EL HOMBRE DEL LADRILLO


Andando por la calle, como cualquier otro, entre mujeres que iban a hacer la compra semanal, adolescentes que se empujaban unos contra otros, hombres serios trajeados siempre con prisa hacia alguna parte, parejas de la mano o jóvenes desaliñados paseando al perro, caminaba el hombre del ladrillo. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo grasiento, algo sobrado de carnes, con un enorme vientre; su rostro, redondo, dejaba caer una leve papada sobre la que crecía la barba apenas afeitada hacía algunos días. Llevaba un pantalón de peto de algodón, vaquero, con una camisa de color verde que desentonaba con el conjunto, pues se veía claramente que era de calidad; probablemente la había comprado para asistir a algún acto importante, una boda o un bautizo, y tras verla apolillarse en el armario por la falta de uso había decidido utilizarla para sus quehaceres habituales como si de una camisa sencilla se tratase. Los pantalones terminaban bastante antes que su cuerpo, es decir, le quedaban pesqueros. Al andar, con aquellas botas de trabajo de suela gruesa de goma, el borde de sus pantalones bailaba de un lado a otro sin encontrar oposición, como si flotara sobre los pies. Su paso era firme y decidido. En la mano derecha, agarrado por un lateral, llevaba un ladrillo. Era un ladrillo corriente, arcilloso, perforado con tres filas de redondos agujeros; había metido uno de los dedos en el primer agujero de la fila central y así era como lo llevaba sujeto.

No sabría explicar por qué decidí caminar tras él; de pronto me entró la curiosidad de saber adónde iría un hombre con un ladrillo en la mano, de modo que comencé a caminar detrás de él disimuladamente, aunque el hombre en ningún momento hizo ademán de haberse dado cuenta, ni siquiera giró la cabeza una sola vez. El hombre continuó caminando por la avenida hasta llegar a una pequeña calle por la que giró a la derecha. La calle estaba en cuesta; casi a la mitad de esa cuesta se abría otra pequeña calle, también a la derecha, por la que se metió, obligándome a apretar un poco el paso para no perderlo. Al girar la calle no había nadie. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Eché a andar igualmente, buscando el sonido de una puerta cerrarse para encontrar el portal por el que había entrado, pero no se oía absolutamente nada. Había un enorme silencio allí sobre el que solo se escuchaban mis pasos golpear la acera. Había caminado un tramo cuando vi un entrante, como si una nueva calle se abriera a la izquierda, y decidí acercarme. No se trataba de una calle, ni siquiera de un callejón, sino de un entrante hecho en el edificio por un mirado arquitecto que quiso idear un lugar en el que tender la ropa con discreción, evitando deslucir la calle, lo que por otra parte había sido prohibido hacía tiempo en un bando del Ayuntamiento. Cuando me asomé ahí estaba el hombre, apoyado en la pared, con el ladrillo en la mano, mirándome. Me asusté, pues no esperaba ese encuentro, y di un paso hacia atrás. El hombre me miraba sin cambiar su gesto adusto ni siquiera hasta comprobar que solo se trataba de un pobre curioso, conque tuve que esforzarme para pronunciar algún tipo de excusa que suavizara de algún modo aquella mirada. “Perdone que le haya seguido; únicamente me intrigaba, quiero decir que me había llamado la atención, no sé, me sentí empujado a seguirle para preguntarle, pero le juro que no hay nada malo detrás, no tengo intención de hacerle nada, pero es que... ¿Por qué lleva usted un ladrillo en la mano?”.

Sin mediar una sola palabra, el hombre alzó la mano y golpeó fuertemente mi cabeza con el ladrillo. Caí al suelo, dolorido, sin apenas voluntad para huir; entonces el hombre, aún más enfurecido, comenzó a golpearme una y otra vez con aquel ladrillo en la cabeza. Desde mi posición podía ver saltar trozos de ladrillo por los aires, reventando en pedacitos que volaban a mi alrededor, y pude escuchar el crujir de mi cráneo también reventado, sentir el calor de la sangre brotar de mi cabeza para derramarse por el suelo, mezclándose con el polvo de arcilla desprendido del ladrillo, formando un enorme charco de barro enrojecido.

El hombre se giró y echó a andar. Lo vi alejarse, apenas un momento antes de perder el conocimiento, y me fijé en su mano, en la que ya no llevaba nada.

LA (INVENTADA) LEYENDA DE LAS ESTRELLAS FUGACES

Cuentan que hace muchos muchos años no existía la noche, pues Lampsé, diosa de la luz, lo iluminaba todo con sus estrellas. Pero un buen día Lampsé tuvo un precioso bebé, al que llamó Ocaso. Ocaso crecía sano y feliz, pero era hijo único y se aburría, de modo que constantemente reclamaba las atenciones de su madre. Esta, cansada de interrumpir sus labores habituales, un día le prestó una estrella para que jugara. El niño la agarró, la miró y a continuación la tiró hacia su madre; la estrella dejó un rastro de luz y finalmente se apagó. Entonces Lampsé le dio otra estrella y el niño repitió el juego de nuevo.

Un día Lampsé, creyendo que no la tiraría, le dio la estrella más grande que tenía: el Sol. Pero Ocaso la tiró igualmente, incluso más lejos que las otras, de modo que se perdió en el horizonte. Lampsé tuvo que ir a buscar el sol, dejando al mundo sumido en una terrible oscuridad. Cuando lo encontró por fin, lo ató con un hilo invisible para que, si su hijo volvía a tirarlo, solo tirando del hilo volviera el sol a salir de nuevo. Desde entonces el sol sale y se pone todos los días.

Dicen que en los días de verano Ocaso está más inquieto y aburrido y Lampsé le da muchas estrellas pequeñas para entretenerlo. Y por eso hay lluvias de estrellas en algunas noches de verano.

EL VAMPIRO DESDENTADO


Ocurrió, como ocurre tan habitualmente en este mundo, que a Zahn Versteck, el vampiro de Hildesteim, le sobrevino una terrible gingivitis. Poco a poco los dientes se le fueron cayendo, y no habría supuesto un problema demasiado grande, salvo por el desembolso económico que origina la visita al dentista, si no se hubiese tratado de un vampiro, de modo que, cuando cayeron sus afilados colmillos, no tuvo valor de pedir a su dentista un implante de colmillos largos y afilados aunque, en los tiempos en que esto sucedió, existía entre los jóvenes la moda, provocada por la publicación de un best seller sobre vampiros enamorados, de colocarse unas fundas especiales. De todos modos, nadie habría podido afilar sus colmillos lo suficiente para hacerlos útiles a sus propósitos, que no eran otros que uno solo: comer. Y además, nunca habrían sido retráctiles, lo que le habría impedido seducir al tipo de mujer que adoraba, dejándole solo libres para sus antojos a muchachas que ya eran víctimas de la moda vampírica, mujeres vestidas de negro con grandes ojeras oscurecidas y pintalabios amoratados.

Zahn Versteck anduvo varios días ayunando contra su voluntad hasta que tuvo la idea que lo salvó. Aun así, tuvo que vagar más de un mes, mientras perfeccionaba su nuevo instrumento, cortando los cuellos con su navajita, lo que le desagradaba enormemente, pues era una carnicería y, por más cuidado que ponía, la sangre se precipitaba a más velocidad de la que le proporcionaba su antaño inconfundible mordisco. Además, por algún motivo no se producía el contagio, lo que le resultaba terriblemente molesto, pues no le confería a su ataque un lado positivo, ya que la víctima moría sin más y desaparecía para siempre.

Por fin llegó el día de la prueba. Todo estaba a punto. Zahn Versteck entró en el bar; miró a su alrededor y descubrió a una mujer preciosa en una mesa junto a la puerta que charlaba animadamente con dos amigas. Al pasar por delante de ella sonrió, con esa sonrisa que él conocía tan bien y había practicado tantas veces, esa sonrisa que atrapaba a las mujeres. Fue a la barra y pidió, a modo de inspiración, una copa de vino tinto. La mujer no tardó en levantarse y pasar de nuevo delante de él, de camino a los lavabos. Esta vez los dos se sonrieron y él supo que ella ya no volvería a sentarse en la mesa.

Una palabra siguió a otra; un dedo tocó a otro; una sonrisa se encadenó a la siguiente; un gesto anidó en otro gesto. Cuando salieron del bar ya iban agarrados de la cintura. Ella se dejó acompañar a casa, lo invitó a pasar, a sentarse, a tomar un trago. El licor le dio la calma que ya estaba necesitando, pero aun embriagado por sus vapores no podía evitar una cierta náusea que le producía la ansiedad de saber que le quedaba ya muy poco tiempo para probar, por fin, su invento.

Se acercó a besarla; mientras, de su mano izquierda surgieron, como por arte de magia, dos dedos tapados con sendos dedales que él se había cuidado muy bien de esconder y, con la otra mano, los extrajo suavemente de sus dedos, mostrando unas uñas enormemente afiladas como agujas, acabadas en una punta tan fina, limadas con tanto escrúpulo, que bien parecía una perfecta obra de artesanía. La tensión de ver el momento acercarse curvó sus dedos como garras de un águila a punto de caer sobre su presa.

En muchas ocasiones había esperado a satisfacer esas otras necesidades, las puramente sexuales, antes de dar su golpe de gracia, su mordisco letal; aquel día la impaciencia no le permitía soportar la espera, de modo que tras el primer beso, disimuladamente, fue desviándose hacia su cuello, besándola tiernamente, al tiempo que colocaba sus dedos como se coloca el banderillero delante del toro, erguido, con los brazos en alto, para asestar, finalmente, su golpe certero clavando las dos uñas en su cuello. Ella abrió los ojos con inevitable gesto de terror, pero a continuación se sintió desfallecer, invadida por una languidez apacible que la debilitaba dulcemente, mientras Zahn absorbía con ansiedad su codiciado brebaje, feliz, extasiado, incansable hasta agotarla. Parecía un juguete que se iba desinflando lentamente, dejándose caer, inerte, contra el respaldo, con la cabeza hacia atrás, los brazos caídos, los pies arrugados como se arrugan los pies de los inválidos. Cuando acabó se dio cuenta de que le dolían los labios y sonrió con gesto pícaro. Ella yacía en la silla, aparentemente muerta. Entonces él se sentó frente a ella y esperó. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, sin que ella hiciese el menor movimiento. Zahn comenzaba a dudar de que su nueva forma de ataque tuviese efecto para contagiar a sus víctimas cuando, de golpe, ella abrió los ojos.

Zahn se levantó y salió de allí sin esperar a que ella despertase del todo. Ni siquiera reparó en la mirada enamorada que ella le regaló desde la ventana al verlo alejarse. Estaba muy ocupado mirándose las uñas con gesto triunfante.

EL PIANO


Un extraño ruido la despertó. Parecían golpes, pero eran golpes musicales, es decir, al mismo tiempo que el estruendo característico del golpe sonaban notas que vibraban en el aire durante diez o veinte segundos. La calma que siempre había en el patio al que asomaba su dormitorio había sido interrumpida por aquel ruido tan sorprendente, de modo que se levantó de la cama y fue a asomarse. En el edificio de enfrente se veía el movimiento característico de una mudanza: gente que cuando subía pasaba por las ventanas de la escalera con todo tipo de enseres y al poco bajaba con las manos vacías. Arriba, llegando ya casi al penúltimo piso, pudo ver el origen del ruido: alguien estaba subiendo un piano sin tener ningún cuidado.

Carolina salió disparada escaleras abajo y cruzó el patio como si el piano fuera suyo. Al llegar arriba encontró a los dos empleados de la casa de mudanzas, sudorosos y hastiados, empujando el piano con una brusquedad que casi parecía odio. Rápidamente comenzó a dirigir sus movimientos con gritos y órdenes; los empleados, aun sin conocerla de nada, la obedecían, pues el tono de su voz hacía pensar en ella como propietaria del instrumento. Cuando por fin entraron en la casa y lograron colocar el piano donde ella les indicó, respondiendo a un categórico “¡Fuera!” de ella huyeron por las escaleras.

Durante casi media hora, sentada en una caja de cartón, Carolina tocó. Todo el vecindario se dejó envolver por la música. Hubo un instante en el que la vida parecía haberse paralizado en espera de un movimiento final. Después, la dueña de la casa llegó, encontró a los empleados fumando en el portal, les gritó y, alertada por sus explicaciones, subió a averiguar qué estaba sucediendo. Carolina oyó las voces acercarse por las escaleras y comenzó a tocar más fuerte, pero las voces iban aumentando de volumen y por más fuerte que ella tocara comprendió que estaban a punto de aparecer por la puerta. Justo cuando subían el último tramo de escaleras, el último peldaño, casi asomando uno de los pies de la dueña por la entrada, Carolina tuvo una inspiración, dio un salto hasta la puerta y se la cerró de golpe en las narices.

Aún tocó media hora más hasta que la policía, ayudada por un cerrajero, logró entrar en la casa y sacarla de allí para llevársela detenida. “En su comisaría no hay piano, ¿verdad?”, les preguntó Carolina riendo.

LA FORJA DE UN ASESINO

En el supermercado se sentía extraño, fuera de su hábitat, incómodo, de modo que nunca iba a comprar. Pero Jenny llevaba casi un mes sin ir a trabajar, convaleciente tras una operación de útero sobre la que no había querido conocer más detalles sino aquella desagradable consecuencia. La casa estaba desordenada y sucia y su nevera casi vacía. Llamó a la casa interesándose por su estado. Mierda, aún le quedaba otra semana como mínimo. Le mintió diciendo que estaba bien, que se había organizado para sobrevivir sin ella, y le hizo prometer que volvería cuanto antes. Ya llevaba varios días pidiendo comida por teléfono y estaba harto. De modo que finalmente decidió ir a comprar al supermercado.

Como no sabía por dónde empezar, decidió seguir a una de las mujeres que acababan de entrar y hacer la misma compra que ella. Después ya se le ocurriría cómo preparar esos alimentos para hacerlos realmente suyos. De modo que ahí estaba él, con aire disimulado, detrás de la mujer, escogiendo cada producto idéntico al que ella escogía. Al principio la mujer no reparó en su presencia, pero al cabo de un rato comenzó a mirarlo con desconfianza. Él miraba hacia otro lado y fingía interesarse por cualquier producto que tuviera enfrente. Poco a poco la mujer fue alterando su gesto, que pasó de distraído a aterrorizado. Finalmente fue a la caja, casi precipitándose, probablemente olvidando algo, y él, más impaciente por acabar de una vez que por ser descubierto, se colocó tras ella, visiblemente alterada, con el rostro enrojecido y las manos temblorosas. Nada más pagar, como si hubiera escuchado el disparo de salida de una maratón, dio un salto y se alejó a la carrera. En ese momento fue cuando, por algún motivo, él sintió ese deseo de continuar con su idea más allá de su origen, que era sencillamente hacer la compra, para comenzar una persecución. Pagó y salió detrás.

La mujer caminaba a toda velocidad con sus bolsas, mirando hacia atrás constantemente. Corrió un poco para no perderla, pero no se molestó en camuflarse. Le importaba muy poco que ella se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo y sintió una extraña excitación al leer en su rostro al asesino que ella estaba imaginando. La mujer dobló la esquina; él corrió hacia ella para no perderla y al llegar pudo ver como se cerraba la puerta de un portal.

Llegó a tiempo de meter el pie y evitar que la puerta se cerrara. Dentro, la mujer, mirando hacia la puerta, llamaba compulsivamente al ascensor. Cuando él entró, ella soltó las bolsas, que se estrellaron contra el suelo, dejando un eco de vidrios rotos. Estaba paralizada por el terror y eso aumentó su excitación más allá de lo imaginable. El ascensor paró y se abrieron las puertas. Ella lo miraba a él sin atreverse a nada; entonces él la empujó hacia dentro y entró tras ella con sus propias bolsas, dejando las de ella en el suelo. La puerta del ascensor comenzó a cerrarse, pero él puso el pie y le preguntó, rotundo: “¿Piso?”. Ella tartamudeó: “Se... seis”. Pulsó el botón y el ascensor comenzó a subir. Dejó las bolsas en el suelo suavemente, se acercó a ella y pulsó el botón de parada. Ella se sobresaltó, pero no dijo nada. Él se acercó y la besó en la boca; ella cerraba los ojos como si alguien estuviera a punto de estallar un globo a su lado. Sin dejar de besarla, rodeó su cuello con las manos y empezó a apretar fuertemente. Ella empezó a toser contra su boca. Eso le excitaba aún más. Siguió apretando y ella subió las manos y le agarró de las muñecas como si quisiera apartarlo, pero suavemente, sin fuerzas.

Cuando ella soltó el último aliento él se dio cuenta de que había tenido una erección y ahora el pantalón estaba manchado. Al salir, tuvo que taparse los pantalones con las bolsas de la compra.

EL FRAILE Y LA DEVOTA


El fraile retiró la capucha de su casulla y entonces ella pudo ver su rostro. Jamás había visto un hombre tan hermoso. No pudo evitar quedar perdidamente enamorada de él y, como no podía ser de otra forma, su devoción aumentó infinitamente, negando aquel otro sentimiento para desviarlo hacia un profundo sentimiento de fe.

Pero en sus sueños siempre pensaba en el fraile llegando a su celda por la noche, quitándose la casulla y descubriendo ante ella un irresistible cuerpo rebosante de pecado. Y, por más que intentaba evitar este pensamiento, al que cada vez añadía detalles que lo hacían más pecaminoso, su imaginación era tan poderosa que despreciaba sus peticiones. Un buen día se le ocurrió que quizá aquel incontrolable deseo se extinguiera si conseguía ver en la vida real, tal y como ocurría cada noche, las imágenes que su mente aderezaba con tanto gusto, pues puede que entonces viera un discípulo de Dios, un siervo de Él, con mayúsculas, y eso acrecentaría aún más la fe que sentía cuando lo miraba. La decisión estaba tomada, pero no sabía cómo lograr su propósito, pues la idea de explicárselo al fraile la hacía sentir tan agitada que ni siquiera se atrevía a continuar pensando en hacerlo y mucho menos aún ponerlo en práctica. Por ese motivo tuvo la idea del viaje a Roma. Se le ocurrió que le sería más sencillo, sabiendo cuál era la habitación del fraile, llamar en la noche y, una vez dentro, inventar cualquier excusa que su magnificada fe sin duda convertiría en revelación divina.

Tuvo suerte, pues el fraile fue uno de los primeros en sumarse a la iniciativa. Como se trataba de un viaje que cualquier católico deseaba hacer al menos una vez en la vida, pronto tuvieron un grupo lo suficientemente numeroso para buscar descuentos y ofertas que abarataran el proyecto.

Sin ánimo de aburrir a los lectores con los preparativos del viaje o el desplazamiento mismo, saltaré desde todos los días que transcurrieron en esas actividades hasta la noche en que Leonora, que así se llamaba la devota mujer, decidió entrar en la habitación de Manuel, el fraile. Únicamente aclararé que, para no tener que llamar a la puerta e importunarlo, esto es, para evitarse una explicación que no sabía si su fe, magnificada o no, podría inventar, le había quitado la llave de la habitación en un descuido durante el desayuno, segura de que en el hotel podrían encontrar una llave sustituta para ese día, puesto que al día siguiente ella, ya libre de aquel yugo emocional, la empujaría debajo de algún mueble e incluso fingiría encontrarla ganándose, además, el respeto de los empleados.

La noche llegó; sentada en un lado de la cama, con la luz apagada, las piernas juntas, el cuerpo en ángulo recto, la llave de la habitación en una mano sobre su falda y la otra sobre aquella, protegiendo su tesoro, parecía un maniquí, tan tiesa, con la mirada tan perdida, esperando a que todos, incluido su fraile, se hubieran dormido para merodear sin obstáculos. Se había puesto un traje precioso que había usado solo en otra ocasión, en una boda, con un pequeño sombrerito a juego que disimulaba su anhelante mirada bajo un vaporoso velo, y se había maquillado. Parecía ridículo, puesto que no esperaba que su fraile estuviera despierto y por lo tanto nadie iba a verla así vestida, pero había sentido la necesidad de vestirse para tan importante ocasión y, puesto que nada parecía tener explicación, ni siquiera se la buscó a esta excentricidad. Hacia las dos de la mañana el maniquí cobró vida. Se levantó silenciosamente y muy lentamente fue hasta la puerta, que entreabrió con sumo cuidado: no había nadie en aquel pasillo. Con la misma cautela, dirigió sus pasos hasta la escalera y bajó al piso inferior. Después, con el mismo extraordinario sigilo, llegó hasta la habitación del fraile, deslizando la llave que tenía en la mano tan suavemente que el vuelo de una mosca habría sonado más fuerte.

El fraile dormía sobre la cama. Nunca, ni en el más lujurioso de sus sueños, habría imaginado al fraile desnudo sobre el colchón, mostrando con insultante impudor un cuerpo absolutamente perfecto, tan perfecto como su rostro. Entonces Leonora se derrumbó y no supo cómo continuar pues, lejos de aumentar su fervor, sintió los calores subir por debajo de su vestido, esos mismos calores que sentía al despertar de sus fervorosos sueños. Extasiada y al mismo tiempo acorralada por su propio deseo, el calor era tan grande que sin querer, allí de pie, contemplando a su hermoso Manuel, se fue quitando la ropa con desprecio, como si la apartara de sí, como si le molestara, a zarpazos, hasta quedar completamente desnuda, allí, de pie junto a su hombre. Permaneció así un rato; parecía haber llamado al maniquí que antes había estado sentado en la cama esperando su momento, hasta que el fraile se movió y ella sintió que el corazón iba a saltar de su pecho para caer a los pies de su amado. Manuel se despertó, con esa enigmática sensación que dan las presencias, y la vio allí de pie, desnuda, con su gorrito sobre la cabeza y el velo cubriendo sus ojos, completamente paralizada. Entonces se levantó, fue hasta ella y con suavidad le quitó el sombrero y las trabas que sujetaban su cabello y después, rozando con una mano uno de sus pechos, la besó tiernamente en los labios.

Al año siguiente Manuel y Leonora tuvieron un hijo. Ya no volvieron a la iglesia, aunque a Leonora le habría gustado.

EL ARMA DEL CRIMEN

Todo comenzó con un pequeño tubo que Eduardo cortó y limpió a partir de un trozo de bambú que alguien había tirado al suelo. Con su pequeña navajita cortaúñas se entretuvo recortando uno de los lados en curva y después agregando dos agujeros, uno delante y otro detrás, con la idea de hacer un silbato. Lo fue probando mientras lo cortaba y, aunque no sonaba, pensó que quizá habría que esperar a que estuviera terminado para hacerlo sonar. De modo que continuó cortando, limpiando y tallando hasta que tuvo un pequeño silbato de bambú. Entonces se lo acercó a la boca y sopló, pero siguió sin escucharse nada. Tapó uno de los agujeros, después el otro, y siguió si escuchar nada. Lo miró y, a punto de tirarlo, dándolo por inútil, se dio cuenta de pronto de que había bastantes lagartos a su alrededor. Sorprendido, volvió a soplar por el silbato y contempló como a sus soplidos acudían más lagartos a su encuentro. Entonces se dio cuenta de que, aunque él no escuchaba nada, los lagartos sí debían de oír un pitido que les hacía acudir, atraídos quizá por la promesa de algún alimento, el sonido de un animal moribundo pidiendo socorro, el roce de un insecto que se agita en el suelo, puede que una cucaracha que se ha dado la vuelta por error y no puede retomar su posición, o atraídos quizá por una promesa de amor, el canto de una hembra en celo o una lucha entre hembras por el mismo macho, o cualquier otro sonido que por algún motivo atraía a aquellos animales. Sorprendido y divertido a la vez, Eduardo comenzó a soplar sin parar para comprobar hasta cuántos lagartos podían acudir a su llamada. Pronto aquel rincón del jardín se llenó de lagartos hasta tal punto que ya no se veía el suelo y Eduardo, atrapado repentinamente en un ataque de risa, continuaba soplando y soplando hasta que tropezó y cayó hacia atrás, rodeado como estaba de lagartos, tragándose por accidente su silbato. Y quizá el aire que intentaba aspirar mientras se tragaba el silbato continuara emitiendo aquel pitido porque, ya en el suelo, los lagartos comenzaron a entrar por su boca y él ya no podía hacer nada porque ya no podía respirar, a cada lagarto que entraba le faltaba más aire y, lo que es peor, no podía dejar de reír, porque su ataque de risa se había apoderado de su propio pánico.

Eduardo quedó muerto en el suelo entre el jardín y el asfalto. Al rato, de su boca comenzaron a salir lagartos. Uno  de ellos llevaba en la boca su pequeño silbato de bambú.

—Y aquí tenemos el arma del crimen —dijo el forense con una sonrisa al ver salir huyendo a toda velocidad a un lagarto de la laringe del cadáver durante la autopsia.

LO QUE SOLO UNO MISMO SABE

Había tanta gente en aquella sala del museo que parecía imposible que una única persona pudiera llenar todo el espacio de aquella manera. Pero él estaba allí y ella lo había visto nada más entrar, le había saludado y había huido de él como se huye del peligro, como se huye del inminente dolor.

Entonces, mientras miraba aquellos cuadros sin ver nada, únicamente siendo consciente de su presencia invadiéndolo todo, viendo su figura reflejada en cada cristal de cada cuadro, representada en cada pegote de óleo, en cada cartelito al pie de cada obra, en cada cordón impidiendo un acercamiento excesivo, en cada minúsculo e infinitesimal microorganismo flotando en el aire, mientras lo sentía cerca aun sin querer saber dónde estaba, él se le acercó por detrás y paseó un solo dedo suavemente por su cuello.

Esa sensación de ese dedo recorriendo su cuello tan suavemente, pequeño tacto marcando su presencia ante todas las cosas, fue tan intensa que se sintió desfallecer y cayó al suelo.

—Son tan… Tan bonitos —fingió al recuperar la consciencia.

Y a los demás les parecía imposible que alguien pudiera desmayarse al contemplar una obra de arte.

LA DECRECIENTE HISTORIA DE AMOR DEL SAXOFONISTA Y LA CANTANTE DE JAZZ

Envuelta en el ambiente cargado del bar, con sus horquillitas de mariposas de colores trabadas en su crespo cabello recogido, la cantante de jazz dejaba deslizar su voz sobre los hombros de los espectadores, detrás de sus espaldas, bajo sus asientos, subiendo por sus cabellos hasta las cortinas y bajando por los brazos para llegar hasta el borde de sus copas. El saxofonista la escuchaba extasiado, apoyado en su saxo; había veces en que no deseaba que acabara nunca y no era porque no tuviera ganas de tocar sino porque aquella voz rasgada y negra le abría el corazón en dos. Sin embargo ella, mientras cantaba, lo miraba con impaciencia, deseando acabar para escuchar el corretear de sus dedos por las llaves de su saxo, perdida entre sus notas que en lugar de deslizarse brincaban con fascinante armonía sobre la melodía que ella misma había sembrado antes sobre todas las superficies.

Puede que en algún momento él empezara a impacientarse por tocar para ella; quizá fue ella quien necesitara la mirada enamorada que él solo le lanzaba cuando cantaba, pero hubo un momento en el que los dos deseaban que el otro acabara para entrar, de modo que, en lugar de escuchar la música que antes tanto habían disfrutado, únicamente la repasaban como se repasan las hojas de un libro de estudio, rápida, superficial, someramente. Después el tiempo se encargó de que la impaciencia se convirtiera en irritación y entonces fue cuando empezaron a discutir y a reclamar más tiempo para sí mismos.

A veces, ya los dos separados actuando en bandas diferentes, se detenían y, sin escuchar las notas que sus nuevos compañeros derramaban al aire, se recordaban el uno al otro con tal melancolía que la intensidad de sus interpretaciones hacía llorar al público.

EL AMOR PROPIO

Por algún motivo él creyó que ella se sentía atraída por él y eso le hizo sentirse halagado. Pero ella, por algún motivo, tuvo desde el principio la sensación de que él se sentía atraído por ella y eso le hizo sentirse deseada y la empujó a sus brazos. Y finalmente ellos se enamoraron, en el fondo, de sí mismos.

EL PIANO (desde una frase de Isabel Castells)

Una vez más, las teclas desafinadas del piano no presagiaban nada bueno. Se levantó, bruscamente, lo que alertó al gato, que se acercó como si respondiera a una llamada, y ya estaba él abriendo la tapa para mirar en su interior cuando el gato dio un salto que hizo sonar con cuatro o cinco teclas las notas de una melodía accidental pero igualmente desafinada. Asomados los dos, el gato y él, desde el hueco, podían ver los martillos que salían de la parte de atrás de cada tecla hacia una, dos o tres cuerdas, dependiendo de su tesitura, y al otro lado las cuerdas, que bajaban hacia el suelo y se perdían en la oscuridad. De pronto el gato hizo un movimiento: había visto algo que los ojos de los gatos ven antes que los humanos, pues él no distinguía nada a partir de un punto; el gato se encaramó un poco más, asomando la cabeza completamente y las patas delanteras. Tal y como estaba colocado su cuerpo se había estirado tanto, desde el atril de la tapa hasta lo alto del piano, como se estira el elástico de los tirachinas, que se imaginó el estallido del gato si se soltara, arrugándose como un acordeón, como los gatos de cómic, y estaba tan distraído que de pronto el gato saltó dentro del piano y no supo reaccionar. Miró atónito hacia dentro donde solo veía una sombra y escuchó sus bufidos y otros gritos agudos que no parecían ser del mismo animal. Algunas cuerdas estallaron, dando su última nota estentórea, y la lucha continuó allí abajo, en una oscuridad que la perplejidad hacía imposible suplir con la imaginación. Por fin se hizo el silencio. Entonces el gato comenzó a saltar para subir sin encontrar apoyo suficiente. De pronto se le ocurrió ir a buscar una linterna; salió corriendo hacia la habitación y volvió inmediatamente con la linterna en la mano. La encendió, enfocó hacia dentro y entonces vio a su gato, ayudado por la luz, encaramarse entre las paredes del piano y subir, triunfante, para dar un último salto bajando por las teclas –algunas ya no sonaron– hasta el suelo y desapareciendo por la cocina con un ratón entre sus dientes.

LA LIBRERÍA CERRÓ POR NO PAGAR LA RENTA (desde una frase de Pedro Azcárraga)

La librería cerró por no pagar La renta había subido demasiado para lo mucho que había bajado la venta en la librería, lo que finalmente terminó con Ella siempre había sido una mujer emprendedora y adelantada a su tiempo, pero aquel día sintió que había caído bastante Bajo la tenue luz de las velas, justo antes de dar el último soplido que apagaría su sueño para siempre, echó un vistazo a sus estantes vacíos, a su mostrador rayado, a su suelo ennegrecido con el paso de Los años le habían dado un prestigio que ahora, en apenas unos meses, se había esfumado como El humo de su cigarrillo se extendía por el aire de la librería vacía como si le sobrara el espacio, diluyéndose a gran velocidad, deshaciéndose de su propia inexistente densidad y dejando únicamente en el aire un inconfundible aroma que ya no Necesitaba disimular la pena que escapaba de aquel enorme vacío para llenarla a ella, invadiéndola, dejándola indefensa ante un futuro incierto del que no sabía cómo Salir de pronto se hizo necesario, había allí tanto vacío que faltaba aire y entonces abrió la puerta y salió corriendo de La librería cerró por no pagar la renta.

EL ARREPENTIMIENTO ESTÉRIL (desde una frase de Raquel Fernández)

Nunca pensé que esto acabaría así. Por eso quizá no había tenido tiempo de preparar la reacción correcta y me enfurecí. Y eso empeoró aún más la situación porque justo cuando los policías entraron a detenerme yo destruía el local, sobrecargado de adrenalina, furioso, lanzando con rabia platos, vasos, copas que se estrellaban contra el suelo y disparaban sus pequeños trocitos de cristal contra las paredes y los muebles. Los agentes de policía agacharon las cabezas y se cubrieron con sus gorras; yo les vi entrar, pero en ese momento ya sabía que eran ellos y, lejos de detenerme, comencé a arrancar el marco de la barra, a partir las banquetas, lanzando los trozos de madera contra ellos, que intentaban avanzar entre los objetos como se avanza en el bosque durante una tormenta de granizo. De ningún modo permitiría que quedara algo para los demás; no se aprovecharían de mí. Uno de los policías echó mano de su transmisor de radio y pidió ayuda. Mientras, entre los dos intentaban sujetarme los brazos para colocarme las esposas. Y aún me agitaba entre ellos como un pez en una cesta cuando me llevaron hasta el coche y me obligaron a entrar.

Aquella noche, en el calabozo, estar allí solo por alguna extraña razón fue precisamente lo que me ayudó a olvidarme de mí mismo para ponerme en el lugar de ellos. Solo tendría que haberles prestado un poco de atención, haber intentado comprender su punto de vista, y quizá no habría tenido que acabar así. Pero ya era tarde para solucionarlo: yo estaba en la cárcel y ellos ya no querían negociar conmigo, sino perderme de vista.

EL REFLEJO (desde una frase de Raúl Llanos)

Al salir del vagón no pude evitar girar la cabeza para volver a mirarla. En lugar de verla, el cristal de la ventana me devolvió el reflejo de mí mismo. Me miré, como me suelo mirar en los espejos, casi posando, allí reflejado, y me vi a mí mismo tirarle un último beso.

Cuando el tren arrancó, el cambio de luz me dejó ver el interior del vagón. Ella había desaparecido –caminaba, de hecho, buscando otro asiento, por el vagón de cola– y, en su lugar, un hombre con bigote me decía con un sorprendente gesto de coquetería adiós con una mano mientras me tiraba un beso con la otra.

EL SENTIDO DEL AMOR (desde una frase de León Tolstoi)

Estaba casi dormido cuando le distrajo el ruido de la puerta que se abría y de unos pasos en la antesala. ¿Quién sería a esas horas? Luchó durante unos segundos entre olvidar lo que acababa de escuchar y volver a dormirse o levantarse; después pensó que sin duda tendría que hacer esto último, dado que era el único habitante en la casa con capacidad para recibir a las visitas. De hecho, sin apenas moverse, esperó a que Boris le avisara, pues si el intempestivo visitante había entrado debía de ser por haber insistido, ya que en caso contrario Boris le habría persuadido de la situación y emplazado para otro momento mejor. Pasó un rato, no sabría decir si cinco minutos o quince, en el que oyó los susurros de una voz grave luchar contra el volumen cuchicheando una larga conversación que no parecía terminar nunca. Finalmente se hizo un silencio. Aún esperaba que Boris apareciera, pero no lo hizo, de modo que finalmente decidió levantarse y comprobar qué estaba sucediendo, entre intrigado e irritado.

Nada más abrir la puerta encontró a Boris, quien le bloqueó el paso comenzando, entre tartamudeos, a explicarle la situación. Al parecer Ana, la esposa de su vecino, había irrumpido en la casa afirmando tener una relación secreta con el señor y, amenazando con gritar, había sido invitada irremediablemente a entrar. Desde ese instante tanto Boris como Lucía, el ama de llaves, habían estado intentando razonar con ella sin éxito. En aquel momento permanecía en la biblioteca en espera del señor. Boris había subido sin saber bien qué hacer, porque su deber era no molestar al señor con tonterías como aquella pero habían agotado todas las vías y no habían logrado solucionar el problema.

Roland entró en la biblioteca y cerró la puerta tras de sí. Boris y Lucía corrieron cuidadosamente hacia la puerta. Solo se oyó el arrastrar de la tela del vestido de Lucía por el suelo. Después, el más absoluto silencio. Lucía y Boris, aguzando el oído, únicamente utilizando ese sentido y despreciando los demás, se miraban sin verse. Pasó un rato, quizá quince minutos esta vez, sin que oyeran nada. Los oídos, agotados, se relajaron, y en ese momento Lucía y Boris se miraron de verdad, como si se vieran por primera vez, allí de frente, apoyados en la puerta tras la que no se escuchaba absolutamente nada. Y entonces Boris besó a Lucía y, cerrando los ojos, los dos se dejaron llevar por un nuevo sentido y sintieron la suavidad del calor de sus bocas. “Sabes a fresa”, le dijo Boris muy suave como si quisiera jugar a los cinco sentidos. “Y tú hueles a sexo”, le susurró Lucía, cómplice.

Al otro lado de la puerta Roland y Ana también jugaban.

LA ERÓTICA DEL FUTURO (desde una frase Charles Dickens)

Llegaban ya a la última calle de la ciudad. Ya no quedaban calles ni casas, solo el campo y el horizonte.

–¿Podría parar, por favor?
–¿Aquí?
–Sí. Aquí.

El taxi se detuvo; Denis pagó y salieron. El coche arrancó y lo vieron alejarse agarrados de la mano, casi con ganas de decir adiós. En la noche, la calle era gris, oscura; una leve neblina cubría el cielo y hacía que todo pareciera estar borroso, impidiendo distinguir las formas con exactitud, lo que daba al paisaje un tono de melancolía. Encaramado en lo alto de una vieja tapia cubierta de musgo, un gato caminaba lentamente rumbo hacia ninguna parte, olisqueando con suavidad su entorno, vigilante, alerta ante un posible enemigo contra el que defenderse o del que alimentarse. El paso del gato sobre la tapia, de derecha a izquierda, fue muy lento, casi como si la imagen se hubiera ralentizado, de modo que Denis y Lue, agarrados de la mano, frente a la tapia, pudieron observar lentamente esa forma tan delicada que tienen los gatos de desplazarse cuando lo hacen lentamente, agachados, casi arrastrándose, con movimientos curvilíneos, muy suave, tan lentamente que hubo un instante en el que los tres –incluido el gato– se permitieron la licencia de no pensar absolutamente en nada.

Con solo apretar un poco la mano de Lue, Denis inició el movimiento. Echaron a andar hacia la tapia; cerca de uno de los árboles tras los que había desaparecido el gato un momento antes había un agujero por el que entraron. Al otro lado no había nada, apenas un descampado con algunas piedras y muchos hierbajos.

Y allí, detrás de la tapia que cercaba el terreno que acababan de comprar, en el suelo, entre las piedras, Denis y Lue se amaron hasta el amanecer.

EL HOMBRE DEL MAPA (desde una frase de Conan Doyle)

Mire este mapa. Es torpe y carece de detalles, pero esa marca cerca de la esquina inferior –señaló la esquina con el dedo– es la que me interesa mostrarle. ¿Qué diría usted que significa esa marca?
–No sé, señor. Quizá quien dibujó este mapa estaba comiendo y manchó el papel con grasa.
–No, no, no, no, no. Esto es una marca. Quien quiera que hiciera este mapa quería marcar este punto. Y eso es lo que me dice que hay algo ahí metido. ¿Un tesoro quizá? Me encantaría saberlo, pero ni siquiera veo bien cuando me peino, menos aún para ir hasta ese lugar. ¿A usted le interesaría?
–Quizá.
–Escuche: hagamos un trato. Yo le doy este mapa, usted va allí y lo que encuentre en esa marca lo repartimos a partes iguales.
–No parece un mal trato –respondió, y en sus ojos despertó de pronto una mueca de avaricia–. Acepto. Venga ese mapa.
–La cuestión es cómo entregarle a usted este mapa y estar seguro de que cuando encuentre el tesoro volverá para darme la mitad –saltó de pronto el hombre del mapa–. Compréndalo, apenas nos conocemos.
–Claro, claro, lo comprendo.
–Quizá si usted me da también algo valioso a mí los dos estaríamos en igualdad de condiciones.
–¿Por ejemplo?
–Ese reloj parece de oro.
–Efectivamente, es de oro. ¿Pero qué ocurrirá si bajo esa marca no hay ningún tesoro? Usted puede apropiarse de mi reloj y desaparecer. Compréndalo –repitió con cierta ironía–, apenas nos conocemos.
–Cierto –Y en su gesto se adivinaba el desencanto–. Quizá podamos encontrar una solución válida para los dos. Ni siquiera el reloj es una buena solución, puede que el tesoro que usted encuentre sea más valioso. En fin, pensaré en algo.

El hombre del mapa se giró y salió. El otro hombre lo miró salir. Los dos tenían la misma sonrisa ladeada, astuta, socarrona.

EL PICHÓN DE ORO (desde una frase de Bulwer Lytton)

Ione depositó una bolsa a los pies de la bruja. Ella lo miró y después miró la bolsa. La lógica llevaría al lector a suponer que la bruja abriría la bolsa, pero la bruja no solo no la abrió sino que se giró y salió, dejando a Ione allí clavado, sin saber qué hacer. Hizo amago de agacharse a recogerla, incluso alargó la mano, pero no llegó a hacer nada. Los enanos lo miraban y reían, aunque por otra parte ellos siempre estaban mirando a todos y riéndose. Pensaba ya en marcharse, incluso comenzó a girar para darse la vuelta, cuando la bruja volvió con una sartén en la mano y, agarrando la bolsa bruscamente con la otra, se giró y volvió a desaparecer tras la cortina. Aunque sabía que su labor había terminado, por algún motivo se hallaba clavado en el suelo y no tenía voluntad para marcharse. “¡Vamos, vete!”, escuchó gritar desde el otro lado a la bruja entre ruidos de golpes contra el suelo. Pero a pesar de aquellos gritos, de saberse en el lugar equivocado, de conocer los poderes de la bruja y de que los enanos habían dejado de reírse para mirarlo con una extraña fascinación, no se sintió capaz de dar un solo paso. Al rato cesaron los golpes. Ione seguía en la misma postura, frente a una bolsa ausente, mirando hacia la cortina. Se hizo un inquietante silencio. Dos de los enanos salieron corriendo, gritando como si hubieran visto un horrible animal; los demás contemplaban la escena embelesados. Ione se quedó mirando fijamente hacia la cortina.

Tras unos minutos en los que nada ocurrió, por fin la bruja apareció tras la cortina. Era tan fea que no podía saberse si estaba enfadada o alegre, de modo que nadie cambió el gesto o la postura esperando a que dijera algo. Llevaba un pichón en la mano derecha y en la izquierda un afilado cuchillo. “¿Qué mierda me has traído?”, gritó a Ione de pronto. Ione la miró y después miró al pichón. “Un pichón de oro”, dijo. La bruja miró al pichón y comenzó a reír a carcajadas. Ione se acercó lentamente al pichón y lo rozó con el dedo. De su ano brotó, deslizándose, un huevo que cayó al suelo. Era un huevo de oro.

“¡Mierda, pero si lo acabo de matar a golpes!”, gritó la bruja soltando al pichón para agacharse a recoger el huevo de oro. Antes de llegar al suelo el pichón despertó, se sacudió evitando la caída y huyó revoloteando por la ventana. Ione sonreía.

EL NEGOCIADOR (desde una frase de Cervantes)

Con sus amigos negociaba en la calle. Con su mujer, en la cama. Así había sido siempre. El día que su mujer falleció sus cimientos se tambalearon. Poco después comenzó a discutir con sus amigos en la calle, donde discuten los violentos; después negoció en la calle, pero no con sus amigos sino con mujeres en las que jamás se habría fijado si hubiera tenido con quién negociar en la cama; comenzó a confundir la cama con la calle y la calle con la cama y, finalmente, ebrio, indiferente y exhausto, no pudo negociar sus deudas en la cama y acabó durmiendo en la calle.

CAMBIO DE MATIZ (desde una frase de Jonathan Swift)

Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste. De modo que aquel pequeño islote no era la única tierra que había por allí, pensé. Y decidí armar una balsa que me llevara hasta aquella isla, por si fuese mayor que mi improvisado hogar. Mi imaginación comenzó a trabajar sin mi permiso imaginando frutas exóticas, animales comestibles –monos, jabalíes, aves- y otras exquisiteces que quizá encontraría en lugar de mi único alimento en los últimos meses: peces que los primeros días pude asar y que después, falto de gas y de fuerzas, acabé devorando crudos cuando apenas acababan de arrojar su último estertor.

Después de tres días de duro trabajo logré terminar una balsa aceptable que me permitiría flotar hasta aquella isla. Cuando a duras penas llegué hasta la playa y logré empujar la balsa hacia el agua miré de nuevo hacia allí y no vi nada. “Qué diablos, pensé, seguramente no la veo porque estoy en la playa” y me lancé al agua.

No sospeché que podía ser una isla demasiado pequeña; no mantuve la prudencia de lo malo conocido; no pensé que pudiera ser peor. Mi imaginación siempre se inclina a mi favor. De modo que ahora estoy aquí, donde no hay peces y por supuesto tampoco frutas exóticas ni animales de ningún tipo, salvo insectos. Y ahora mismo no veo mi islote y no recuerdo exactamente en qué dirección estaba, por lo que me resulta demasiado arriesgado volver. De pronto toda la prudencia de la que carecí cuando vine hacia aquí ha invadido mis pensamientos. Llevo tres días comiendo escarabajos; los dos primeros los pasé vomitándolos, pero parece que el tercer día mi cuerpo por fin ha decidido nutrirse de ellos. Quizá consiga seguir vivo hasta que por casualidad alguien pase por aquí de camino hacia el infierno.

EL ÁRBOL INSEMINADOR

Fue en invierno. Por algún motivo de esos que llamamos inexplicables los jovencitos comenzaron a frecuentar el Prado Negro y, tras el gran roble que presidía aquel oscuro prado, llamado así por el anómalo tono oscuro de sus hierbas, que resaltaba entre los otros prados de espigas y margaritas, convirtieron sus primeras masturbaciones en una tradición. Acudían a cualquier hora, pero sobre todo al atardecer; a veces tenían que esperar a que otros adolescentes abandonaran el árbol, como quien espera turno en el médico, mientras charloteaban y fanfarroneaban sobre cualquier habilidad, especialmente las relacionadas con las muchachitas a las que creían enamorar con una sola de sus ingeniosas frases. El roble recibió aquel extraordinario riego seminal y lo absorbió a través de su reblandecida corteza durante años.

Años después nació la pequeña Lorie. Nada más nacer, de su espalda, entre sus vértebras, afloraban unos extraños bulbos que los doctores no supieron evaluar. Era la primera vez que veían algo así. La niña no se quejaba; al no haber dolor, los doctores decidieron esperar antes de someterla, tan pequeñita, a una intervención quirúrgica. Los bulbos comenzaron a crecer; un buen día se abrieron y aparecieron unas verdes yemas de las que comenzaron a brotar verdes hojas. La comunidad científica, al igual que los familiares, observaron perplejos el fenómeno: un precioso robledo crecía a lo largo de su columna.

Nadie recordó que Lorie fue concebida una noche bajo aquel roble del Prado Negro, recostada contra su tronco. Así, a través de la piel, entrando por sus poros, penetrando hasta su óvulo recién fertilizado, el roble impregnó a su madre con su resina fecundadora, al igual que él había sido impregnado tantas veces, resentido, enojado y agraviado, cruel vengador de su inadvertido sufrimiento.

LOVE IS IN THE AIR

El cielo se cubrió de hormonas. Los paseantes se sorprendieron sintiendo, de pronto, una irresistible atracción por quienes pasaban a su lado, fuera cual fuera su aspecto o condición. Comenzaron ruborizándose, después acercándose, casi olisqueándose como los animales; luego, sin presentarse siquiera, sin decir su nombre o entonar exquisitas galanterías, algunos comenzaron a acariciarse, después a besarse y, perdiendo el dominio de sus actos, hacían el amor entre los coches y detrás de los arbustos. Después ya ni siquiera se escondían, pues veían a todo el mundo a su alrededor haciendo lo mismo que ellos.

Un anciano que penetraba a una linda muchachita oriental, tras el orgasmo, profirió un escandaloso alarido de placer cuya onda expansiva destruyó todas las hormonas latentes. Y de pronto todo el mundo recuperó el rubor y, separándose bruscamente, sacudiéndose los cuerpos y colocándose las ropas, huyó rápidamente de allí, dejando las calles cubiertas de restos de éxtasis.

BREVE HISTORIA DE AMOR INANIMADO

Ocurrió repentinamente, como ocurren los accidentes; quizá, si hubiese podido hablar, no habría sabido decir si estaba dormido y se despertó o estaba latente y el contacto con el agua salada dio una nueva dimensión a su existencia. La cuestión es que formaba parte de un enorme contenedor lleno de pequeños patitos de goma como él, junto a otros grupos de tortugas, castores y ranas de diferentes colores y formas que los distinguían con claridad de los demás, cuando un accidente precipitó aquel contenedor en alta mar, golpeándolo contra el barco, lo que hizo que se abriera y todo aquel ejército de goma saliera atropelladamente, empujado por una ansiedad producto de la diferencia de densidad, hacia la superficie, emergiendo como un volcán para situarse sobre el agua como si aterrizara, suavemente, cabeza arriba, sin perder esa dignidad tan perfectamente calculada que obliga a todos los juguetes a situarse siempre en la misma posición de flotación.

Al principio se sintió confuso, pues de pronto tuvo que encajar la conciencia que adquirió sobre su propia existencia junto a la de los demás juguetes en la nueva forma de vida que le había sido impuesta por el puro azar, pero pronto volvió, tras la tormenta, el adormecedor movimiento de las olas y ese movimiento, unido a su inanimidad, lo sumió de nuevo en un profundo sueño.

Despertó sobresaltado cuando un rayo de sol se descubrió entre las nubes. El aspecto del mar era mucho más calmado y era evidente que muchos de sus compañeros habían ido desapareciendo, dejándose llevar por corrientes oceánicas diferentes a la suya. El sol se ocultó de nuevo entregándolo a un nuevo letargo.

Había transcurrido bastante tiempo, quizá una semana o quizá más, cuando volvió a despertar. Esta vez era un despertar más suave, el despertar del sueño excesivo, que se produce muy lentamente, abriendo y cerrando los ojos –en su caso no era un abrir y cerrar de ojos exacto, sino un adquirir y perder la conciencia, puesto que sus ojos estaban pintados y no tenían párpados–, pasando de tenerlos la mayor parte del tiempo cerrados a tenerlos abiertos, poco a poco, paulatinamente. A su alrededor los otros juguetes habían desaparecido. De pronto tuvo también conciencia de su soledad y se imaginó desde muy lejos, quizá desde la luna, siendo observado como un punto amarillo en medio un enorme océano azul. Pero esta sensación le duró muy poco tiempo, aunque sí el suficiente como para inquietarlo. Poco después vio a lo lejos un pequeño punto amarillo, sin duda de otro patito de goma que navegaba a la deriva como él. Lo miró primero con curiosidad, después con ilusión, finalmente con ansiedad.

Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que su proximidad al otro patito solo dependía de la corriente del mar y de que por más que pensara en nadar nunca conseguiría mover aquel cuerpo que era un todo, sin alas ni patas ni salientes de ningún tipo que le permitiesen remar hacia su nuevo compañero.

La corriente caprichosa quiso que poco a poco el pato fuera acercándose. A cada subida y bajada del mar el pato parecía estar cada vez más cerca, igual que los niños cuando juegan, una dos y tres al escondite inglés sin mover las manos ni los pies, y cuando quiso darse cuenta el pato estaba ya a su lado, casi tocándolo, y era tal la emoción de tener un igual tan cerca que por un agujerito de su cabeza salió, expelido por un golpe de mar, un sorprendente “cuac” de aire y pequeñas gotas de agua salada como bienvenida. El pato se acercó tanto que sus picos estaban a punto de chocarse, algo que de pronto deseó con intensidad. A cada oleada el pato se acercaba y se alejaba justo a apenas unos milímetros de distancia; creía que no se habían tocado aún, pero tampoco su fabricante dio sensibilidad a su estructura, de modo que podría ocurrir que se tocaran y no llegase a sentir absolutamente nada. Intrigado, además de emocionado, se concentró fuertemente en ese momento y observó sin perder detalle a su compañero, su amigo, su enamorado pato con el que deseaba navegar a la deriva para siempre.

Una ola empujó al pato hacia él y, tras un leve roce entre sus buches –durante el cual los picos no parecieron llegar a tocarse–, el pato pasó de largo, como si se marchara sin despedirse, sin siquiera mirar hacia él.

La corriente continuó su curso. El pato se fue alejando del mismo modo que había ido acercándose. Cuando ya casi le había perdido, a lo lejos, triste y desolado, el pato cayó en una nueva corriente y comenzó de nuevo a acercarse hacia él. Esta vez pasó de largo sin llegar siquiera a estar tan cerca como para tocarlo. Sin embargo, en su tercer encuentro el choque se produjo de espaldas, lo que le hizo girar y entrar en una nueva corriente que lo alejó nuevamente.

Una y otra vez los patos se acercaron y alejaron; una y otra vez aquellos cuerpos de goma, tan huecos por dentro, se llenaban y vaciaban de la ilusión de volverse a ver. En ninguno de sus encuentros coincidieron sus picos en un improvisado beso de goma.

La última vez que se vieron estaban tan seguros de volver a encontrarse que ya no sintieron ilusión o desilusión al compás de las olas, sino una especie de resignación mezclada con una inmensa ternura.

Uno de ellos amaneció en una fría playa de Alaska. Un niño lo encontró enredado con las algas entre las rocas y se lo guardó entre sus juguetes. Después lo tiró a la basura, pues el sol y la sal lo habían descolorido por completo.

LA MALDICIÓN DE LOS INSECTOS PELUSA

No recuerdo cuánto tiempo llevaba viviendo en aquella casa cuando mamá apareció. Me había mudado hacía meses, pero no sabría decir si dos o quince. A juzgar por la cara de mamá el número era más cercano al quince que al dos.

Recorrió escandalizada todas las habitaciones. Reconozco que hasta ese momento no se me había ocurrido observar la casa como si estuviera en un maldito museo y mucho menos para darme cuenta de que estaba sucia y limpiarla, algo sobre lo que ni siquiera había reflexionado en esos momentos que todos dedicamos a reflexionar en la adolescencia sobre las cuestiones que nos resultan esenciales para vivir. Mamá fue elaborando verbalmente y a toda velocidad una interminable lista de tareas que yo había omitido: abrir las ventanas o, como ella dijo, ventilar, barrer, fregar, limpiar el polvo, pasar la aspiradora, lavar las cortinas, las toallas, las sábanas, recoger la ropa del suelo, limpiar los cristales, tirar los envases vacíos al cubo de basura, junto con los alimentos podridos de la nevera. Tantas y tantas cosas que comenzó a agobiarme escucharla, con ese tono que empleaba para el reproche, lleno de altibajos, yendo del agudo al grave y del grave al agudo como hace la soprano para calentar la voz, que no sabe uno a qué atenerse, si al momento en el que la voz desciende y se agrava, adquiriendo un tono más melodramático, o a ese otro momento en que la voz va escalando notas hasta llegar al agudo más molesto, volviéndose pura histeria e incontrolable nerviosismo. Es cierto que me avergonzó un poco escucharla al principio, cuando el sonido era más grave, pero después me dejé llevar por esos estridentes agudos y comencé a mirarla con desagrado. Se agachó a recoger una pelusa del suelo, que se escapó volando como si intuyera su destino, y eso me hizo saltar.

Jurándole en falso que limpiaría sin falta fui avanzando con ella, casi empujándola, hacia la puerta. Cuando por fin cerré, miré a mi alrededor y los ojos de mi madre invadieron mi mente haciéndome ver toda la mierda que me rodeaba. Las pelusas estaban por todas partes, en el suelo de todas las habitaciones, pero incluso en los muebles y sobre la ropa. Por un momento tuve la sensación de que se movían por sí mismas, de que tenían vida propia, y un instinto dormido, sin duda proveniente del gen materno, me impulsó a limpiar. Fui hasta la cocina en busca de la escoba pero al entrar vi una cerveza que había abierto al llegar mi madre y al agarrarla y beber un trago todos aquellos genes bajaron con ella por mi garganta, licuándose, de modo que me giré y volví a mi habitación sin hacer nada.

A media tarde pensé: “mañana sin falta limpio el apartamento”. Lo que no sé precisar es si lo dije en voz alta, lo cual explicaría sin duda por qué ocurrió todo. Después, la imprescindible ejecución de las mil estúpidas tareas que surgían cada vez que me sentaba frente al ordenador me mantuvo despierto hasta las tres de la mañana.

Llevaba aproximadamente una hora durmiendo cuando sentí unos pinchazos que derivaron mi sueño hacia una visita al acupuntor. Era un doctor chino delgado, de rostro enjuto y huesudo y nariz afilada, que sonreía sin cesar. La habitación era muy oscura y apenas se apreciaban algunos detalles: farolillos rojos de papel seda, cordones dorados, tapices con paisajes acuáticos y letreros con grafías chinas expresando cualquier concepto quizá relacionado con la acupuntura. El acupuntor se había colocado una aguja entre cada uno de los dedos y se acercó a mí con la misma postura con la que un pianista se acerca al piano justo antes de dejar caer sus manos sobre las teclas: Sol, Sol, Sol, Re#, Fa, Fa, Fa, Re, con fuerza y al mismo tiempo con armonía y dulzura. Tumbado en la camilla, no podía evitar sonreír igual que él, de forma involuntaria, como si me hubiese contagiado y al mismo tiempo porque los pinchazos de las agujas –había vuelto a colocar entre sus dedos una nueva dosis y la dejaba caer nuevamente, esta vez sobre mis piernas– me hacían cosquillas, de modo que en cada compás de aquella singular sinfonía –no sabría decir si realmente escuchaba la quinta sinfonía de Beethoven o me la estaba imaginando, aunque poco importa, puesto que estaba soñando– primero sentía una punzada y después un suave hormigueo. El doctor chino, si es que era un doctor, habida cuenta de la diferencia de opiniones que existe sobre la acupuntura en cuanto a su base científica y su efectividad terapéutica, continuó clavándome agujas sin descanso. Llevaba ya un buen rato cuando decidí abrir los ojos, pues sospechaba que mi cuerpo se asemejaba a esas alturas al de un erizo con un ataque de pánico. Abrí los ojos –después comprobé que en realidad lo que había hecho era soñar con abrirlos– y contemplé horrorizado un cuerpo absolutamente plagado de agujas que lejos de parecer el de un erizo más bien recordaba a una alfombra de clavos o a uno de esos juegos “pin art” que son como una cama de clavos que cuando uno los aplasta, dependiendo de con qué y cómo lo haga, adquieren diferentes formas. El acupuntor se giró y al mirarme de pronto su sonrisa me pareció una sonrisa maléfica, lo que me arrancó un grito que me hizo despertar.

Al abrir los ojos, casi aliviado al descubrir que se había terminado la pesadilla, noté el mismo dolor que cuando estaba en el sueño y me miré buscando la explicación. No veía bien, pues la oscuridad de la noche me negaba una buena iluminación, pero estaba recubierto de algo oscuro y blando como el algodón, excepto que ese algodón se movía y su movimiento me provocaba aquellos pinchazos; era como si me hubiese crecido el vello desmesuradamente mientras dormía y el propio vello se me estuviera clavando en la carne. Se escuchaba un desagradable y constante crujido salivoso como el que se escucha cuando alguien come cerca de nosotros. Alargué la mano y encendí la luz. Todo mi cuerpo estaba invadido por asquerosas pelusas. Me levanté y me sacudí sobresaltado, asqueado y confuso. Las pelusas cayeron al suelo y se apartaron como si se alejaran de mí. Una de ellas continuaba pegada a mi pierna y cuando me acerqué a quitarla descubrí que estaba clavada en ella, como si se hubiese insertado debajo de mi piel. Me acerqué para verla mejor y entonces encontré entre los pelos y el polvo un minúsculo rostro animal, con unos desagradables y abombados ocelos negros y una pequeña boca que me estaba mordiendo la piel. Aterrorizado, sacudí aquella pelusa y me eché hacia atrás para ver la habitación casi desde la puerta: había pelusas por todas partes, incluso por la pared, y no era mi imaginación: se estaban moviendo.

El médico comenzó por atribuirme gratuitamente un episodio psicótico que me indujo a autolesionarme pinchándome repetidamente con una o varias agujas por todo el cuerpo; después, según leí en el informe, mi estado mental, unido al dolor provocado por los pinchazos y a la hinchazón que estos desataron, sobre todo en mis piernas, desembocó en una alucinación. Y, por lo tanto, los insectos pelusa no existen. De modo que estoy jodido, porque o bien insisto en afirmar que los insectos pelusa me atacaron, lo que acabará por provocar mi internamiento en un centro psiquiátrico, o bien tengo que mentir, afirmar que los insectos pelusa no existen, que yo me hice los pinchazos y admitir que soy un psicópata ocasional que vio visiones.

Y lo peor es que ahora ya no puedo dormir hasta que no he limpiado completamente la habitación, cosa que hago a diario, sea cual sea esa habitación, mientras martillea en mi cerebro la premonitoria frase que mi madre dijo al marcharse: “esas pelusas un día te van a comer”.

DOBLE MENSAJE

Correteaba por aquel campo cantando lindas e inventadas canciones que nunca serían escritas mientras arrancaba flores silvestres para formar un bonito ramo: malvas, cardos, margaritas, amapolas, hierbas de Santiago, celidonias, lavandas, caléndulas, adelfas, pimpinelas, argamulas y jaras, mezcladas con hierbas y ramas, hasta que apenas pudo cerrar la mano. Entonces dio la vuelta, entró en casa, buscó un jarrón, lo llenó de agua y fue colocando las flores y dándoles forma hasta conseguir un bonito ramo, continuando con su canturrear, ensimismada.

Se escuchó un golpe fuerte de cristales rotos y el rebotar contra el suelo de un objeto de gran peso. Se volvió a mirar: el cristal tenía un perfecto agujero redondo de bordes agrietados y en el suelo yacía, inerte, el proyectil, una piedra grisácea redondeada y lisa, sin duda recogida de entre los cantos rodados de la orilla del río. Miró hacia fuera buscando entre los matorrales el movimiento delator, pero no había nadie. Ni siquiera vio moverse algún seto apartado o sintió un crujir de hojas entre los arbustos. Entonces se agachó y recogió la piedra. Grabado en ella a golpe de cincel se leía: “TE QUIERO”. Colocó la piedra en la palma de su mano y la tapó con la otra, casi en una caricia, como se protege una delicada joya o un huevo a medio incubar. Después volvió a asomarse a la ventana, con otro rostro, distendido, sonriente, esperanzado, atrapado entre la curiosidad y la ilusión. En ese momento entró, violentamente, aquella otra piedra. El agujero que dejó en el cristal, tan perfecto como el anterior, esta vez estaba mucho más arriba, exactamente a la altura de su cabeza, contra la que se fue a estrellar haciendo resonar un chasquido y después apartándose hacia el suelo, cayendo por la inviolable ley de la gravedad a la misma velocidad constante que ella, ley que casi recordó antes de perder el sentido, y dejando en su apartarse brotar la sangre a borbotones, como brota la sangre de la cabeza, tan abundante, tan impaciente. El último golpe lo dio en el suelo con la propia cabeza, con el lado contrario al de su herida. La sangre se resbalaba por su frente hasta sus ojos y después por sus mejillas para gotear en el suelo, incesante, hasta agotarse.

Cuando entraron en la casa la chica tenía en su mano fuertemente cerrada una piedra en la que se leía “TE QUIERO”. En el suelo, la otra piedra había caído boca abajo pero, al recogerla y girarla, entre manchas de sangre se leía: “TE ODIO”.

EL ÚLTIMO CANTO

Muchas veces le habían dicho que no se acercara tanto al micro pero él no le había dado ninguna importancia. Aquel día se acercó tanto al micro que lo envolvió con sus labios como si quisiera comérselo. Al acercarse tanto, abriendo bien la boca para agrandar el canal por el que empujar el aire contra las cuerdas y hacerlas vibrar hasta ese buscado Do sobreagudo, el micrófono se abrió como una flor, agrietándose, quizá por un fenómeno de dilatación proveniente del chorro de aire caliente que salía impulsado con fuerza desde su diafragma, y de él salieron unas plateadas culebras que entraron por su desencajada boca tan velozmente que él apenas pudo sentir un leve cosquilleo que interpretó como efecto de su esfuerzo. El público cercano a la primera fila, que lo había visto todo, gritaba, como gritan los niños en los guiñoles, pretendiendo avisarle de aquella invasión, mientras el cantante se dejaba engalanar por lo que él consideraba gritos de ovación e histeria colectiva rindiéndose ante su incuestionable talento. Calló, entonces, para coger aire; las culebras se le enredaron en la laringe y le bloquearon el paso y, por más que él aspiraba con fuerza, no entraba nada en su garganta. Su rostro se enrojeció y sus ojos se abrieron. Comenzó entonces a toser con fuerza, lo que removió a las culebras y le permitió apenas aspirar un poco de oxígeno. Impulsada por sus exhalaciones, cayó una de aquellas culebras al suelo. El cantante la miró, horrorizado, y a continuación miró al público, que ya huía hacia las escaleras de salida sintiéndose perseguido, tapándose la boca y la nariz para evitar ser el siguiente.

Y allí quedó, solo, mudo y ahogado, en el suelo.