EL PIANO


Un extraño ruido la despertó. Parecían golpes, pero eran golpes musicales, es decir, al mismo tiempo que el estruendo característico del golpe sonaban notas que vibraban en el aire durante diez o veinte segundos. La calma que siempre había en el patio al que asomaba su dormitorio había sido interrumpida por aquel ruido tan sorprendente, de modo que se levantó de la cama y fue a asomarse. En el edificio de enfrente se veía el movimiento característico de una mudanza: gente que cuando subía pasaba por las ventanas de la escalera con todo tipo de enseres y al poco bajaba con las manos vacías. Arriba, llegando ya casi al penúltimo piso, pudo ver el origen del ruido: alguien estaba subiendo un piano sin tener ningún cuidado.

Carolina salió disparada escaleras abajo y cruzó el patio como si el piano fuera suyo. Al llegar arriba encontró a los dos empleados de la casa de mudanzas, sudorosos y hastiados, empujando el piano con una brusquedad que casi parecía odio. Rápidamente comenzó a dirigir sus movimientos con gritos y órdenes; los empleados, aun sin conocerla de nada, la obedecían, pues el tono de su voz hacía pensar en ella como propietaria del instrumento. Cuando por fin entraron en la casa y lograron colocar el piano donde ella les indicó, respondiendo a un categórico “¡Fuera!” de ella huyeron por las escaleras.

Durante casi media hora, sentada en una caja de cartón, Carolina tocó. Todo el vecindario se dejó envolver por la música. Hubo un instante en el que la vida parecía haberse paralizado en espera de un movimiento final. Después, la dueña de la casa llegó, encontró a los empleados fumando en el portal, les gritó y, alertada por sus explicaciones, subió a averiguar qué estaba sucediendo. Carolina oyó las voces acercarse por las escaleras y comenzó a tocar más fuerte, pero las voces iban aumentando de volumen y por más fuerte que ella tocara comprendió que estaban a punto de aparecer por la puerta. Justo cuando subían el último tramo de escaleras, el último peldaño, casi asomando uno de los pies de la dueña por la entrada, Carolina tuvo una inspiración, dio un salto hasta la puerta y se la cerró de golpe en las narices.

Aún tocó media hora más hasta que la policía, ayudada por un cerrajero, logró entrar en la casa y sacarla de allí para llevársela detenida. “En su comisaría no hay piano, ¿verdad?”, les preguntó Carolina riendo.

LA FORJA DE UN ASESINO

En el supermercado se sentía extraño, fuera de su hábitat, incómodo, de modo que nunca iba a comprar. Pero Jenny llevaba casi un mes sin ir a trabajar, convaleciente tras una operación de útero sobre la que no había querido conocer más detalles sino aquella desagradable consecuencia. La casa estaba desordenada y sucia y su nevera casi vacía. Llamó a la casa interesándose por su estado. Mierda, aún le quedaba otra semana como mínimo. Le mintió diciendo que estaba bien, que se había organizado para sobrevivir sin ella, y le hizo prometer que volvería cuanto antes. Ya llevaba varios días pidiendo comida por teléfono y estaba harto. De modo que finalmente decidió ir a comprar al supermercado.

Como no sabía por dónde empezar, decidió seguir a una de las mujeres que acababan de entrar y hacer la misma compra que ella. Después ya se le ocurriría cómo preparar esos alimentos para hacerlos realmente suyos. De modo que ahí estaba él, con aire disimulado, detrás de la mujer, escogiendo cada producto idéntico al que ella escogía. Al principio la mujer no reparó en su presencia, pero al cabo de un rato comenzó a mirarlo con desconfianza. Él miraba hacia otro lado y fingía interesarse por cualquier producto que tuviera enfrente. Poco a poco la mujer fue alterando su gesto, que pasó de distraído a aterrorizado. Finalmente fue a la caja, casi precipitándose, probablemente olvidando algo, y él, más impaciente por acabar de una vez que por ser descubierto, se colocó tras ella, visiblemente alterada, con el rostro enrojecido y las manos temblorosas. Nada más pagar, como si hubiera escuchado el disparo de salida de una maratón, dio un salto y se alejó a la carrera. En ese momento fue cuando, por algún motivo, él sintió ese deseo de continuar con su idea más allá de su origen, que era sencillamente hacer la compra, para comenzar una persecución. Pagó y salió detrás.

La mujer caminaba a toda velocidad con sus bolsas, mirando hacia atrás constantemente. Corrió un poco para no perderla, pero no se molestó en camuflarse. Le importaba muy poco que ella se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo y sintió una extraña excitación al leer en su rostro al asesino que ella estaba imaginando. La mujer dobló la esquina; él corrió hacia ella para no perderla y al llegar pudo ver como se cerraba la puerta de un portal.

Llegó a tiempo de meter el pie y evitar que la puerta se cerrara. Dentro, la mujer, mirando hacia la puerta, llamaba compulsivamente al ascensor. Cuando él entró, ella soltó las bolsas, que se estrellaron contra el suelo, dejando un eco de vidrios rotos. Estaba paralizada por el terror y eso aumentó su excitación más allá de lo imaginable. El ascensor paró y se abrieron las puertas. Ella lo miraba a él sin atreverse a nada; entonces él la empujó hacia dentro y entró tras ella con sus propias bolsas, dejando las de ella en el suelo. La puerta del ascensor comenzó a cerrarse, pero él puso el pie y le preguntó, rotundo: “¿Piso?”. Ella tartamudeó: “Se... seis”. Pulsó el botón y el ascensor comenzó a subir. Dejó las bolsas en el suelo suavemente, se acercó a ella y pulsó el botón de parada. Ella se sobresaltó, pero no dijo nada. Él se acercó y la besó en la boca; ella cerraba los ojos como si alguien estuviera a punto de estallar un globo a su lado. Sin dejar de besarla, rodeó su cuello con las manos y empezó a apretar fuertemente. Ella empezó a toser contra su boca. Eso le excitaba aún más. Siguió apretando y ella subió las manos y le agarró de las muñecas como si quisiera apartarlo, pero suavemente, sin fuerzas.

Cuando ella soltó el último aliento él se dio cuenta de que había tenido una erección y ahora el pantalón estaba manchado. Al salir, tuvo que taparse los pantalones con las bolsas de la compra.

EL FRAILE Y LA DEVOTA


El fraile retiró la capucha de su casulla y entonces ella pudo ver su rostro. Jamás había visto un hombre tan hermoso. No pudo evitar quedar perdidamente enamorada de él y, como no podía ser de otra forma, su devoción aumentó infinitamente, negando aquel otro sentimiento para desviarlo hacia un profundo sentimiento de fe.

Pero en sus sueños siempre pensaba en el fraile llegando a su celda por la noche, quitándose la casulla y descubriendo ante ella un irresistible cuerpo rebosante de pecado. Y, por más que intentaba evitar este pensamiento, al que cada vez añadía detalles que lo hacían más pecaminoso, su imaginación era tan poderosa que despreciaba sus peticiones. Un buen día se le ocurrió que quizá aquel incontrolable deseo se extinguiera si conseguía ver en la vida real, tal y como ocurría cada noche, las imágenes que su mente aderezaba con tanto gusto, pues puede que entonces viera un discípulo de Dios, un siervo de Él, con mayúsculas, y eso acrecentaría aún más la fe que sentía cuando lo miraba. La decisión estaba tomada, pero no sabía cómo lograr su propósito, pues la idea de explicárselo al fraile la hacía sentir tan agitada que ni siquiera se atrevía a continuar pensando en hacerlo y mucho menos aún ponerlo en práctica. Por ese motivo tuvo la idea del viaje a Roma. Se le ocurrió que le sería más sencillo, sabiendo cuál era la habitación del fraile, llamar en la noche y, una vez dentro, inventar cualquier excusa que su magnificada fe sin duda convertiría en revelación divina.

Tuvo suerte, pues el fraile fue uno de los primeros en sumarse a la iniciativa. Como se trataba de un viaje que cualquier católico deseaba hacer al menos una vez en la vida, pronto tuvieron un grupo lo suficientemente numeroso para buscar descuentos y ofertas que abarataran el proyecto.

Sin ánimo de aburrir a los lectores con los preparativos del viaje o el desplazamiento mismo, saltaré desde todos los días que transcurrieron en esas actividades hasta la noche en que Leonora, que así se llamaba la devota mujer, decidió entrar en la habitación de Manuel, el fraile. Únicamente aclararé que, para no tener que llamar a la puerta e importunarlo, esto es, para evitarse una explicación que no sabía si su fe, magnificada o no, podría inventar, le había quitado la llave de la habitación en un descuido durante el desayuno, segura de que en el hotel podrían encontrar una llave sustituta para ese día, puesto que al día siguiente ella, ya libre de aquel yugo emocional, la empujaría debajo de algún mueble e incluso fingiría encontrarla ganándose, además, el respeto de los empleados.

La noche llegó; sentada en un lado de la cama, con la luz apagada, las piernas juntas, el cuerpo en ángulo recto, la llave de la habitación en una mano sobre su falda y la otra sobre aquella, protegiendo su tesoro, parecía un maniquí, tan tiesa, con la mirada tan perdida, esperando a que todos, incluido su fraile, se hubieran dormido para merodear sin obstáculos. Se había puesto un traje precioso que había usado solo en otra ocasión, en una boda, con un pequeño sombrerito a juego que disimulaba su anhelante mirada bajo un vaporoso velo, y se había maquillado. Parecía ridículo, puesto que no esperaba que su fraile estuviera despierto y por lo tanto nadie iba a verla así vestida, pero había sentido la necesidad de vestirse para tan importante ocasión y, puesto que nada parecía tener explicación, ni siquiera se la buscó a esta excentricidad. Hacia las dos de la mañana el maniquí cobró vida. Se levantó silenciosamente y muy lentamente fue hasta la puerta, que entreabrió con sumo cuidado: no había nadie en aquel pasillo. Con la misma cautela, dirigió sus pasos hasta la escalera y bajó al piso inferior. Después, con el mismo extraordinario sigilo, llegó hasta la habitación del fraile, deslizando la llave que tenía en la mano tan suavemente que el vuelo de una mosca habría sonado más fuerte.

El fraile dormía sobre la cama. Nunca, ni en el más lujurioso de sus sueños, habría imaginado al fraile desnudo sobre el colchón, mostrando con insultante impudor un cuerpo absolutamente perfecto, tan perfecto como su rostro. Entonces Leonora se derrumbó y no supo cómo continuar pues, lejos de aumentar su fervor, sintió los calores subir por debajo de su vestido, esos mismos calores que sentía al despertar de sus fervorosos sueños. Extasiada y al mismo tiempo acorralada por su propio deseo, el calor era tan grande que sin querer, allí de pie, contemplando a su hermoso Manuel, se fue quitando la ropa con desprecio, como si la apartara de sí, como si le molestara, a zarpazos, hasta quedar completamente desnuda, allí, de pie junto a su hombre. Permaneció así un rato; parecía haber llamado al maniquí que antes había estado sentado en la cama esperando su momento, hasta que el fraile se movió y ella sintió que el corazón iba a saltar de su pecho para caer a los pies de su amado. Manuel se despertó, con esa enigmática sensación que dan las presencias, y la vio allí de pie, desnuda, con su gorrito sobre la cabeza y el velo cubriendo sus ojos, completamente paralizada. Entonces se levantó, fue hasta ella y con suavidad le quitó el sombrero y las trabas que sujetaban su cabello y después, rozando con una mano uno de sus pechos, la besó tiernamente en los labios.

Al año siguiente Manuel y Leonora tuvieron un hijo. Ya no volvieron a la iglesia, aunque a Leonora le habría gustado.

EL ARMA DEL CRIMEN

Todo comenzó con un pequeño tubo que Eduardo cortó y limpió a partir de un trozo de bambú que alguien había tirado al suelo. Con su pequeña navajita cortaúñas se entretuvo recortando uno de los lados en curva y después agregando dos agujeros, uno delante y otro detrás, con la idea de hacer un silbato. Lo fue probando mientras lo cortaba y, aunque no sonaba, pensó que quizá habría que esperar a que estuviera terminado para hacerlo sonar. De modo que continuó cortando, limpiando y tallando hasta que tuvo un pequeño silbato de bambú. Entonces se lo acercó a la boca y sopló, pero siguió sin escucharse nada. Tapó uno de los agujeros, después el otro, y siguió si escuchar nada. Lo miró y, a punto de tirarlo, dándolo por inútil, se dio cuenta de pronto de que había bastantes lagartos a su alrededor. Sorprendido, volvió a soplar por el silbato y contempló como a sus soplidos acudían más lagartos a su encuentro. Entonces se dio cuenta de que, aunque él no escuchaba nada, los lagartos sí debían de oír un pitido que les hacía acudir, atraídos quizá por la promesa de algún alimento, el sonido de un animal moribundo pidiendo socorro, el roce de un insecto que se agita en el suelo, puede que una cucaracha que se ha dado la vuelta por error y no puede retomar su posición, o atraídos quizá por una promesa de amor, el canto de una hembra en celo o una lucha entre hembras por el mismo macho, o cualquier otro sonido que por algún motivo atraía a aquellos animales. Sorprendido y divertido a la vez, Eduardo comenzó a soplar sin parar para comprobar hasta cuántos lagartos podían acudir a su llamada. Pronto aquel rincón del jardín se llenó de lagartos hasta tal punto que ya no se veía el suelo y Eduardo, atrapado repentinamente en un ataque de risa, continuaba soplando y soplando hasta que tropezó y cayó hacia atrás, rodeado como estaba de lagartos, tragándose por accidente su silbato. Y quizá el aire que intentaba aspirar mientras se tragaba el silbato continuara emitiendo aquel pitido porque, ya en el suelo, los lagartos comenzaron a entrar por su boca y él ya no podía hacer nada porque ya no podía respirar, a cada lagarto que entraba le faltaba más aire y, lo que es peor, no podía dejar de reír, porque su ataque de risa se había apoderado de su propio pánico.

Eduardo quedó muerto en el suelo entre el jardín y el asfalto. Al rato, de su boca comenzaron a salir lagartos. Uno  de ellos llevaba en la boca su pequeño silbato de bambú.

—Y aquí tenemos el arma del crimen —dijo el forense con una sonrisa al ver salir huyendo a toda velocidad a un lagarto de la laringe del cadáver durante la autopsia.