EL GRIFO

Eran las 9:00 de la mañana. Levantó la persiana, dejó entrar la luz en la habitación, se frotó los ojos, se sentó en la cama y se puso las zapatillas. Fue caminando hasta el aseo arrastrando los pies, dejándoles despertar a otro ritmo más lento, rascándose la cabeza, la espalda, la nalga. Llegó al lavabo y se miró al espejo. Abrió el grifo y se lavó la cara. De pronto miró el grifo y recordó aquel primer día en España, cuando su nueva mamá le dijo: “abre el grifo y lávate la cara” y no supo siquiera cuál de todas aquellas cosas que contemplaba maravillado sería el supuesto grifo ni para qué podía servir. Y se quedó mirando el grifo igual que cuando su madre le llevó la mano hasta él y se lo abrió aquel día y se produjo el milagro del agua fluyendo a presión y escapándose por el desagüe; recordó como primero intentó buscar un recipiente para no perder esa bendita agua que fluía sin esfuerzo hasta que se dio cuenta de que no era necesario porque siempre que abriera el grifo saldría agua y comenzó a abrirlo y cerrarlo una y otra vez, levantando y bajando la palanca, viendo como el agua respondía siempre a esa sencilla orden como si un grifo fuese un sencillo aparato de precisión que cualquiera pudiera tener, como si no hubiera que ir nunca más a ningún pozo a coger agua con el cubo ni recorrer, sin poder beberla, los veinte kilómetros de vuelta a casa. Y de aquel recuerdo fluyó, como del grifo, una pequeña lágrima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario