EL PERGAMINO

Bajaron las escaleras que conducían a la cripta con sigilo, agarrados de la mano. La puerta estaba entornada, pero dentro no había luz. Despacio, semiagachados, casi de rodillas en el suelo, entraron de lado, para no abrir la puerta más de lo que estaba, y siguieron hasta alcanzar la pared izquierda, ya a gatas, para avanzar por el pasillo en dirección al altar. Al fondo se escuchó un ruido. Pararon en seco y se miraron. Apenas adivinaban sus gestos en la penumbra, aunque ambos tenían la misma expresión. Se oyó otro ruido y un murciélago salió volando hacia el techo. Los dos notaron como la mano del otro se relajaba. “Por aquí”, musitó Ricardo. Al llegar a la segunda fila de asientos, ya habituados a la falta de luz, comprobaron que una de las baldosas del suelo estaba suelta. Ricardo soltó a María y levantó la loseta con los dedos. Un papel viejo y raído yacía enrollado en el agujero. María lo agarró, Ricardo volvió a colocar sigilosamente la loseta en el suelo y salieron. Ya en el exterior, corrieron hasta la esquina siguiente, el lugar más lejano que su excitación les permitía alcanzar, y agazapándose en una esquina María agarró el pergamino y lo desplegó con delicadeza. Los dos miraban ilusionados, emocionados. El papel decía: “tonto el que lo lea”.

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