Con sus sublimes y agraciadas manos caminaba Elsa por la vida, de acá para allá, yendo y viniendo, llevándolas al colegio y regresándolas a casa y, con ellas, agarrando bolígrafos, cuadernos, libros, cuentos, muñecas, cubiertos, servilletas, dejando entrar anillos, pulseras, chocándolas contra otras manos o dejándolas calentar bajo las nalgas en la silla de la escuela.
Un día agarró una cazuela de agua que hervía a borbotones con sus ágiles, delicados, largos y finos dedos, blancos como teclas de un piano, tan suaves que se deslizaron y tropezaron derramando toda el agua sobre ellos. Sus gritos se escucharon a través de las teclas del piano y retumbaron en la habitación, expandiéndose hacia fuera, penetrando en la piel de los vecinos, erizando su vello y llegando hasta el corazón para tomar fuerza, subir hasta la mente y provocar sentimientos de horror y tragedia.
Los dedos se retorcieron al son del dolor y quedaron deformes, huesudos, torcidos, rugosos y rosados como el vientre de una geoda. El piano ocupó un solitario y nostálgico rincón de estética romántica.
Un día tuvo un hijo. Lo llamó Frédéric. Le miró las manos al nacer y comprobó sus largos y finos deditos haciendo promesas a sus quemadas manos. Frédéric porque así se llamó Chopin. Frédéric porque sería pianista.
—Papá, ya no quiero tocar más el piano. Me aburro —dijo Frédéric.
Y su padre tuvo que narrarle esta historia.
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