ESE SENTIMIENTO QUE ES MEJOR DOMAR


Se levantó temprano. Anduvo vagando por la casa hasta que le entraron ganas de hacer de vientre. Entonces pensó que era el momento de empezar. Se quitó la ropa, la dobló, la guardó en el armario, cogió el cuchillo y se fue en calzoncillos al váter. Cerró la puerta, se bajó los calzoncillos, se sentó en el váter, dejó un momento el cuchillo afilado sobre la cisterna y defecó con agrado y tranquilidad. Cuando acabó esperó un poco hasta que sintió que toda la habitación olía a heces. Entonces, sin tirar de la cadena, cogió el cuchillo con la mano derecha y levantando el brazo izquierdo con firmeza lo apoyó y respiró hondamente, dejando llenar sus plumones de su propio hedor para tomar fuerzas y decisión. Entonces, rápidamente, agarró el cuchillo y lo hundió fuertemente en el brazo a lo largo de este, arañando la vena de la que empezó a manar sangre a borbotones. Sintió un profundo dolor seguido de un alivio y por último de una calma que le impidió pensar. Solo se colocó en el váter con las piernas ligeramente abiertas, lo justo para mantenerse en equilibrio sin dejar escapar los calzoncillos enrollados en los pies y hacer contrapeso con la espalda, que apoyó en la cisterna, echando hacia atrás la cabeza hasta apoyarla contra la pared y dejando caer las dos manos, deslizando hacia abajo el cuchillo por el que había ya descendido el chorro de sangre que estaba encharcando ya el suelo y había alcanzado parte de los calzoncillos.

A la mañana siguiente, cuando entraron, yacía recostado sobre el váter, tal y como se había querido colocar antes de perder la consciencia, con las manos abiertas y los calzoncillos bañados en sangre a los pies, junto a un charco, muerto. El charco de sangre que teñía el suelo daba un aire poético a la burda estampa del hombre de los calzoncillos bajados mezclada con el hediondo olor a mierda, ese aire poético que requiere el suicidio de quien se siente tan triste y miserable que necesita expeler, junto a sus desechos, su propio sentimiento.

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