LAS TRES GAVIOTAS

Las tres gaviotas se acercaron a la playa al atardecer. Dos de ellas sobrevolaban a gran velocidad el mar, asustando y siguiendo a los peces que, escurridizos, huían hacia cualquier parte y hacia todas con asombrosa coordinación, unidos a cada sacudida en el agua, hacia un lado, hacia otro, como si todos hubieran aprendido con inefable exactitud todos los pasos de una estudiada coreografía. La otra subía hasta el lugar más alto desde el que poder aún divisar a los peces y después, girándose boca abajo a la vez que cerraba sus alas, se lanzaba en picado contra el agua hasta hundirse violentamente en ella esperando sorprender al pez antes de descubrir la amenaza.

Las dos gaviotas que volaban a ras del mar veían tantos peces que no podían decidir a cuál atacar. Cuando finalmente se posaban y se sumergían bajo el agua el cambio de medio y la indecisión daban tiempo más que suficiente a los peces para escapar de ser su alimento.

La gaviota que subía y se lanzaba en picado tenía la velocidad perfecta; se lanzaba tan rápidamente, con tanta velocidad, que parecía incrustarse en el agua, clavarse, abrir un remolino por el que entrar por sorpresa e impactar de tal forma que ningún pez habría tenido tiempo de huir.

Pero se lanzó en picado contra el mar y al abrir su largo y curvado pico atrapó un trozo de plástico gris en el que se leía “Modas Rosana”. Si hubiese tenido tiempo o capacidad para reflexionar se habría dado cuenta de que a tanta distancia su vista no era capaz de distinguir con nitidez la diferencia entre el gris de un pez y el de una bolsa de plástico.

JUEGOS PROHIBIDOS

Entró en el baño. El agua estaba muy caliente, pero era el modo de aguantar más tiempo y su cuerpo se habituaría rápidamente a la temperatura. Fue muy despacio metiendo primero los pies y agachándose después lentamente hasta estar de rodillas en la bañera, donde fue echándose hacia atrás hasta deslizar su cabeza para apoyarla en el borde. La espuma cubría la superficie. Cerró los ojos, acercó el vaso hasta ella y bebió un sorbo. La música de los violines sonaba alta y nítida, limpia y espléndida en aquella habitación llena de sonoridad. Con los ojos cerrados, se dejó llevar por las notas que dibujaban preciosas líneas altisonantes. Su hermano menor entró en la habitación. “Perdón”, dijo, pero ella, que no pareció oírle, permaneció con los ojos cerrados, ignorándolo. Se sentó en el inodoro y la miró. Su cuerpo desnudo se adivinaba bajo la espuma. De pronto descubrió que cuando tomaba aire sus pechos sobresalían sobre la espuma y se quedó un rato mirando, dejándose llevar, olvidando por un momento su consanguinidad para hallarse frente a un cuerpo de mujer cualquiera. Los pechos emergían, para volver a ocultarse de nuevo. El resurgir de los senos entre la espuma despertó toda su sensualidad. Muy despacio, tan lentamente que no era posible distinguir la diferencia entre un momento y el momento siguiente, el chico acercó la mano a los pechos de su hermana y deslizó los dedos sobre ellos. Su hermana continuó ausente, absorta, con los ojos cerrados y sin apenas moverse únicamente para respirar y permitir que los dedos de su hermano jugueteasen ya con sus rosados botones. El chico notó su excitación y se miró al pantalón, interrumpiendo por instante su movimiento; continuó después, suavemente, jugando en silencio, hasta que sintió el impulso de seguir hacia abajo, explorando, y deslizó levemente la mano, pero su hermana, sin abrir los ojos, se metió hacia adentro, dejando su mano flotando, lo que le sugirió que quizá estuviera yendo demasiado aprisa. Durante un momento sacó la mano y esperó. Su hermana volvió de nuevo a elevar su respiración, quizá aún más que antes, de modo que sus pechos ahora salían enteros en cada inspiración. El chico volvió lentamente a deslizar de nuevo la mano y a acariciar a su hermana lentamente, suavemente, hasta que las inspiraciones fueron algo más fuertes y empezó a salir más aún el cuerpo, el ombligo por encima de la espuma, y las piernas de su hermana se abrieron y ella levantó las rodillas; el chico entonces leyó las señales y esta vez sí deslizó la mano sin interrupciones, llegando hasta su sexo, hundiendo los dedos con la mano derecha mientras la izquierda buscaba entre sus pantalones, y su hermana ya respiraba entrecortadamente, lanzando placenteros suspiros, elevando todo su cuerpo con las respiraciones hasta sacar fuera del agua todo su ser, hasta dejar a su hermano manejarla a su antojo y arrancarle un exclamado orgasmo que irrumpió en la habitación al mismo tiempo que el chico, desde su mano izquierda, se abandonaba igualmente al éxtasis.

Su hermana, sin abrir los ojos, apartó su mano y, con un tono seco y autoritario, le dijo:
-Sal de aquí. Y nunca, NUNCA –recalcó- hables de esto con nadie.
-Lo sé, lo sé, lo sé. Lo siento –respondió él-, lo siento, perdón -Y salió corriendo de la habitación.

Nunca hablaron de ello. Los dos sabían que era una conversación para la que nunca existiría el interlocutor adecuado. Y nunca más se encontraron en la bañera. Ella siempre echó el cerrojo a partir de aquel día. Sin embargo, el chico recordó lo ocurrido toda su vida. Y a veces, algunos días, no solo lo recordaba, sino que se regodeaba haciéndolo; se entretenía con cada imagen, con cada movimiento, con cada suspiro. Y esas veces no podía evitar llevar su mano al pantalón para revivir aquel intenso éxtasis.

LA PISCINA VACÍA


Hacía ya varios años que nadie tocaba la piscina. Una mezcla entre el desinterés y la dejadez había ido poblando el agua de barro y hongos, enturbiándola, borrándole cualquier vestigio de transparencia, destruyendo sus tres cualidades: ni incolora, ni insípida ni, mucho menos aún, inodora, antes bien apestaba a podredumbre. Puesto que no se utilizaba la piscina, tampoco se visitaba el rincón del jardín que esta ocupaba; las plantas salvajes crecían por debajo de las baldosas o trepaban por las patas de las viejas mesitas metálicas raídas y oxidadas que un día fueron protegidas por sombrillas cuyos tejidos, hoy, colgaban a jirones entre las varillas. El único poblador de aquel pequeño jardín abandonado era el perro. Todos los días a primera hora su amo abría la puerta principal; él salía corriendo, con la prisa que da la necesidad, para orinar y dejar algún que otro excremento entre los matorrales, después daba una vuelta por los alrededores olisqueando el suelo, a paso ligero, hasta que uno de sus giros le conducía de nuevo a la puerta de la casa, que golpeaba suavemente con la pata para anunciar su llegada, lo que hacía que su amo volviera a abrirla para permitirle volver a entrar.

Aquel día quizá el amo se levantó más tarde, lo que probablemente disparó las necesidades de su perro hasta hacerlas apremiantes y por lo tanto precipitó su carrera hacia el jardín tanto que le fue imposible frenar justo antes de llegar al borde de la piscina. Por eso, cuando ya casi cerraba la puerta, el amo escuchó un chapoteo que le avisó de que su perro acababa de caer en aquella desfavorecida piscina. Aun sabiendo que los perros nadan por instinto, lo que hacía innecesaria su ayuda, el amo se sintió atraído por la catástrofe y se asomó a comprobar el accidente. El perro nadaba buscando un lugar desde el que salir. Al llegar al otro lado, donde aún sobrevivía la escalerilla de salida, el perro saltó sobre ella y salió sin dificultad. A continuación se sacudió, como se sacuden los perros mojados, desde la cabeza hasta el rabo, con espasmos giratorios, y echó a andar hacia el fondo del jardín. El amo se acercó hasta la piscina. En el centro había quedado un rastro de agua limpia de hongos que permitía ver el fondo. Y en ese fondo, entre sombras, pudo distinguir claramente una figura que le pareció humana, una niña probablemente por el tamaño y por los largos cabellos rubios que se mecían como serpientes entre la corriente que había quedado después del circunstancial baño canino.

Asustado, entró en la casa y llamó a la policía. Poco después un coche patrulla, tras mirar el fondo de la piscina, solicitaba ayuda al ayuntamiento para sacar el cadáver. Al parecer aquella niña llevaba allí sumergida unos dos o tres meses; alguien la había tirado allí, no sin antes introducirle a empujones por la boca un buen puñado de piedras para evitar la flotación. A pesar del color, entre amoratado, rosado y blanco, de su piel y de sus borradas facciones, se adivinaba que había sido una niña preciosa. El amo estaba tan impresionado que había olvidado por completo vestirse y atendía a los policías y otros trabajadores locales en pijama. Uno de los agentes se lo advirtió delicadamente y entonces él entró en la casa a vestirse en el momento en que uno de los que habían sacado a la niña del agua encontró una cajita en un bolsillo de su vestido. La caja era bastante hermética, de suerte que al abrirla encontraron dentro un papel completamente seco.

En el papel se leía: “Aquí tienes a tu hija, hijo de puta”.