TANATOPRAXIA

Llevaba catorce años maquillando cadáveres; catorce años repitiendo los mismos movimientos, frotando los miembros rígidos de los cuerpos inertes para colocarlos en posición de despedida final, en decúbito supino, con los brazos cruzados sobre el pecho o a lo largo junto a las caderas, peinándolos, moviendo sus labios hacia arriba, sujetándolos a veces hacia atrás con un punto o una grapa, para esbozar una sonrisa, su sonrisa de despedida, la última, proporcionándoles el color perfecto, ese que les da la apariencia de no haberse ido a ningún sitio, de poder abrir en cualquier momento los ojos y sin dejar de sonreír –inevitablemente sujeta su sonrisa a su oreja– pronunciar la frase mágica, la que nunca suena, “ha debido de haber un error porque yo no estoy muerto, qué hago aquí, sacadme de esta caja que huele a alcanfor y perfume a limón, quitadme los algodones de la nariz que no puedo respirar, ha tenido que ser un error médico”.

Aquella mañana se levantó y sintió un leve ardor de estómago muy desagradable para trabajar en un lugar en el que el ardor de estómago, en lugar de salir desde dentro, penetra al respirar. Al llegar al trabajo se dio cuenta de que además se había olvidado el bálsamo nasal y eso añadía al desagradable hedor habitual la imposibilidad de mitigarlo. Todo eso y una sensación de hastío que llevaba arrastrando una buena temporada le acercaron al cadáver del día con una predisposición nada recomendable. Entonces se abrió bruscamente la puerta y un tipo se asomó como buscando a alguien, miró a los lados y se fue sin abrir la boca. Habría protestado o insultado al tipo, haciendo referencia a su lamentable educación, pero en lugar de eso se descubrió sonriendo, pues le pareció que tenía un aspecto muy cómico. Aquello le recordó al circo. Y ahí surgió la inspiración. Ya estaba bien. Era el momento de terminar. No habría vuelta atrás y él lo sabía. Agarró la crema blanca y untó, o más bien embadurnó, completamente, el rostro de su cadáver, un señor de edad madura, unos 55 años, fallecido probablemente de un infarto, quiso imaginar, habida cuenta de su costura en forma de Y que indicaba que había tenido su autopsia. Una vez bien embadurnado tomó sus cabellos, que afortunadamente eran suficientemente largos, y los peinó, la parte central del cráneo hacia atrás y los laterales hacia fuera, cardándolos con el peine para crear sensación de volumen, y después descargó el espray rojo sobre su cabello hasta colorearlo del todo. Con el lápiz de ojos negro pintó un rombo alrededor del ojo derecho y una línea vertical entrecortada atravesando el ojo izquierdo. Después con los dedos mezcló la sombra de ojos verde con un poco de crema y coloreó con la mezcla el interior del rombo. Finalmente, con el lápiz labial dibujó un cerco alrededor de la boca, subiendo a modo de sonrisa por ambos lados, y lo coloreó con el propio lápiz. Se detuvo y observó su hazaña. Miró a su alrededor y buscó hasta encontrar una botella con el tapón rojo, que desenroscó y encajó en la punta de la nariz de su difunto amigo. Ahora ya sí era un payaso perfecto. Guapo, se atrevió a considerar.

Cerró la caja y llamó para que la bajaran a la sala. Se sentó en la silla a esperar, pues sabía que era cuestión de tiempo. Quince minutos después una mujer irrumpió en la habitación. Él se levantó, a pesar de todo, sorprendido, y ella se acercó hasta él y descargó sobre su mejilla un bofetón que resonó en el armario de los utensilios. “¡Cerdo hijo de puta!”, dijo al salir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario