MADERA DE PERDEDOR

Su novia le había dejado hacía una semana, justo después de que le comunicaran en el trabajo que su contrato no sería renovado, lo que le dejaba en el paro, cuando al salir de casa se le estropeó el coche. No podía llevarlo a arreglar porque no tenía dinero y como se había peleado con su familia no podía pedirles dinero ni a ellos, ni a su novia, que ya no lo era, ni al banco, por su evidente nueva situación económica, ni a sus amigos, con los que también había discutido por culpa de su novia, a la que ellos no soportaban, de modo que tuvo que ir a la oficina de desempleo caminando, y cuando llegó le dijeron que no había cotizado suficientes días como para cobrar el subsidio. De hecho le habían faltado tan solo tres días para llegar a los 365 requeridos. Cuando atizó un puñetazo al empleado de la oficina su único deseo era que aquel hombre y los dos compañeros que le defendieron le dieran una paliza de tal calibre que le ayudara a olvidar su penosa situación. Pero ni siquiera le pegaron tanto como para eso. Al llegar a casa las vecinas estaban parloteando en la puerta porque alguien había dejado entrar a un ladrón por la mañana y había desvalijado cuatro casas, incluida la suya, cuya puerta estaba rota y abierta. Apenas le contaron aquello recordó con rabia al tipo que había entrado al salir él del portal. Con asombrosa sangre fría, en el límite de sus fuerzas, entró en casa, abrió el armario de la limpieza, agarró la botella de lejía y salió con ella en la mano para decir a sus vecinas: “Por favor, llamen a un médico” mientras daba un trago y comprobaba que sería una llamada inútil porque la mujer de la limpieza la había rellenado con agua.

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