EL ASESINO LITERARIO

Sucedió en una cálida tarde de junio. Salió de trabajar furioso, frustrado, defraudado y, al llegar a casa, escribió:

“Caminaba lentamente por la acera cuando un enorme todoterreno perdió el control y de un volantazo entró en su camino atrapándolo en el capó, adhiriéndolo, amasándolo y chamuscándolo con su hirviente motor de explosión en dos tiempos. Aquí yace Don Justo González Gálvez.”

Don Justo era su gerente. Su “líder”, como le gustaba a la empresa llamar a los jefes en la era del nuevo mundo abierto y plural lleno de comprensión y conciliación de los trabajadores entre su vida personal y la profesional. Don Justo al día siguiente no fue a trabajar y alguien llamó y se supo que había sido atropellado por un todoterreno.

No podía negar el impacto de la noticia. Quizá fuese posible que... Solo por probar llegó a casa y escribió:

“Margarita Seisdedos comía su pescado con delectación cuando su nunca vista cara de pánico asomó en su rostro colorado, inflamado, ahogado por una traicionera espina. No llegaron a tiempo. Aquí yace Margarita Seisdedos Pérez.”

Margarita Seisdedos, su suegra, falleció al día siguiente por asfixia mientras comía una deliciosa ración de merluza a la gallega cocinada por ella misma. Quizá si no hubiese estado sola alguien pudiera haberla ayudado a recuperarse, pero no fue así.

Dios mío, no puede ser. Solo una vez más, quiso pensar, para asegurarse. Y escribió:

“El ilustre escritor Don José Manuel Peralta, Premio Nacional de Literatura, ha sido atacado por unos asaltantes en la puerta de su hogar de la calle Sigüenza. Los delincuentes le han asestado tal paliza que a pesar de los esfuerzos de los médicos del Samur ha llegado al Hospital de Elorriaga sin haber logrado su recuperación. Ingresó cadáver. Aquí yace Don José Manuel Peralta Ruiz.”

Nunca le había caído bien. Y exactamente eso fue lo que ocurrió al día siguiente con el ilustre escritor Don José Manuel Peralta.

En esa tercera ocasión ya él se preguntó si sería un visionario o, por el contrario, un sencillo hijo de puta. Sin capacidad de respuesta, escribió y escribió pequeñas reseñas, noticias en las que el resultado final siempre era una muerte cercana. Asesinó a su vecina, que tampoco le caía bien; a su director, que era tan mala persona como lo había sido antes su gerente; a su ex mujer, por infiel y zorra, incluso a un señor que le contestó mal en la sala de espera del médico. Finalmente llegó hasta la comisaría de su distrito y entró suplicando su detención. “Compréndalo, sargento, necesito que me detengan. He asesinado ya a catorce personas. No puedo continuar así”. El sargento lo miró y dijo: “Vamos, déjese de locuras, váyase a casa, sáquese una cerveza y un poco de pan o una galleta y duérmase masticándola frente al televisor. Es el mejor plan que existe”. “¿No lo entiende? Si no me detiene me veré obligado a escribir su propia noticia”. El sargento levantó la vista, incrédulo, y volvió a bajarla de nuevo. Hizo un gesto a uno de los chicos que lo acompañó hasta la calle.

El sargento Valcárcel estaba rellenando un impreso cuando un extraño sopor le sobrevino, cayendo este dormido sobre la mesa, con tan mala suerte que encajó su bolígrafo Parker de punta fina en la cuenca de su ojo, reventando este y llegando hasta la masa encefálica que se derramó sobre su informe inutilizando su contenido junto con su vida. Aquí yace, aquí mismo, el escéptico sargento Valcárcel.

En ese momento se dio cuenta de que estaba empezando a disfrutar.

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