EL OPONENTE

Paseaba por el parque cuando sintió haber dado una patada a algo. Miró hacia abajo esperando encontrar una piedrecilla, algún trozo de corteza, el corazón de una manzana, una bola de papel o cualquier otro desperdicio de los que los paseantes inciviles tiraban al suelo presuponiendo la existencia de un barrendero agradecido por el noble gesto de ayudarle a conservar su puesto de trabajo. Se trataba de una torre de ajedrez. Se agachó a recogerla: era una torre blanca de piedra tallada muy bonita. Instintivamente miró a su alrededor y un poco más hacia el oeste vio otra pieza –esta vez un alfil– que se acercó a recoger. Mientras se agachaba a recoger el alfil, un poco más allá, asomaba entre la hierba la cabeza del caballo.

Como si del tercer hermano de Hansel y Gretel se tratara, fue recogiendo sus petrificadas migas de pan, una a una, hasta que el camino de piezas le llevó a un apartadero del parque en el que se abría en círculo un espacio de arena con varias mesas de ajedrez. Sentado en una de ellas, junto al último peón blanco, un hombre de apariencia melancólica lo esperaba, con sus piezas negras colocadas frente a sí, para sonreírle y decirle: “¿juegas?”.

EL VUELCO

El doctor leía una revista despreocupadamente cuando entró aquella señora. Iba acelerada, sudorosa y despeinada, pero al mismo tiempo tenía un destello de calma en su mirada, sus ropas estaban perfectamente planchadas y lucía muy elegante. Se sentó, desplomándose, pero no, se levantó como si la silla quemara y comenzó a pasear por la habitación. El doctor, tras observarla intentando encontrar su oportunidad para siquiera saludar, esperó un poco más y apenas pronunció un “buenos” cuando ella ya le había interrumpido.

–Ayúdeme, doctor, no puedo soportarlo más –dijo, volviendo a desplomarse sobre la silla y volviendo a levantarse de nuevo para pasear por la habitación.
–Cálmese, señora, así no puedo hacer un análisis –respondió el doctor. De pronto, como imbuida por sus palabras, la mujer se calmó y se sentó, esta vez despacio, como posándose sobre la silla.

El doctor dejó pasar unos momentos de silencio ante él, disfrutándolos, procurando alojarlos en su memoria por si pudiera necesitarlos en previsión de un posible nuevo ataque de agitación.

–Cuénteme qué le ocurre –dijo.
–Ahora mismo nada –respondió, ante la mirada atónita del doctor–. Quiero decir que sufro episodios pero en este momento estoy bien.
–¿Qué tipo de episodios?
–Son episodios extraños. Es algo que no puedo explicar, como si me invadiera un yo contrario a mí que hiciera y pensara al revés que yo. Mi yo contrario choca con mi yo ordinario y eso me crea un estado de agitación que al mismo tiempo me ayuda a tranquilizarme.
–¿En qué consisten los episodios? Me refiero a cómo nota usted que se producen. ¿Le duele la cabeza, le sube un sudor desde el pecho, sufre algún tipo de picores?
–Oh, no, doctor. Sé que va a ocurrir porque es cuando más convencida estoy de que no ocurrirá. De hecho es posible que ahora… Áste ay –dijo finalmente, mientras se levantaba de un sobresalto.

El doctor, tras escuchar ese “áste ay”, permaneció un instante pensativo. La mujer había comenzado ya a pasearse por la habitación. Entonces el doctor abrió un cajón del que extrajo un espejo de tocador y se lo tendió a la mujer quien, al acercárselo, se calmó por completo y pudo volver a sentarse.

–¡Vaya, muchas gracias, doctor! ¡Gracias! –dijo, sentándose de nuevo en la silla con delicadeza–. Qué tontería esto del espejo, parece mentira pero se me ha quitado por completo. ¿Cómo…?
–Señora, lo que tiene usted se llama palindromosis. Por algún motivo, algún movimiento brusco, algún momento impetuoso que la haya alterado de modo repentino o algún tipo de sacudida, su cerebro se ha dado la vuelta dentro del cráneo y ahora tiene dificultades para adaptarse a su nueva posición. Por ese motivo a veces se comporta al contrario de lo que se espera de él. La única solución es mirarse en un espejo. De este modo su cerebro, al ver las cosas al revés, las percibirá correctamente y volverá a la normalidad.
–¿Y no podría solucionarse con otro movimiento brusco que vuelva a situar mi cerebro en la posición correcta? –respondió, ruborizándose.

El doctor la miró y sonrió con picardía. Ella lo miró a él con esa misma sonrisa, aún con el rubor en sus mejillas. Entonces se levantó, sin soltar el espejo, y comenzó a quitarse la ropa. El doctor se acercó hasta la puerta para echar el cerrojo.

EL DESUELLO

Era la primera vez que papá cazaba algo. Hasta entonces había salido muchas veces, pero nunca traía nada. En alguna ocasión le escuchamos discutir con mamá, que dudaba de que realmente fuera a cazar y le acusaba de tener una amante. Aquel día entró en casa sonriente, triunfante, con las botas llenas de barro y la escopeta colgada al hombro derecho como se cuelgan el bolso las señoras. En el otro hombro llevaba un morral del que colgaba, atado a una cuerda por las patas traseras, un conejo muerto. Todos lo rodeamos alborotados, sin atrevernos a tocarlo. Manuelillo acercó un tímido dedo al conejo y apenas lo rozó, retirándolo como si hubiera tocado un cable electrificado a miles de vatios. Maripí y Ester estaban un poco asustadas, lo cual aprovechó Paco para acercarse y empezar a menear al animal como si estuviera resucitando, a la vez que, cerrando la boca para imitar una voz grave, decía: “os voy a matar a todos, por malos” y las niñas huían. Mamá entró entonces secándose las manos, porque mamá siempre estaba secándose las manos, y miró a mi padre. Su primera reacción fue sonreír con esa sonrisa embobada de los enamorados; imagino que al ver la carga dio por refutada su teoría de la amante escondida. Después se acercó al morral, desató con habilidad el nudo que ataba las patas del animal y lo agarró con una mano para llevarlo a la cocina. “Hoy comemos conejo, niños”, dijo mientras desaparecía tras la puerta. Todos nos miramos y Paco dio el primer paso detrás de mamá, pero papá se puso delante de la puerta y nos dijo que aquello era mejor no verlo. Cualquier adulto debería saber que decir a un niño que hay algo que no debe ver le incita a buscar la forma de comprobar si eso es o no cierto, de modo que Paco y yo salimos al patio, seguidos por Manuelillo y las chicas, hasta la ventana de la cocina. Fuimos a buscar unas piedras para subirnos y alcanzar a ver desde fuera lo que mamá hacía con el conejo. Cuando colocamos las piedras y nos subimos, agarrándonos al alféizar, llegamos justo en el momento en que mamá, que le había quitado ya la piel de las patas traseras, agarraba esa piel y tiraba bruscamente, con una fuerza desconocida para nosotros, hasta la cabeza, arrancándole la piel al pobre animal y dejándolo tal y como tantas veces lo habíamos visto vender en el mercado de San Nicolás.

Bajamos rápidamente de las piedras y nos sentamos en el suelo. Nadie dijo una palabra; supongo que además de intentar reponernos estábamos fabricando mentalmente una nueva versión de nuestra madre. Ya era demasiado tarde para darle la razón a papá, pensé, y supe que siempre retendría aquella terrible imagen en mi memoria.