LA OCTAVA DIMENSIÓN

Después de pasar de la primera dimensión, la línea, a la segunda, el plano, de ahí a la tercera, el volumen, adentrándose en la cuarta, el tiempo, para entrar casi de puntillas en la quinta, el espacio multidimensional de las leyes de la física y la matemática, del que le costó salir, por puro desconocimiento –o quizá enmarañamiento– de las fórmulas y los lazos numéricos entre el espacio real, físico, y el virtual, hipotético, llegó a cruzar hasta la sexta dimensión: la ensoñación. Saliendo del tiempo y el espacio reales, un objeto, que aparentemente tiene forma de mesa, en nuestra sexta dimensión puede utilizarse o concebirse como un pecho de mujer, una lágrima de cocodrilo o un vulgar cortaúñas, al igual que el sonido de un despertador se nos aparece como una preciosa campana tintineante. La sexta dimensión puede estar latente, invisible, inexistente, y es entonces cuando soñamos cosas tan reales que apenas las distinguimos de la propia realidad. Quería él saber qué ocurre al atravesar la sexta dimensión, a dónde va a parar el ser humano cuando sale de todos esos planos, y añadió a la sexta dimensión la voluntariedad, la capacidad de modificar cualquiera de las dimensiones anteriores a propósito, de ver, donde hay pechos de mujer, mesas de billar o patas de conejo, y así halló la séptima dimensión: la imaginación. Y cuando llegó a la séptima dimensión decidió continuar más allá y buscar la dimensión siguiente, ávido de dimensiones, anhelante, sediento, insaciable, hasta llegar a la octava dimensión.

De allí no volvió. Quizá, es posible, sin duda esa octava dimensión será la muerte.

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