EL TÚNEL

Al volver a casa de su viaje de dos días había un desagradable olor a podrido. Fue directa a la basura, abrió los cubos, cerró las bolsas y bajó al contenedor. Al volver, el olor persistía. Era un olor a podredumbre, a rancio, entraba por la nariz y se alojaba en la parte de atrás de la garganta, casi tocando la campanilla. Abrió la habitación y olisqueó, por si se trataba de alguna prenda de ropa tirada bajo la cama o algún zapato con el resultado de una mala pisada. Nada. Limpió el calzado, buscó ropa en el suelo que llevó a la lavadora, abrió la ventana y salió de la habitación. El olor estaba fuera, eso lo notó al salir, de modo que fue olisqueando toda la casa, sin encontrar exactamente el origen de un olor que ya le estaba provocando náuseas. Cuando, ya inevitablemente entre arcadas, iba hacia el retrete, pisó en su carrera con fuerza una de las baldosas del pasillo y notó cómo se movía. Siguió corriendo para evitar vomitar sobre ella, pero en cuanto vació a fondo su estómago volvió de nuevo a comprobarla. La baldosa estaba suelta, pero no podía levantarla fácilmente, porque la única manera era pisarla con fuerza por un lado y entonces le era imposible agacharse para levantarla del otro. Fue hasta la cocina y volvió con un cuchillo romo, para utilizarlo a modo de palanca. Finalmente consiguió levantar la baldosa y al apartarla a un lado salieron varias moscas revoloteando. El cadáver de un gato se descomponía ante sus ojos. ¿Cómo habría llegado ese gato hasta ahí? Pensó en quién podía haber entrado en su casa estando ella ausente, pero antes de encontrar una respuesta, al sacar el gato envolviéndolo en una bolsa de basura y depositarlo en otra con asco, observó que el agujero que había en su suelo se marchaba pasillo a través hasta otro lugar en la casa contigua y se le ocurrió que su vecina podía haberse deslizado por ahí hasta su casa.

Decidió que recorrería ese túnel hasta ver dónde terminaba. Primero se ocupó del gato, que terminó de encerrar en la bolsa de basura y bajó también al contenedor. Al volver, el olor dominaba toda la casa y se entretuvo en abrir todas las ventanas para oxigenarla un poco. Entonces se puso sus pantalones viejos y su camiseta rota, se cambió de zapatillas, se colocó unos guantes de látex y un gorro de lana en la cabeza y se decidió a entrar en el desenmascarado butrón. Tuvo que introducir primero los brazos y la cabeza, pero al entrar el olor era tan intenso que se hacía insoportable, por lo que salió de nuevo y, recordando la imagen de alguna película, se untó bien los agujeros de la nariz con vaselina de fresa y, untando también con la misma vaselina un pañuelo, se lo colocó delante de la boca sujeto a las orejas con dos gomas atadas a los extremos, resultando una improvisada mascarilla. Volvió a entrar de nuevo, notando cómo el pútrido hedor se mezclaba con el aroma a fresas y haciendo un esfuerzo mental para aislar ambos olores, quedándose solo con uno de ellos. Fue avanzando a gatas, casi tumbada, por el pequeño túnel, hasta que la oscuridad se hizo más intensa. Entonces paró y buscó el teléfono que llevaba en el bolsillo, utilizando su pantalla para iluminar. El túnel era muy largo, quizá ni siquiera terminara en la casa del vecino sino en otra más allá. Continuó avanzando despacio; de repente, oyó unas pisadas justo encima de su cabeza y se asustó. Permaneció quieta, paralizada, hasta que las pisadas desaparecieron en el sentido contrario, y entonces siguió avanzando. El olor persistía, incluso le pareció que se había intensificado. Al final del túnel se veía por arriba un recuadro de luz que señalaba cuál era la baldosa por la que supuestamente alguien había entrado con su gato muerto. Se detuvo bajo ella y escuchó. No se oían ruidos.

Colocó la palma de la mano sobre la baldosa para empujarla hacia arriba y notó que cedía. Apenas pesaba unos doscientos gramos, por lo que la apartó sin dificultad. Asomó la cabeza y no vio nada. En aquella casa el olor era tan penetrante que su improvisada mascarilla le resultaba inútil y volvió a sentir náuseas de nuevo. Salió del agujero y se precipitó a la ventana más cercana, abriéndola y respirando hondamente. Al volverse, en el suelo yacían cinco gatos muertos. Con un gesto de asco fue lentamente examinando toda la casa, al tiempo que abría las ventanas para poder respirar. En el pasillo había otros dos gatos y al llegar al final, en la cocina, una mujer yacía en el suelo muerta, con la cara amoratada y un charco de sangre tras su nuca que sugería un fuerte golpe al caer en el suelo. Sobre la mesa de la cocina había un paquete de veneno para ratas abierto. De pronto, tras una puerta de la cocina, escuchó un tenue maullido. Abrió la puerta y un gato muy delgado salió maullando y se frotó contra sus piernas. El gato estornudó y se fue caminando lentamente por el pasillo, esquivando a sus congéneres; ella le siguió y vio cómo se metía por el agujero de la baldosa y se marchaba por el túnel. Sin tocar nada, agarró su propio teléfono y llamó al número de emergencias.

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