EL FIN DE LA PREPOTENCIA

Pasaba todo el día en el laboratorio, primero haciendo su trabajo y después dedicado a sus experimentos. La fortuna le había dado un trabajo que le permitía jugar con sus investigaciones, lo que le facilitaba mucho las cosas. Apenas pisaba su casa para cenar cualquier cosa y dormir, como si tuviera prisa por atrapar la mañana siguiente. Estaba buscando la forma de hallar una sustancia estimulante del crecimiento aplicable al cerebro con el propósito de ampliar la inteligencia en el ser humano. Las primeras pruebas las hizo con tejido aún vivo de cerebros de ratas de laboratorio; después, una vez combinadas las sustancias elegidas, con gran esperanza decidió inyectar la mezcla en una rata viva y observar su reacción. Para ello pasó una semana haciendo pruebas con varios juegos de obstáculos basados en el aprendizaje, anotando en su libreta las reacciones de los animales, el tiempo de respuesta, el éxito o fracaso en cada intento y, tras comprobar los resultados, elaboró una jaula con varios juegos de obstáculos que le permitirían observar los progresos. Finalmente inyectó la hormona al animal y se sentó a esperar. No ocurrió nada, incluso podría decirse que el efecto había sido el contrario al buscado, pues la rata se sentó en un rincón y ni siquiera intentó averiguar la forma de resolver los distintos juegos. Quizá fuera cuestión de tiempo, pensó, de modo que decidió tomarse unos días de libertad y se marchó a su casa. A los dos días, cuando llegó al laboratorio y fue a examinar a la rata, la encontró en un rincón con algo parecido a unas hebras de paja entre sus torpes deditos. Lentamente estaba intentando cruzar las hebras para formar una figura romboide; esto le interesó mucho, pues parecía significar un avance. Se sentó en una silla frente a la jaula. La rata ni siquiera lo miró, absorta como estaba con su tarea. De pronto la rata agarró el rombo con una de las patas, miró hacia él y se metió el rombo en la boca. Emitió unos extraños gruñidos que daban la sensación de atragantarse. Finalmente se acercó a las rejas y, con una extraña voz, le dijo: “Perdona mi torpeza, es porque no tengo cuerdas vocales y he tenido que fabricarme unas”. Nuestro investigador se echó hacia atrás entre sobresaltado y aterrado, cayendo de la silla. “¡Cuidado!”, gritó la rata, y su artilugio se rompió.

Pasaron un tiempo charlando y se hicieron amigos. El investigador conoció los secretos de la vida de las ratas y la rata cultivó sus conocimientos, aprendió a leer y a escribir y con ayuda del investigador se fabricó un sistema vocal mucho más flexible y duradero. El investigador se inyectó una dosis para aumentar su propia inteligencia. Funcionó. Decidió que aumentaría la inteligencia de todo el planeta. Inyectó la mezcla en conejos, perros, gatos, caballos; viajó a la Patagonia, a la China, a Australia, al África septentrional, inyectó la hormona a los guanacos, a los pandas, a los canguros, a las jirafas –así supo que sufrían de problemas cervicales–, ayudó a los animales feroces a racionalizar sus instintos asesinos y a los más débiles a crear sistemas de defensa. Pronto la Tierra fue como en los dibujos animados de la infancia en los que los animales se personifican y hablan entre ellos y con los hombres. La moda, la música, el cine, las artes; los negocios, el dinero, las posesiones; los sueños, los proyectos, las metas inalcanzables; todo era compartido por todos. El hombre intentó rebelarse sin éxito y acabó adaptándose sin remedio. Entonces y solo entonces tuvo conciencia de su insignificancia.

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