaron la capacidad de su hijo para sobrevivir sin la ayuda de sus padres-. Está muy bonito esto –resumió.
-Bueno, a los dos nos gusta la decoración y afortunadamente tenemos los mismos gustos –dijo su hijo sonriente.

Se sentó frente a su padre y con un gesto señaló el queso. Su padre tomó un trozo y comió. Se hizo un extraño silencio.

-Bueno, hijo, cuéntame. Pensé que necesitarías dinero pero no parece ser el problema.
-No lo es, papá, no lo es –dijo, y el silencio que llegó a continuación se hizo incómodo-. Realmente no sé por dónde empezar.
-¿Por el principio? –repuso el padre, intentando distender. Pero su hijo estaba ya ausente intentando encontrar la forma de explicarle la situación.
-Queremos tener un hijo –dijo finalmente.
-Pues me parece una gran idea –sonrió el padre.
-La cuestión no es querer, papá. La verdadera cuestión es poder. Llevamos unos meses intentándolo y no ha ocurrido nada.
-Hay que tener paciencia –interrumpió el padre, pero su hijo no le dejó continuar.
-Lo sé, lo sé, no te preocupes, no necesito un consejo, sino un favor. Déjame continuar, ya he empezado y no quiero parar –su padre asintió con la cabeza sin pronunciar palabra-. La cuestión es que, por asegurar que la paciencia sería una buena estrategia, fuimos al médico y nos hicimos las pruebas de fertilidad. Ángela salió bien, pero yo no. Yo soy estéril.
-¿De verdad? ¿Sin posibilidad de error? –su hijo miró hacia abajo y negó con la cabeza-. Vaya, lo siento.
-Ya, papá, imagino. La cuestión –continuó-, cuando lo supimos, fue decidir qué podíamos hacer. Primero estuvimos pensando en la posibilidad de adoptar, pero Ángela tiene ese instinto de la maternidad y quiere pasar por el embarazo. Además, aparte de que no puedo ser tan cruel como para negarle la posibilidad de ser madre por no tener yo esa opción, teniendo en cuenta que el padre nunca voy a ser yo, es lógico para los dos intentar que al menos la madre sea ella. Eso nos sitúa en la búsqueda de un esperma para inseminarla con él.

Hubo un momento de silencio en el que ninguno de los dos se decidía a continuar. Finalmente el padre tomó la palabra.

-¿Habéis acudido a uno de esos bancos de semen?
-No, papá –de nuevo el silencio volvió a hacerse incómodo-. Hemos estado pensando que al menos nos gustaría que existiese la posibilidad de que se pareciese a mí. Que viniera de mí.
-¿Pero cómo…? –inició el padre, pero de pronto, al mirar a su hijo, vio en sus ojos exactamente lo que estaba queriendo decirle desde el principio y se levantó repentinamente-. ¿Estás, me quieres decir que, te refieres a…? –su hijo asintió con la cabeza.
-¡Papá, no es tan mala idea, sería sangre de tu sangre que es casi como de la mía!
-¡Estás loco! ¡Estás completamente loco! –gritó, y girándose salió rápidamente hacia la puerta, la abrió y se marchó dando un portazo.
-Papá… -acertó a decir en voz muy baja. Ángela asomó desde el dormitorio, donde había permanecido al margen de la conversación, y lo abrazó. Lloraron. Quince minutos más tarde sonó el timbre. Era su padre. “Está bien. Lo haré”. Y los tres se abrazaron riendo entre lágrimas. Pero su padre estaba mirando a Ángela como si le hubiesen dado permiso para acostarse con ella.

EL ASESINO LITERARIO

Sucedió en una cálida tarde de junio. Salió de trabajar furioso, frustrado, defraudado y, al llegar a casa, escribió:

“Caminaba lentamente por la acera cuando un enorme todoterreno perdió el control y de un volantazo entró en su camino atrapándolo en el capó, adhiriéndolo, amasándolo y chamuscándolo con su hirviente motor de explosión en dos tiempos. Aquí yace Don Justo González Gálvez.”

Don Justo era su gerente. Su “líder”, como le gustaba a la empresa llamar a los jefes en la era del nuevo mundo abierto y plural lleno de comprensión y conciliación de los trabajadores entre su vida personal y la profesional. Don Justo al día siguiente no fue a trabajar y alguien llamó y se supo que había sido atropellado por un todoterreno.

No podía negar el impacto de la noticia. Quizá fuese posible que... Solo por probar llegó a casa y escribió:

“Margarita Seisdedos comía su pescado con delectación cuando su nunca vista cara de pánico asomó en su rostro colorado, inflamado, ahogado por una traicionera espina. No llegaron a tiempo. Aquí yace Margarita Seisdedos Pérez.”

Margarita Seisdedos, su suegra, falleció al día siguiente por asfixia mientras comía una deliciosa ración de merluza a la gallega cocinada por ella misma. Quizá si no hubiese estado sola alguien pudiera haberla ayudado a recuperarse, pero no fue así.

Dios mío, no puede ser. Solo una vez más, quiso pensar, para asegurarse. Y escribió:

“El ilustre escritor Don José Manuel Peralta, Premio Nacional de Literatura, ha sido atacado por unos asaltantes en la puerta de su hogar de la calle Sigüenza. Los delincuentes le han asestado tal paliza que a pesar de los esfuerzos de los médicos del Samur ha llegado al Hospital de Elorriaga sin haber logrado su recuperación. Ingresó cadáver. Aquí yace Don José Manuel Peralta Ruiz.”

Nunca le había caído bien. Y exactamente eso fue lo que ocurrió al día siguiente con el ilustre escritor Don José Manuel Peralta.

En esa tercera ocasión ya él se preguntó si sería un visionario o, por el contrario, un sencillo hijo de puta. Sin capacidad de respuesta, escribió y escribió pequeñas reseñas, noticias en las que el resultado final siempre era una muerte cercana. Asesinó a su vecina, que tampoco le caía bien; a su director, que era tan mala persona como lo había sido antes su gerente; a su ex mujer, por infiel y zorra, incluso a un señor que le contestó mal en la sala de espera del médico. Finalmente llegó hasta la comisaría de su distrito y entró suplicando su detención. “Compréndalo, sargento, necesito que me detengan. He asesinado ya a catorce personas. No puedo continuar así”. El sargento lo miró y dijo: “Vamos, déjese de locuras, váyase a casa, sáquese una cerveza y un poco de pan o una galleta y duérmase masticándola frente al televisor. Es el mejor plan que existe”. “¿No lo entiende? Si no me detiene me veré obligado a escribir su propia noticia”. El sargento levantó la vista, incrédulo, y volvió a bajarla de nuevo. Hizo un gesto a uno de los chicos que lo acompañó hasta la calle.

El sargento Valcárcel estaba rellenando un impreso cuando un extraño sopor le sobrevino, cayendo este dormido sobre la mesa, con tan mala suerte que encajó su bolígrafo Parker de punta fina en la cuenca de su ojo, reventando este y llegando hasta la masa encefálica que se derramó sobre su informe inutilizando su contenido junto con su vida. Aquí yace, aquí mismo, el escéptico sargento Valcárcel.

En ese momento se dio cuenta de que estaba empezando a disfrutar.

MARÍA PERSECUTORIA

Escuchó la grabación que anunciaba por megafonía su estación de metro y se levantó. A su lado había un chico joven que le pareció muy atractivo. En la estación bajaron los dos y se encaminaron a las escaleras. Subieron las escaleras y llegaron a un pasillo que terminaba en las escaleras mecánicas de salida. Atravesaron el pasillo y subieron. Al llegar arriba, se dirigieron hacia la salida que indicaba “pares” y subieron las escaleras hacia la calle. Siguieron calle abajo. Torcieron por la segunda a la derecha. En ese momento ella volvió a mirarlo de nuevo, en tono de sospecha. Continuaron caminando por la calle hacia abajo, atravesaron la avenida principal y bajaron otras dos calles para torcer por la siguiente hacia la izquierda. Ella volvió a mirarlo de nuevo, esta vez molesta. Él la miró indiferente, con un gesto de coincidencia. Al llegar al portal del número 27 ella se paró en seco y casi se choca con él, que también se paró en ese portal. Llamó al piso tercero izquierda y él la miró sorprendido. A esas alturas, ella no sabía si sentir miedo, pues él no hacía nada, ni marcharse ni llamar a algún otro piso. Estaba allí parado observándola.

-¿Quién?
-¿Ángel? –dijeron los dos a la vez. Sonó el crujir accionador de apertura de la puerta, pero atrapados en su propia reacción ninguno de los dos llegó a empujar a tiempo.
-¿Yaa? –dijo Ángel a través del aparato.
-¡No! –volvieron a pronunciar al mismo tiempo. Ahora Ángel apretaba el botón durante un buen rato y los dos pudieron empujar.
-Tú... –comenzó a decir él.
-Yo... Soy amiga de Ángel –respondió ella.
-Yo también –le dijo él.
-¡Qué casualidad! –rieron.
-¿Cómo te llamas?
-María. ¿Y tú?
-Bonito nombre. Yo Pablo.
-Bonito nombre también. Encantada, Pablo –se besaron en las mejillas.
-Es gracioso, ¿verdad? ¿De qué conoces tú...?
-¿Subís o qué? –dijo Ángel a través del micrófono.

Pero no subieron.

LA DECISIÓN ROTA

Estaba completamente decidido a decírselo y con esa firme decisión llamó a la puerta.

—Pasa —le dijo—, estaba a punto de acostarme.
—Oh, entonces —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
—No, no te preocupes. Charlaremos un rato.

Él entró y ella cerró la puerta. Abrió la nevera y sacó dos cervezas. “Gracias”, alcanzó a decir, pero ella ya se había ido hacia su habitación. Al pasar por el salón tras ella su madre dormitaba en el sillón atolondrada por el arrullador sonido de la televisión. Apenas un leve “buenas noches” sonó como un susurro entre conversaciones de personajes que iban y venían por la pantalla. La madre ni siquiera abrió los ojos. Continuó su persecución hasta su habitación; la encontró sin camiseta, en sujetador, revolviendo una silla llena de ropa amontonada en desorden. “Buf, buf”, bufaba, mientras supuestamente buscaba su pijama. Al verla sin camiseta tímidamente se apartó de la puerta, pero ella en seguida le hizo una seña mientras decía “pasa, pasa, no seré la única chica que hayas visto, ¿verdad?”, a lo que él iba a responder pero entonces ella encontró el pijama y exclamó un “¡aquí está!” mientras quitándose el sujetador dejaba al descubierto sus redondos senos durante unos segundos para volver a esconderlos de nuevo bajo el encontrado pijama. Después se quitó los pantalones y quedó en bragas, haciéndole sentir nuevamente incómodo, pero esta vez no se apartó pues ya conocía el argumento. Se puso el pantalón del pijama y se volvió hacia la mesa buscando su cerveza. Dio un largo trago y lo miró sonriente. “Bueno, aquí estás”, le dijo. Él sonrió. Entonces abrió un cajón y sacó un bote de desodorante de hombre. Pulsando el vaporizador impregnó toda la habitación, orientándolo especialmente hacia la cama. Iba a preguntarle qué hacía pero ella pareció intuirlo y le dijo: “me encanta este desodorante porque huele a él, me gusta dormirme oliendo a él”. ¿Él? ¿Cómo él?. En ese momento entró su madre en la habitación y dijo:

—Buenas noches, David. No te ofendas, pero es la hora de dormir. Nuria lleva un estricto horario y lo mejor sería que se fuese ya a descansar.
—¡Mamá! — rezongó ella.

Al salir del portal, cuando arrancó a caminar arrastrando los pies hacia su casa, se escuchó de pronto a sí mismo diciendo en voz alta: “¡Ni siquiera he podido hablar!”.

TU NOMBRE PUEBLA TU VIDA

De niña, Elsa tenía unas manos preciosas, con dedos finos y largos, ágiles, delicados y blancos como las teclas de un piano. Como no podía ser de otra manera sus padres la llevaron a clases y pronto se convirtió en una virtuosa. Cuando tocaba parecía como si con sus dedos llenara el piano de música, como si fuera invadiendo suavemente cada tecla y el piano, cómplice, devolviera su plenitud musical llenando la sala de notas que entraban en la piel de los espectadores y viajaban por debajo, erizándola, hasta llegar al corazón, donde la emoción crecía hasta llegar a la mente y devolver el mismo cosquilleo en señal de agradecimiento. Porque el placer de escuchar a aquella niña tocar únicamente podía hacer al oyente sentirse agradecido.

Con sus sublimes y agraciadas manos caminaba Elsa por la vida, de acá para allá, yendo y viniendo, llevándolas al colegio y regresándolas a casa y, con ellas, agarrando bolígrafos, cuadernos, libros, cuentos, muñecas, cubiertos, servilletas, dejando entrar anillos, pulseras, chocándolas contra otras manos o dejándolas calentar bajo las nalgas en la silla de la escuela.

Un día agarró una cazuela de agua que hervía a borbotones con sus ágiles, delicados, largos y finos dedos, blancos como teclas de un piano, tan suaves que se deslizaron y tropezaron derramando toda el agua sobre ellos. Sus gritos se escucharon a través de las teclas del piano y retumbaron en la habitación, expandiéndose hacia fuera, penetrando en la piel de los vecinos, erizando su vello y llegando hasta el corazón para tomar fuerza, subir hasta la mente y provocar sentimientos de horror y tragedia.

Los dedos se retorcieron al son del dolor y quedaron deformes, huesudos, torcidos, rugosos y rosados como el vientre de una geoda. El piano ocupó un solitario y nostálgico rincón de estética romántica.

Un día tuvo un hijo. Lo llamó Frédéric. Le miró las manos al nacer y comprobó sus largos y finos deditos haciendo promesas a sus quemadas manos. Frédéric porque así se llamó Chopin. Frédéric porque sería pianista.

—Papá, ya no quiero tocar más el piano. Me aburro —dijo Frédéric.

Y su padre tuvo que narrarle esta historia.

LA ATRACCIÓN ELÁSTICA

En el paseo, una pareja con aspecto hippie había montado un extraño armazón ensartando tubos de aluminio hasta formar un esqueleto de cuatro esquinas de las que colgaban, sobre cuatro paredes ficticias, unas enormes gomas elásticas sujetas a cuatro arneses. La madre y la niña se habían parado a mirar aquello cuando un niño se acercó y pagó su cuota por subir. La madre y la niña pudieron ver como ataban al niño al arnés y, tras sujetarlo mientras tiraban de él hacia abajo, tensando las gomas, lo soltaban, saliendo el niño disparado hacia el cielo, llevando las gomas hacia el otro extremo hasta volver a tensarse y retornar de nuevo hacia abajo, donde sus pies chocaban contra una base elástica sobre la que se agachaba para tomar impulso y volver a subir de nuevo. Parecía que el niño volaba, en un interminable vaivén, de arriba abajo, subiendo y bajando y obligando a los espectadores a seguirle, formando una alfombra de cabezas que, como girasoles en busca de luz, subían y bajaban al ritmo del niño. El hippie se acercó hasta él y le dio algunas indicaciones; después empezaron a practicar la forma de girar hacia atrás para dar una voltereta aprovechando la subida, de forma que el niño pudiese alcanzar el cielo rodando sobre sí mismo, llegando hasta arriba cabeza abajo, cambiando la sensación liberadora de acercarse al cielo por la emoción de alejarse vertiginosamente del suelo. El niño reía divertido y, aunque con dificultad, finalmente logró dar la vuelta en el aire sin ayuda. La niña miró a su madre iluminando los ojos y al mismo tiempo dejándolos caer entristecidos en esa suplicante mueca infantil que mezcla el sí con el no, la  autorización y la negativa, preparada para inclinarse por uno u otro gesto en espera de la respuesta materna, pero la madre le hizo una indicación bajando la palma de la mano pidiendo calma y la niña tuvo que dejar su gesto en suspenso. Mientras, el niño reía y gritaba divertido, entretenido con sus volteretas. Al rato el hippie volvió a pararle de nuevo y, tras nuevas indicaciones, comenzó a tirar de él hacia sí, fuertemente, de modo que al soltarlo salió volando, además de hacia arriba, hacia fuera. Sus gestos eran de pánico, pero la sonrisa que los acompañaba indicaba que era un pánico agradable, buscado. Cada vez lo agarraba más fuerte y lo lanzaba más lejos. Cuando lo hizo por última vez, la madre supo lo que iba a ocurrir apenas una décima de segundo antes de que el niño interrumpiera bruscamente su vaivén, dejando las cabezas que bailaban a su ritmo detenidas perentoriamente en dirección al saliente de las rejas del parque frente al que se encontraban, y apenas tuvo tiempo de tapar con su mano los ojos de la niña que no alcanzó a ver como se clavaba en aquellas rejas, insertado en ellas como un palillo en una aceituna, las gomas elásticas en tensión, mientras las caras de pánico perdían para siempre su sonrisa y la de aquel hippie se desencajaba en una mueca de horror contemplando como el niño había perdido los gestos y dejaba caer pesadamente su cabeza y sus brazos, desmayado o muerto, mientras un río rojo resbalaba por su pequeña camisa de pequeños cuadros verdes y las gomas tiraban de él y lograban finalmente sacarlo de las rejas para hacerle bailar de un lado a otro ante un pavoroso silencio sobre el que se escuchaba, como un clamor, el crujir burlón de las gomas oscilando como un péndulo.

EL MENSAJE SIN DESTINO

Debajo del árbol Yoshi vio una piedra. Debajo de la piedra había un agujero. Por el agujero salía un cordón. Tiró del cordón y sacó una caja metálica de galletas. Dentro de la caja metálica de galletas había otra caja de plástico transparente. Y dentro de la caja de plástico transparente, un sobre. En el sobre había una llave unida por un pequeño llavero a una cartulina que decía: “Busca bien bajo el árbol”. Yoshi se enfadó: “¡Es un fraude!”. Volvió al árbol y revisó la piedra que tapaba el agujero en el que se encontraba el cordón tirando del cual había sacado la caja metálica que contenía la caja de plástico transparente con el sobre en el que había encontrado la llave. No encontró nada nuevo. “¡Estúpido farsante!”. Mirando perdido hacia el agujero vio de pronto otro cordón. “¡Vaya!”. Tiró de él y extrajo otra caja, una caja verde con una cerradura, y la lógica le llevó hasta la llave encontrada previamente. Introdujo la llave en la cerradura, giró y... ¡Zas! La tapa de la caja verde se abrió. Dentro, tan solo un papel viejo doblado en cuatro partes. Lo desdobló y leyó: “Te quiero”. Junto a esas dos palabras, un plano dibujado torpemente, como intentando imitar los mapas del tesoro, indicaba una dirección. Intentó interpretar aquel plano en el que aparecía dibujado un árbol que supuso sería el árbol bajo el que se encontraba. Se colocó de espaldas a él y con el plano en la mano bajó la cuesta hasta la carretera, tomó esta por la izquierda y echó a andar hacia la siguiente manzana. Según decía aquel plano la segunda casa después de pasar aquella manzana era su destino. La casa estaba abandonada y semiderruida. Tras el balcón, unas cortinas raídas escondían el secreto de su interior. Estuvo tentado de entrar, pero finalmente decidió no hacerlo. Guardó el papel, doblándolo de nuevo previamente, en la caja, la cerró con llave y sin sacar la llave de la cerradura colocó con cariño la caja encima del buzón y se fue caminando.

Nunca supo quién o cuándo había vivido allí, pero pensó: “debió haberla amado tanto”.

EL FUTURO QUE NO ACABA EN PRESENTE

Sentada en la terminal, con los pies y las rodillas muy juntos, lo esperaba su muñeca rusa. "Muñequita rusa, muñequita rusa, eres mi preciosa muñequita rusa, me muero por verte y estar contigo". Sobre las rodillas descansaba el bolso de piel acartonada por las reiteradas limpiezas. La falda cortaba por sus piernas a la altura de las rodillas y dejaba salir las pantorrillas que terminaban en unos sencillos zapatos viejos. Su cabello, recogido distraídamente, le daba un aspecto aún más desarreglado. Supo que era ella nada más verla. Él no miró su bolso raído ni sus zapatos gastados, ni siquiera sus piernas tan juntas o las manos cruzadas sobre las rodillas. Solo vio su boca de muñequita rusa, sus gruesos labios rojos sobre su pálido rostro. Sintió deseos de besar esos labios, pero permaneció un rato mirándola en silencio, paladeando su tan cercano futuro junto a ella. De pronto, dos hombres entraron en la sala y se colocaron a ambos lados de ella; uno parecía llevar un arma y acercándola apuntó entre sus costillas. Le hicieron levantarse y se la llevaron, sujeta de los brazos, a su muñeca rusa. Sergio vio como salían y desaparecían para siempre sin moverse, paralizado por el sobresalto y por la visión de aquella arma. Se acercó al asiento vacío que poco antes había ocupado su linda muñeca, se sentó, juntando mucho las piernas y cruzando las manos sobre sus rodillas, y así permaneció durante horas. Nunca más volvió a verla.

LA LEYENDA DEL OCASO PERPETUO

Érase una vez un avión que volaba hacia el oeste al atardecer. Se emocionó el piloto con la hermosa estampa del sol dejando los últimos rayos del día sobre el horizonte y tanto fue así que olvidó su destino y se entregó a perseguir el eterno ocaso, dando sin parar vueltas alrededor de la Tierra. Y narra la leyenda que el Sol, halagado por tan entregada admiración, proporcionó al avión la energía solar que necesitaba para continuar siempre volando y nunca agotar su combustible. Y dicen los que cuentan esta leyenda que por eso siempre al ponerse el sol, si se mira bien, se ve un avión en el horizonte.

NO TE VAYAS SIN DECIRTE QUE TE AMO

Imelda lloraba enternecida, rodeada de compañeros que sonreían tan enternecidos como ella; en el aire flotaba la tensión de las lágrimas contenidas. Abrió el paquete y sacó una preciosa pluma dorada en la que se leía: Tus compañeros que te echan de menos, junto a la fecha de ese mismo día. Dio las gracias y, tragando constantemente saliva, dijo: “yo también os echaré de menos a vosotros”. Otra compañera entró con un precioso ramo de flores. Imelda no pudo contenerse por más tiempo y derramó una lágrima. Los compañeros sonreían, satisfechos, buscando la emoción. Finalmente, Imelda lanzó un beso general para todos, descolgó el abrigo del perchero, se lo puso, se colgó el bolso, tomó el ramo de flores con una mano y la pluma dedicada por el otro y salió en busca de su nuevo destino. Un último giro de cabeza para un último vistazo al lugar que durante tantos años la había acogido. Echó a andar, casi cabizbaja, hacia la estación de tren.

Eduardo corrió hacia la puerta, salió afuera y miró hacia todas partes buscando a Imelda. La vio bajando las escaleras de la estación y corrió hacia ella. Al alcanzarla, gritó: “¡Imelda!”. Agarrándola por el hombro, la giró y mirándole a los ojos le dijo: “Imelda, yo... yo... hace ocho años...”. “¿Qué?”, dijo Imelda, y sus labios se prepararon para escucharle. “Te amo”, dijo, y allí mismo se besaron apasionadamente.

Todos los compañeros miraban por la ventana.

HAY AMORES QUE MANCHAN

En el restaurante, llega el camarero con la paella. Estrella se levanta recordando que no se ha lavado las manos y desaparece por el pasillo en dirección a los lavabos de señoras. Fernando, nervioso, juguetea con el anillo en el bolsillo de su chaqueta, haciéndolo girar entre los dedos. El camarero sirve los platos, deja la paellera a un lado de la mesa con el arroz sobrante y desaparece por la puerta de la cocina. Fernando observa el plato de paella y de pronto siente una disparatada inspiración: agarra la cigala del plato de Estrella y, sujetándola por la cola, le desliza el anillo hasta encajarlo a la altura de la cabeza. La cigala tiene ahora un precioso anillo de oro con un brillante engarzado en forma de flor. “Está guapísima”, piensa Fernando mientras va a colocar la cigala de nuevo en el centro del plato de paella, pero justo cuando va a allanar el arroz en el plato para dejar la cigala sobre él, protagonizándolo, sale Estrella al fondo desde el pasillo y Fernando abandona la cigala quedando ésta revuelta entre el resto de ingredientes en un salón de baile improvisado en el que apocadas gambas, sonrientes almejas, soberbios mejillones y una muchedumbre de granos de arroz por la que los guisantes pasean en franca minoría se mueven al ritmo de la música del local. Fernando disimula y comienza a comer. Estrella también come, aparentemente sin fijarse en la cigala vestida de oro y brillantes. Va apartando la cigala a un lado, como dejándola para el final; Fernando está nervioso pero no quiere decir nada para no estropear el mágico momento. El arroz se está acabando y Fernando no puede más; no parece que Estrella sienta interés por la cigala y empieza a dudar de que vaya a comérsela. No puede aguantar y le pregunta: “¿no te gustan las cigalas?”, “sí”, responde ella, “pero es que mi cigala tiene un anillo insertado”. “¿Ah, sí?”, disimula Fernando, “sácalo a ver cómo es”, “no me atrevo, podría ser de una mujer que ha muerto en el mar y su anillo se ha insertado de alguna manera en la cigala”, “no sé, eso me parece muy retorcido, también puede ser, mucho más fácil, que lo haya puesto yo ahí”, “¿pero para qué ibas a hacer esa estupidez?”, “porque te quiero”, “¡anda ya, no digas bobadas, ese anillo no es tuyo!”, “que sí, lo juro, sácalo y lee la inscripción del interior”, ella saca el anillo y lee, y se levanta y grita y saltando de alegría se acerca a Fernando y lo abraza, con las manos manchadas de cigala sujeta su cara y lo besa apasionada, alocadamente, poniéndose el anillo y comprobando que está hecho a su medida, tocándolo todo con las manos sucias de cigala, acariciando su nuca, impregnando su chaqueta, pringando sus orejas.

EL TIESTO EN EL BALCÓN

Sobre el balcón colgaban doce macetas con doce geranios en doce tonalidades diferentes. Doce personas que transitaban por la calle pasaron justo debajo del balcón en el momento en que una de las doce macetas se desprendió de su sujeción, cayendo al suelo. Pasó la maceta justo delante de uno de los doce transeúntes, cayendo ante sus pies, y detrás de otro que volvió su cabeza al escuchar el ruido. Otro de esos doce transeúntes tuvo que detenerse al ver que su precedente se detenía delante de la maceta esparcida por el suelo.

-¡Ten más cuidado, idiota!

Y, en el balcón, la dama-hidra de doce brazos con doce regaderas miró hacia abajo y dejó salir una lágrima justo antes de cortarse el brazo ahora sobrante. Once macetas de once geranios con once tonalidades y su hidra-madre de once tentáculos con once regaderas verdes. Y, como era de esperar, un transeúnte cruzó la calle.

EL PERJUICIO PROPIO

Merlín se encontraba perdido sin su anillo. Se sentó en una roca del camino y apoyó la cabeza entre sus manos, desolado. El cuervo se acercó hasta él y le picoteó el cabello para llamar su atención. Cuando levantó la vista, echó a volar hacia el fondo del camino y se detuvo casi al final, junto a un caminito muy pequeño que arrancaba desde aquel. Merlín comprendió el mensaje que el cuervo trataba de transmitirle, se levantó y caminó hasta allí. Entonces el cuervo voló por ese camino, seguido por Merlín, hasta llegar a una pequeña cueva junto a un árbol. El cuervo revoloteó sobre la entrada a la cueva y graznó varias veces señalando el camino. Merlín se asomó y después volvió la cabeza y miró al cuervo, esperando una señal, pero el cuervo, por algún motivo, había decidido esperarlo fuera; graznó unas cuantas veces más y Merlín finalmente se decidió por entrar. Dentro se adivinaba un largo pasillo, pero la oscuridad era total. De pronto a lo lejos apareció un pequeño punto de luz que, tremulante, fue haciéndose más grande en señal de acercamiento. Merlín permaneció completamente quieto, sin mover ni un músculo, solo atendiendo al movimiento de la luz, que poco a poco fue mostrando una pequeña hada de pequeñas alas emplumadas y enormes orejas. Llevaba un objeto metálico entre las manos que sujetaba con excesivo cuidado. Cuando llegó hasta él, extendió la mano y le ofreció el objeto, sonriendo.

-Ten. Funciona igual que una brújula, pero con los objetos que quieres encontrar. Solo tienes que desearlo fuertemente, pensar intensamente en el objeto que desees, y la brújula te señalará dónde se encuentra.
-Pero... ¿Cómo? –preguntó asombrado.
-Funciona igual que la brújula normal, pero en vez de bailar sobre un imán lo hace sobre Gimsha, la piedra de los deseos.
-¿La piedra de los deseos?
-Sí. Es una piedra que se forma en el fondo de las fuentes de los deseos. Cuando el metal de las monedas va disolviéndose en el agua, esta a su vez va penetrando en la piedra de la fuente y la convierte en la piedra de los deseos. Es una piedra muy escasa, porque para que se forme han de caer muchas, muchas monedas en la fuente, impregnadas de muchos muchos deseos, para que la fuerza de esos deseos se acumule en el agua en cantidad suficiente como para devolvernos lo que más deseamos.
-¿Y yo? ¿Qué debo darte a cambio?
-Nada. Esta brújula es tuya. Me la dio Viviana para ti. Según dijo estaba en deuda contigo.

Merlín tomó la sorprendente brújula entre sus manos y pensó en su anillo. Pensó lo más fuertemente que pudo, pensó tan intensamente que cerrando fuertemente los ojos podía verlo como había visto al hada brillar súbitamente en la oscuridad. Después miró la brújula, cuya aguja señalaba hacia la salida de la cueva, de modo que se encaminó hacia la salida, donde el cuervo aún lo aguardaba graznando. Cuando salió de la cueva y adelantó al cuervo la aguja viró rápidamente hasta señalar de nuevo la entrada. Merlín se acercó y la aguja comenzó a trastabillarse y dar leves giros, titubeando.

—Este trasto no funciona —gruñó.

Entonces el cuervo se alzó revoloteando hasta posarse sobre una piedra del camino. La aguja giró hasta colocarse en dirección a él. Merlín comprendió entonces que su cuervo se había tragado el anillo.

SEXO CONSENTIDO Y SIN SENTIDO

Abrió la puerta y entró. “Con permiso”. El director se quedó mirándola de arriba abajo mientras se inclinaba a buscar los dossieres en el armario. La postura le ajustó la falda, marcando sus curvas. Al salir, el director miró a su colega y dijo: “Qué buena está, ¿eh?”.

Por la tarde ella se levantó a recoger el abrigo y él la vio caminar desde su despacho. Levantó el teléfono y marcó su número. “Tengo un par de cosas urgentes, ¿podrías quedarte un rato?”. Resignada, volvió a colgar el abrigo de nuevo en el perchero.

-Pasa, pasa –le dijo cuando, una vez terminado el trabajo y enviado el archivo, entró a despedirse-, repasemos todo un momento, por favor. No quiero dejar cabos sueltos. Siéntate –Y acomodó junto a él una silla que le ofreció sonriendo.

Ella se sentó. Él la miró lascivo, tan lascivo que ella pudo sentir su mirada paseándose por su cuerpo. Se acomodó en la silla y tiró de la falda hacia abajo todo lo que pudo. Pero la mirada de él no paraba de tirar de la falda en sentido contrario. Hubo un silencio que le hizo sentirse aún más incómoda, mientras que se podía percibir en el aire la excitación de él. Hablaron unos segundos del trabajo, aclarando conceptos, y finalmente él interrumpió la conversación para mirarla y decirle: “es un trabajo excelente, eres muy buena”, a lo que ella respondió casi balbuceando un tímido “gracias”, y él añadió: “sé que llegarás muy alto en esta empresa; lo veo en las personas y yo nunca fallo”, esta vez ya acercando su mano hacia el cabello de ella, que entre halagada y atemorizada sonreía sin moverse, pues el miedo le empujaba hacia atrás pero con la misma fuerza el halago tiraba de ella hasta hacerla permanecer inmóvil, con un leve temblor que aún excitaba más al director. Entonces él siguió mirándola pero ya no hablaba, solo dejaba que su mano se hundiera aún más en su pelo, hacia atrás, sobre el cuello que dejó salir un leve estremecimiento, y él atacó con la otra mano, colocándola en la pierna, mirándola, acercándose a ella, que aún estaba tan quieta como una estatua, petrificada por la invasión, mirando hacia delante por más que el director se encontrara a su lado, con las piernas en tensión en la misma postura que habría adquirido un maniquí en la silla de un escaparate, y él deslizaba ya la mano por debajo de su falda y entonces ella reaccionó y lo miró pero antes de apartarle la mano él ya estaba anidándose en su boca, dejando entrar su lengua y pasearse entre sus dientes, y ella volvió a su quietud mientras él ya tenía la mano entre su sexo, de pronto ella no sabía cómo había logrado esquivar sus medias, toda su ropa interior, cómo la mano que estaba en el cuello ya se deslizaba hacia abajo por el escote y entraba hasta su seno derecho, y ella con los ojos abiertos intentaba encontrar un punto de referencia que la sacara de aquella horrible experiencia, un cuadro con unos dibujos a lápiz de piezas mecánicas colgado sobre la mesa, dejándole tirar de la falda hacia arriba, tal y como había hecho con la mirada, pero esta vez con las manos, permitiéndole levantarla de la silla e inclinarla de espaldas sobre la mesa, no impidiéndole separar sus piernas para penetrarla, mirando una vez más el cuadro y examinando cada pieza dibujada línea a línea, su colocación en el plano, las tres dimensiones y las perspectivas, mientras escuchaba los suspiros de él junto a su oído y se canturreaba una canción cualquiera internamente para ignorarlos, para olvidar lo que estaba ocurriendo ya incluso mientras estaba ocurriendo, dejándole hacer, porque asumía que si no le dejaba hacer su prometedor futuro se habría acabado para siempre.

LOS BAJOS VUELOS

Se quedaron quietos, en silencio, aguzando el oído hasta comprobar que el coche ya se había alejado lo suficiente. Entre divertidas risas cómplices y empujones salieron de la habitación y corrieron al garaje. Tras la tabla que alguien había apoyado en la pared unos años atrás descansaba el artilugio. “¡Con cuidado!”, gritó el hermano mayor, y los demás de un unísono “chsss” le recordaron que no era muy buena idea airear a los cuatro vientos lo que iban a hacer, no fuera a escucharles algún vecino con ganas de responsabilizarse de sus actos y se les estropeara todo el plan.

Una vez extraído el artilugio empezó la pelea por lanzarse primero. “Esperad, esperad”, dijo el mayor, “mejor lancemos primero un objeto, así nos aseguraremos de que no nos ha fallado nada”. Hubo un segundo de silencio en que los demás lo miraron, pero se rompió al segundo siguiente y continuaron peleando como si el silencio hubiera desaparecido entre los árboles. Finalmente lo echaron a suertes. Dani fue el afortunado. Coreado por sus hermanos, Dani subió primero a la azotea, seguido por aquellos. Julián iba el último, como hermano mayor, sujetando el ala de cartón endurecido con cola blanca.

Una vez arriba uno de ellos hizo una seña con el dedo para que nadie hiciese ruido, pues una posible localización sin duda despertaría las alertas en todos los vecinos. Dani se colocó el artefacto sobre los hombros, sujetando el armatoste triangular con los brazos. Julián se alegró de que Dani fuese el primero, pues sin duda era el más fuerte de los cuatro hermanos. Se echó despacio atrás todo lo que le era posible, incluso algo más allá de la punta del tejado, donde empezaba a descender hacia el otro lado, y miró a sus hermanos. “¡Espera! ¡El casco!”, dijo Julián, siempre tan responsable, y bajó corriendo a buscarlo. Dani se dejó colocar el casco sin oponer resistencia, ocupado como estaba buscando la postura de despegue; Julián abrochó de un “click” la correa bajo la barbilla y se retiró hacia atrás con sus hermanos, sentándose en el borde del tejado con las piernas cruzadas, como espectadores de un guiñol improvisado.

Dani miró una vez más, a duras penas sujetó su armatoste con una sola mano para santiguarse con la otra, agarró fuerte y gritó un “¡Aaaaaadióooooos!” que resonó en toda la calle. El armatoste sorprendentemente se elevó sobre el árbol frente a la casa. Era increíble. ¡Estaba volando! Sus hermanos lo miraban con los dedos en la boca, entre excitados y entusiasmados; un vecino que había salido al escuchar el grito se quedó boquiabierto viendo volar a Dani, que ya giraba al final de la calle. Salieron más vecinos, muchos más, y en poco tiempo hubo un corro que observaba como Dani era ya capaz de girar y volver a casa para sonreír, sin soltarse, mirando a sus hermanos. De pronto una de las vecinas salió y dio un grito tan estridente que Dani giró bruscamente la cabeza, lo que le desestabilizó; hizo un movimiento en sentido contrario para recuperar la estabilidad, pero ya viajaba por debajo de los tejados y sintió que irremediablemente había llegado el momento de aterrizar. El aterrizaje fue un desastre: no fue capaz de elevar el ala en el último momento para poder posarse sin dolor y sus piernas se estrellaron contra el suelo, rompiéndose al momento los dos fémures. Pero cuando en el hospital el médico lo escayolaba, mientras los demás esperaban fuera, su expresión sonriente, casi a punto de estallar en carcajadas, daba a sus gritos de dolor un aspecto extraordinario.