MISTERIOS QUE NADIE COMENTA

Tendía la ropa en el patio de casa cuando escuchó chistar a alguien tras los arbustos. “Chist, chist”, se escuchaba, pero se asomó y no veía a nadie. Siguió tendiendo, encogiéndose de hombros, pero el “chist chist” volvió a sonar de nuevo. Se acercó hasta los arbustos; un hombre minúsculo, enano, se escondía tras ellos. Le hizo con el dedo una señal para que le siguiera y salió correteando con sus piernecitas a lo largo del seto hasta desaparecer de pronto. Ella corrió hasta donde había visto desaparecer al enano, pero al llegar no vio nada. Iba a darse la vuelta cuando decidió dar un paso más hacia delante; el suelo de aparente hierba cedió bajo sus pies y cayó a un túnel por el que resbaló un buen tramo hacia abajo, quizá más de doscientos metros. Al llegar, un escalón le obligó a culetear contra el suelo.

Un pasillo que terminaba en una abertura con forma de arco anunciando la existencia de una posible cueva o estancia más grande se abría frente a ella. No había otra salida, de modo que decidió avanzar por él hasta ver qué había al otro lado. Se dio cuenta de que no podía ponerse de pie, pues el hueco no medía más de un metro y medio de alto. Dudó un instante si avanzar de rodillas, lo que le dejaba las manos libres, o a gatas, mucho más rápido y cómodo; como el pasillo no era muy largo se decidió por dejar las manos libres y avanzó en la misma posición en la que se rezan las oraciones, lo que le inspiró, ante la inquietud de no saber cuál sería su destino, a recitar entre dientes algunas de las que podía recordar, aun a pesar de la falta de práctica.

Al llegar al final del pasillo, muy despacio, asomó la cabeza por la entrada: una gran cueva emergió ante sus impactados ojos. Miró hacia arriba, hacia el techo de la cueva, imaginando el poco espacio entre aquel y el suelo por el que los ciudadanos, probablemente, paseaban en ese momento al otro lado, y pensó que no podía ser demasiado grande; después empezó a escudriñar a su alrededor y observó que había caminos y escaleras por todas partes. Cruzó el umbral y se levantó. Entonces observó que la cueva era muy profunda y que todas las escaleras descendían hacia el fondo de ella por distintos ángulos. Se acercó hasta la escalera más cercana y miró hacia abajo; un montón de enanos paseaban de un lado a otro llevando y trayendo objetos que no acertó a adivinar. Muy despacio fue descendiendo por las escaleras hasta abajo, intentando que el sigilo mantuviera oculta su presencia. Al llegar abajo se fue agachando hasta sentarse en los escalones; desde allí podía ver que lo que llevaban los enanos eran calcetines, montones de calcetines, que iban amontonando en una de las esquinas de la habitación. Al otro lado de la estancia había distribuidos, en grupos de tres, distintos enanos, que entonces se le antojaron gnomos, realizando diferentes actividades: tres mujeres tejían con un ganchillo los calcetines uniendo unos a otros hasta formar una bonita colcha de colores; tres hombres rellenaban unos calcetines con otros para entregárselos a otros tres que los cosían hasta formar redondas pelotas de juego; otras tres mujeres bordaban y cosían un doblez en los calcetines para hacer gorros que solo cabrían en sus pequeñas cabecitas; otros anudaban unos a otros para hacer interminables cordones.

De pronto uno de ellos sonrió y se acercó hasta ella, que descubrió que todos conocían su presencia, y le dijo:

–Ayer la escuchamos discutir con su marido y no quisimos que por nuestra culpa tuviera más conflictos. Por eso está usted aquí ahora, para que pueda ver con sus propios ojos el destino de sus calcetines desaparecidos. Y ahora que ya lo conoce, tiene que volver y no decir nada a nadie de lo que acaba de ver, pues de otro modo tendremos que provocar un movimiento de tierra para desplazarnos a otro lugar y eso, señora, puede resultar una catástrofe.
–Dios mío –alcanzó a decir ella.
–Y eso, señora, en el caso de que no la creyeran loca –añadió–. Y ahora, salga por este pasillo –dijo señalando a su derecha un hueco oscuro–; le llevará hasta el mismo lugar por el que cayó.

Y así fue como conoció por fin la respuesta al famoso misterio de los calcetines desparejados y, de paso, supo cuál es el factor desencadenante de los movimientos de tierra.

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