LA HABITACIÓN INFINITA

-¡Pasen, pasen a la habitación infinita! ¡Por solo 90 céntimos podrán verse repetidos hasta el infinito!

La chica se quedó mirando a aquel tipo y paró a escuchar todo su aprendido argumento para enterarse mejor de cuál era la atracción.

-¡Una habitación en la que solo hay espejos! ¿Nunca ha sentido la intriga de saber qué se refleja si se ponen dos espejos enfrentados? ¡Pasen, pasen, por solo 90 céntimos!
-Yo voy -afirmó la chica sin esperar permiso o confirmación.
-Voy contigo -dijo uno de los chicos.
-¡Pasen, pasen! ¿Señorita? ¡Qué bonito, tanta belleza en esa habitación repetida sin fin!
La chica pagó sonriendo y se dispuso a entrar. El chico sacó el dinero para entrar con ella, pero el hombre le interrumpió:

-No, no, lo siento, muchacho, solo de uno en uno. No pueden entrar dos personas, y menos de sexos diferentes, que esta habitación da ideas -dijo riendo a carcajadas.

El chico se dio la vuelta y volvió junto a sus amigos. Era evidente que esa había sido precisamente su idea, pero el feriante acababa de fastidiársela.

La chica entró en la habitación, cerrando la puerta tras ella. Toda la habitación estaba cubierta con espejos. Con aquel vestido rojo, se veía como si flotara en una gran nada, reflejada en todas direcciones, hacia todas partes, y cada movimiento se convertía en un movimiento masivo, infinito, espectacular. Todo lo que no era ella era un reflejo de la nada en la que se encontraba. Se sintió intimidada y le entraron unas terribles ganas de salir de allí. Pero la puerta se había cerrado y solo podía abrirse desde fuera. Llamó. No pareció escucharla nadie. No quiso hablar, pues tenía miedo de escuchar un eco tan infinito como su imagen, esparcida en todas partes, en el suelo, en el techo, en las cuatro paredes. Necesitaba huir de allí, volver a ser solo una, simplificarse. Intentó reducir su visión sentándose en el suelo de una esquina, pero aquello le producía aún más vértigo, pues entonces veía, reflejados hasta el infinito, los rincones, las esquinas, las ranuras, las manchas, como un profundo abismo en el que estuviera cayendo sin control. Se sintió mareada; se levantó y volvió hacia la puerta dando golpes con el puño hasta hacerse daño. Nada. Al otro lado parecía haber desaparecido el mundo. Empezó a sentirse tan nerviosa que los golpes pasaron a ser demasiado violentos. De pronto sonó un crujido; desde su puño hacia fuera el cristal comenzó a agrietarse, pero ella no podía evitar mirar hacia todos lados y descubrir el espejo infinitamente roto, y golpeó aún más fuerte, rompiéndose el cristal y cayendo los trozos al suelo donde infinitamente impregnaron toda la eternidad de la sangre de su mano, tan roja como su vestido, tan infinita como él.

Cuando el hombre abrió la puerta tan solo habían transcurrido diez minutos. La chica estaba sentada en el suelo, aturdida, tirada, desmadejada, con la mano llena de sangre y el suelo lleno de cristales rotos. Tenía la mirada perdida y pequeños cortes en las piernas, arañazos de cristales rotos sobre los que se había dejado caer antes de perder la consciencia, no de un modo preciso, ni enérgico, ni enfermizo, ni trivial, ni pasajero, sino sencillamente de un modo infinito.

LA AVIDEZ

Entraron en aquel restaurante. La mujer del pelo corto no paraba de repetir: “ya veréis, os va a encantar, os vais a chupar los dedos” y expresiones similares. Se sentaron en la única mesa libre y con un gesto llamaron al camarero.

-Dígame, señora.
-Queremos una de esas bandejas que tenéis de pollo y patatas.
-¿Cuatro medios pollos, señora?
-No, no, eso es mucho, dos medios pollos, es decir, un pollo entero para los cuatro estará bien -miró a los demás-. El pollo no engorda pero tampoco vamos a reventar, ¿verdad?

Recibió la confirmación de su marido y sus amigos, que agitaron la cabeza asintiendo. Desde fuera, desde la mesa de al lado, la de detrás o cualquier otra mesa, se veía con claridad que el tamaño de aquellos cuatro comensales era mucho mayor que el pollo que pretendían ingerir. “Se quedarán con hambre”, pensó el camarero. Por eso preguntó: ”¿Seguro?”. La mujer insistió, con gesto ofendido: “Sí señor, seguro, con un pollo tenemos suficiente”. “Se quedarán con hambre”, pensó una mujer que comía sola en la mesa contigua.

Al rato se presentó el camarero con la bandeja del pollo. Todos se lanzaron unánimemente a probar las patatas fritas, como si temieran entretenerse chupando un huesecillo y perder parte de su ración, que todos intentaban aumentar frente a la de sus compañeros y finalmente ninguno consiguió, si bien hicieron desaparecer todas las patatas fritas en menos de dos minutos. Pasaron al pollo: era un pollo asado a la brasa típico del lugar, con un adobo que le daba un sabor extraordinario. Llevaban apenas un minuto comiendo cuando uno de los dos hombres, el más obeso, se levantó y excusándose fue hacia el baño. Los demás siguieron comiendo, respetando el cuarto de pollo que calculadamente le habían reservado.

El hombre cruzó la sala en dirección a los aseos. Justo delante de él, nada más girar, fuera del campo de visión de los suyos, estaba el fogón donde, además de servir los pollos a los camareros para las mesas, también vendían pollos para llevar. Se acercó hasta él y pidió a la chica un pollo entero para llevar. “Ha tenido suerte, ahora no hay nadie; hace un minuto había una cola enorme”, le dijo la chica, quien encerró el pollo en una fiambrera metálica, encajando y aplastando la tapa bajo un ingenio mecánico especialmente diseñado para ello, y luego lo metió en una bolsa. El hombre pagó el pollo y se fue caminando hacia la puerta, como haría cualquier otro cliente. Junto a la puerta de salida se encontraban los aseos. El hombre abrió la puerta de los aseos y entró en el de caballeros. “Gentlemen”, se leía en la puerta, bajo un simple dibujo de un monigote presumiblemente vestido con un traje, lo que se deducía por contraposición al mirar, en la otra puerta, el otro monigote, el que convivía con el letrero “Ladys”, cuyo atuendo simulaba un vestido. Por un segundo, en una fulminante reflexión, el hombre se preguntó que ocurrió primero, si el dibujo infantil o el cartel del aseo, es decir, si los niños pintan esos monigotes al dibujar hombres y mujeres porque han visto los letreros en los aseos de los bares y restaurantes o bien son los fabricantes de carteles quienes, enternecidos por los dibujos infantiles, los han elegido para elaborar sus letreros.

Dentro, cuatro urinarios pegados a la pared y dos lavabos precedían las puertas de los aseos individuales. El hombre cruzó entre sanitarios que no le interesaba utilizar y veloz, mirando a los lados, como huyendo, se metió en el segundo compartimento. Echó el cerrojo, cerró la tapa del retrete, sacó un trozo de papel higiénico y la limpió un poco; luego se sentó, cruzando las piernas, para que no se vieran desde fuera, en caso de que alguien entrara y agachara la cabeza buscando unos pies tras la puerta; así parecería un retrete averiado, en lugar de uno ocupado, que siempre genera una expectativa que en ese momento no quería provocar. Una vez sentado y tras haber cruzado a duras penas las piernas, colocó la bolsa del pollo sobre ellas, la abrió y levantó la pestaña que atrapaba la tapa dentro de la fiambrera. A toda velocidad, más engullendo que paladeando el pollo, comenzó a comer, tirando primero de las alas, después de los muslos, arrancándolos con una mano mientras con la otra sujetaba el resto del pollo para que no se resbalara ni un trozo, ni la más pequeña gota delatora, hacia el suelo. Mordía la carne y, casi sin masticarla, la deglutía con fuerza, tragando con ansiedad, para sentir el recorrido del pollo por su gaznate mientras su boca se impregnaba de aquel delicioso sabor apenas sin esfuerzo, como parte de un todo que sucedía atropelladamente, sin tiempo para detenerse.

Comió un pollo entero en apenas cuatro minutos. Cuando terminó, y créanme que terminó todo el pollo, chupando hasta el último hueso, y que ni el ama de casa más acostumbrada a convertir las sobras en croquetas habría podido sacar ni el más mínimo resto de aquella fiambrera, volvió a colocar la tapa, aplastándolo todo para disminuir su tamaño lo más posible y, cerrando la bolsa, ayudado con las dos manos, apretó nuevamente hasta reducir los restos a un amasijo del tamaño de una pelota de tenis. Tiró de la cadena, quizá por costumbre, ya que fuera no había nadie y, saliendo del compartimento, tiró su pequeño amasijo en la papelera, cruzó los lavabos, donde se detuvo un segundo a lavarse un poco las manos, salió de los aseos y volvió a recorrer todo el camino hasta su mesa.

-Vaya, ya estás aquí -le dijo su esposa-. Hemos pedido otro pollo, el camarero tenía razón, uno era muy poco para los cuatro y nos estábamos quedando con hambre. Está tan rico.
-Genial –respondió y, sentándose en la silla, continuó comiendo su trozo reservado, esta vez sí, paladeando lentamente cada bocado.

Su mujer no dijo nada pero vio claramente que bajo su barbilla se le había quedado pegado un trozo de pollo que no tenía cuando se levantó para ir al lavabo. Al salir pasaron por el fogón y su mujer, mirándolo con picardía, dijo: “¡Mira, también venden pollos para llevar!”, pero él, lejos de comprender aquella mirada llena de sarcasmo, pensó: “si tú supieras” y siguió caminando con aire triunfal.

LA FALLIDA ESTRATEGIA DE LEILA

Leila terminó de repasar los últimos detalles de su cena; comprobó el mantel, las servilletas; miró las copas al trasluz buscando la marca de un dedo o cualquier otro tipo de mancha que se le hubiera podido escapar; revisó los platos, los cubiertos, recolocó las flores, alineó las sillas con la mesa, se aseguró de haber colocado las velas y el encendedor. Miró el reloj: ya eran casi las ocho. Escuchó al cuco cantando en la casa vecina. Escuchó el ascensor parando en su piso y la puerta abriéndose. Escuchó los pasos hasta su puerta. Sonó el timbre.

-Hola -dijo el vecino del primer piso-. Traigo el recibo de este mes. ¿Vengo en mal momento?
-Oh, no, pasa, pasa -le respondió Leila-. Estoy esperando a mi novio pero no te preocupes, llegará tarde; siempre le pasa.
-Puedo venir en otro momento -insistió.
-De verdad que no, no es necesario, pasa. ¿Quieres una cerveza?
-Pues yo… No quiero molestar.
-No, hombre, no molestas. Toma, así me entretengo mientras tanto. Voy a buscar el dinero. Pasa, venga, siéntate, no te preocupes.

Desapareció tras una puerta. En ese momento sonó el teléfono. El vecino la escuchó hablar, sentado incómodamente en el sofá y agarrando pesadamente su cerveza.

-¿Sí? Hola, cariño. ¿Cómo? Pero tengo todo preparado, ya está la mesa… ¿Qué? ¡Cariño, no puedes…! Quiero decir, sí, sí puedes, pero yo… No entiendo nada, no sé a qué viene esto. ¿No puedes venir y hablarlo? ¿Lo sientes? ¿Cómo que lo sientes? ¡Yo lo siento! ¡Vete a la mierda!

El vecino escuchó un pitido indicando que Leila había colgado el teléfono. Hubo un momento de tensión y silencio en el que él se levantó y allí de pie miró a su alrededor buscando dónde dejar la cerveza. Entonces ella salió.

-Perdona, me han llamado por teléfono -le dijo.
-Ya -respondió el vecino, por decir algo-. Si quieres, mejor vengo en otro momento -añadió.
-Oh, no. Verás -le miró fijamente a los ojos-, era mi novio. Acaba de dejarme, así, de repente, sin venir a cuento, con la cena preparada.

El vecino estaba visiblemente nervioso.

-Yo… Tengo que irme, lo siento -dijo empujando la cerveza hacia sus brazos y saliendo tan rápidamente de allí que casi cerró la puerta de un portazo.

Leila se quedó mirando la puerta con la cerveza en una mano y el teléfono en la otra. Bajó la cabeza y se sentó en una de las sillas. Marcó un número.

-Hola. Tu idea para ligarme al vecino no ha funcionado, ha salido corriendo. ¿Y ahora qué coño hago con la cena? -reprochó a su amiga.
-Yo iré a comérmela contigo -le respondió ella riendo.