LOS AÑOS ILÍCITOS (dedicado a A.M.C.)

Cuentan que en el siglo XX, en los años 40, se apareció la Virgen María en un pueblo del Levante. Fue en el verano de 1942. El mismo verano que después dio lugar a aquella película sobre amores ilícitos de banda sonora inolvidable.

Unos niños correteaban entre las dunas de la playa cuando detrás de unos árboles divisaron una extraña luz. Era un resplandor violáceo, envuelto en una difusa neblina. Al acercarse los niños, el resplandor se apagó y todos huyeron a la carrera, de vuelta hacia la playa, lanzando agudos gritos con sus pequeños y potentes pulmones de niño. Atropelladamente contaron a su padre lo ocurrido y él se acercó sigiloso hasta el lugar. El resplandor volvió a lucir una vez más. El hombre se acercó hasta los árboles y, cuando estaba a punto de pasar entre ellos hasta el origen de la luz, esta volvió a apagarse de nuevo. Se quedó quieto un momento, parado, mirando hacia la oscuridad. Esperó a que volviera a encenderse, mientras imaginaba la luz de una linterna decorada con papel celofán en manos de algún bromista. Cuando volvió a encenderse, bruscamente saltó al otro lado de los árboles. Una mujer pálida, de gesto fino y endeble, lo miró con las manos extendidas palma arriba. Estaba cubierta por una manta hasta la cabeza, lo que hacía parecer que vestía una túnica. Se oyó el crujir de unas hojas en el suelo y el hombre vio las suelas de unos zapatos desapareciendo entre las sombras. La mujer le sonrió, le dijo: “solo cobro 50” y esperó a ver el gesto lascivo en su rostro para apartarse la manta y descubrirse en toda su desnudez. El hombre ya buscaba el dinero en el bolsillo de su camisa.

Cuando salió de allí, aún con los ojos inyectados en sangre, se encontró de frente con su esposa. Ella lo miró, primero suspicaz y después curiosa, dándole tiempo de reaccionar y explicarle los hechos. Y los hechos del 20 de agosto, en aquel verano de 1942, contaron que la Virgen María se le había aparecido para pedirle que rezara por la salvación de todos los pecadores y que en su honor se ocupara de erigir allí una ermita.

Y así fue como se construyó la ermita de la Virgen de las Dunas, a la que acuden en peregrinación los vecinos de todos los pueblos de la provincia una vez al año, el 20 de agosto.

SIN VIGILIA

El traqueteo del tren la adormeció. Con los ojos cerrados, notando el peso de los párpados, se dejó balancear por el rítmico choque de las ruedas contra los raíles, dejando entrar, aún consciente de la realidad, personajes y momentos de otro tiempo, de otros lugares, que fueron tomando su mente y desechando poco a poco el momento en que se encontraba. A pesar de ello y, como digo, consciente de la realidad, luchaba por permanecer alerta y de vez en cuando dejaba asomar un ojo que comprobaba que todo seguía transcurriendo normalmente con o sin su lucidez.

En una de las ocasiones en las que levantó un párpado para dejar hacer a su ojo las oportunas comprobaciones se encontró con un hombre sentado a su lado. Se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás hasta chocarla contra el cristal de la ventana; el hombre sonrió y le preguntó si se había hecho daño. Ella negó con la cabeza, pero notó el chichón inflarse sobre la nuca.

El hombre era rubio, delgado, de ojos verdes y cabellos lacios algo más largos de lo que se espera en un hombre vestido con un traje azul marino de confección. Entre sus cabellos, bajando desde lo alto de las orejas, asomaban unas gruesas patillas que igualmente desentonaban con la indumentaria, que terminaba con una corbata granate y una camisa azul celeste. Apenas lo miró un segundo y ya sintió su magnetismo. Él aún sonreía y la miró a los labios. Se sintió intimidada y sonrió también. Entonces él acercó su mano derecha por encima de ella y la apoyó en su cadera, justo entre la pared del vagón y el principio de su pierna. Ella se estremeció pero no quiso moverse. Mientras tanto él, con la otra mano, le sujetó la barbilla y la acercó suavemente hasta besar su boca. Ella sintió cómo un escalofrío recorría su espalda y se dejó besar. Notó un cosquilleo en su pierna; todo era cálido, suave y excitante. Después él se fue retirando despacio y la miró, aún sonriente. De pronto se levantó, abrió la puerta del vagón y salió, perdiéndose por el pasillo. El tren llegó a la estación y se detuvo. Se escucharon las notas del xilófono de los anuncios por megafonía. Ella abrió los ojos y se incorporó en el asiento. Miró a su alrededor, hasta fijarse en su bolso abierto. El monedero había desaparecido.

Cuando quiso describir en la estación al ladrón se dio cuenta de que recordaba a Robert Redford. Nunca supo qué había sido lo soñado y qué lo real, salvo el robo. Y el beso, aquel beso inolvidable, nunca supo si fue soñado o vivido.

EL UNIVERSO-OMBLIGO

Esta es la historia de un ombligo cualquiera. Nació doce días después que su dueño, cuando consiguió por fin perder ese trozo de carne ennegrecida que lo taponaba, impidiéndole sobrevenir a este supuestamente perecedero y al mismo tiempo interminable universo. Como agujero era hermoso, porque la carne que lo rodeaba se había allanado y al mismo tiempo arremolinado en forma de espiral. Como elemento útil de la naturaleza no era nada. Tan solo un ombligo. El recuerdo de una antigua utilidad prenatal, cuando el centro geográfico por el que entraba la comida que hacía crecer al bebé como a una planta anunciaba su futura existencia. Aquel momento, cuando ni siquiera existía como ombligo, fue su mejor momento. Después ya nunca fue nada. Ni siquiera un reclamo sexual: tuvo la mala suerte de pertenecer a un hombre con tendencia a engordar y espíritu depresivo. Como mucho pudo llegar a hacerse famoso aquel día en que, de forma simbólica, alguien dijo a su dueño: “te pasas el día mirándote el ombligo”. Pero ni siquiera lo había mirado al decirlo. Solo fue una expresión popular como otra cualquiera.

Nunca tuvo conciencia de su existencia pero, lo que es aún peor, tampoco la tuvo de su inexistencia, que era su verdadera realidad, porque un ombligo, no nos engañemos, no tiene conciencia, un ombligo no es más que un agujero, pero es que además un agujero no es nada en sí mismo, únicamente tiene sentido dependiendo de qué lo rodea.

Pero ah el día en que su dueño murió, ese día se hizo memorable para él, que siguió en el mismo sitio, ocupando el mismo lugar, siendo el mismo agujero que no cambia, dejando que cambiara su entorno hasta ver desaparecer la carne a su alrededor y unirse así con el aire, fundiéndose con el universo entero.

LA LECCIÓN DE SÓCRATES

Mamá nos encargó ir al pueblo a comprar un regalo para la abuela.

-El regalo perfecto es un jarrón para sus flores, siempre que vamos a verla y le llevamos un ramo anda buscando dónde colocarlo; buscad uno que sea grande, pero no demasiado, para que quepan todas las flores pero no les dé aspecto de ser más pequeñas -nos explicó-. ¿Lo habéis entendido? –Mila y yo asentimos-. Bueno, pues venga. Paz, tú llevarás el dinero. Como eres muy patosa, por favor que Mila lleve el jarrón, pero como Mila es tan despistada no le permitas llevar el dinero o lo perderéis.
-Sí, mamá –dijimos.

Esperando el tren nos entretuvimos contando los pájaros que se posaban en el cable. Cuando uno echaba a volar lo restábamos de la cuenta y si eran varios teníamos que contarlos deprisa, pues los pájaros cuando vuelan son muy rápidos y se entremezclan. Mila de pronto dijo: “qué tontería, contemos los que quedan en el cable y ni siquiera habrá que hacer la resta”, y las dos nos echamos a reír. De pronto todos los pájaros echaron a volar, el suelo tembló y el tren apareció a lo lejos.

En la tienda había un montón de jarrones para elegir. Afortunadamente Mila y yo teníamos gustos similares y pronto nos decidimos por un jarrón de barro cocido con un tono anacarado muy elegante. Pagué el jarrón; la dependienta me preguntó si quería envolverlo para regalo y asentí con la cabeza. Después volvió con las vueltas. Dijo: “tomad” y Mila alargó la mano y recogió el dinero, guardándoselo en el bolsillo del pantalón. Yo le dije: “pero Mila, mamá ha dicho que el dinero lo lleve yo”, y ella decidida dijo que mamá era una exagerada y que ella sabía perfectamente llevar dinero en el bolsillo sin perderlo. “¿O soy tonta ahora? A ver si va a resultar que soy tonta”, me dijo sonriendo y yo la comprendí. Al llegar a la estación del tren me di cuenta de que Mila llevaba la zapatilla desabrochada y se lo dije. “Anda, sujeta”, dijo tendiéndome el regalo. El tren entró en la estación en ese momento y el pitido resonó en el andén. “Corre”, le dije a Mila. Se abrieron las puertas y corrimos a subirnos. Al terminar la subida al vagón tropecé con el último escalón y el regalo, que aún sujetaba entre mis manos, se me aplastó contra la barra de sujeción de la puerta. Se oyó el crujir del barro roto bajo el envoltorio. Las dos nos tapamos la boca corriendo y dejamos escapar unas risitas. Entramos al tren y yo abrí un poco el regalo para ver el alcance de la rotura. “Quizá podamos pegarlo”, pensé en voz alta. Mila me dijo: “No, mejor bajemos en la próxima estación y demos la vuelta; aún tenemos tiempo de comprar otro jarrón igual y este nos lo quedaremos de recuerdo”.

Pero, cuando bajamos en la estación siguiente y cambiamos de andén para volver sobre nuestros pasos, Mila se metió la mano en el bolsillo y se dio cuenta de que en algún momento había perdido el dinero de las vueltas.

ASESINATO EN VERDE

Mamá pepino se acercó a papá pimiento y le dijo: “Anda, agarra a los niños y vámonos a casa, que ya es hora de comer”. El papá pimiento se acercó hasta sus hijitos, tomate, cebolla y zanahoria, y les dijo: “Venga, niños, nos vamos a casa”. “No, papá, por favor, un rato más, estamos aquí bañándonos en la piscina con nuestro amigo el cogollo, ahora mismito iba a enseñarnos a tirarnos de cabeza, por favor por favor déjanos”. “Lo siento, pequeños, tenemos que irnos. Si queréis podéis decir a vuestro amigo que venga con nosotros”.

-Te he dicho que laves bien las verduras, no que te pongas a jugar con ellas usando la pila de piscina. Lo estás salpicando todo –dijo la madre mientras arrebataba a la niña los ingredientes para la ensalada y con su cuchillo asesinaba a la toda familia verdura y su amigo el cogollo.

RESIGNACIÓN

En el pinar fui a un árbol, me apoyé y coqueta te llamé con la mano. En el pinar te acercaste a mí y rodeaste con tus brazos mi cintura. Me diste un beso. Poco a poco nos fuimos deslizando hasta el suelo. En el pinar no había nadie más. Solo nosotros dos. Tú deslizaste tu mano bajo mi falda. Yo te miré seria y te dije “no”. Tú me miraste con una sonrisa malévola y moviste la cabeza de arriba abajo, asintiendo, arrimándote más a mí y dejando que tu mano siguiera subiendo como si mi “no” hubiese sido un “no” sordo, fantasma, como si no hubiese recorrido mi estremecido cuerpo abriéndose paso por mi garganta para empujar el aire hacia afuera y salir impulsado vibrando a su paso mis cuerdas vocales, pasando por mi nariz para obligarla a hacer sonar la “n” y redondeándose bien en mis labios, arremolinado hasta formar una “o” redonda como una rosquilla, porque “no” era la palabra que mi cuerpo quería pronunciar, pero tus oídos dejaron entrar las letras sin prestarles la más mínima atención, porque tus oídos estaban escuchando ya tus jadeos que ensordecían cualquier palabra, y mi “no” volvió a escucharse de nuevo pero tú ya habías decidido continuar sin mí, sin tenerme en cuenta, y me habrías poseído igual aunque hubiese estado muerta porque de hecho yo morí un poco en aquel momento y mi quietud era tan grande que yo creo que ni muerta habría permanecido tan inmóvil como me quedé mientras tú me penetrabas sin escucharme, sin mirarme, sin quererme siquiera. Y yo, sin saber qué hacer, cuando todo terminó y recogimos nuestras ropas y nos atusamos los cabellos no tuve más remedio que enamorarme de ti, porque lo único que quería era ser feliz. Y allí, en el pinar, no tuve más remedio que prometerte amor para siempre.

CRUZANDO LÍNEAS

Abrió la puerta con un botellín de cerveza en la mano, masticando un trozo de queso.

-Hola, papá. Pasa, pasa.

El padre entró hasta el salón, seguido por su hijo, que sacó otra cerveza de la nevera y sujetándola en la axila agarró el plato de queso y el abridor y se precipitó hasta alcanzarlo.

-Siéntate; toma, una cerveza.
-Gracias –dijo el padre sentándose en el sillón al tiempo que escrutaba la habitación; la decoración y la pulcritud le confirmaron la capacidad de su hijo para sobrevivir sin la ayuda de sus padres-. Está muy bonito esto –resumió.
-Bueno, a los dos nos gusta la decoración y afortunadamente tenemos los mismos gustos –dijo su hijo sonriente.

Se sentó frente a su padre y con un gesto señaló el queso. Su padre tomó un trozo y comió. Se hizo un extraño silencio.

-Bueno, hijo, cuéntame. Pensé que necesitarías dinero pero no parece ser el problema.
-No lo es, papá, no lo es –dijo, y el silencio que llegó a continuación se hizo incómodo-. Realmente no sé por dónde empezar.
-¿Por el principio? –repuso el padre, intentando distender. Pero su hijo estaba ya ausente intentando encontrar la forma de explicarle la situación.
-Queremos tener un hijo –dijo finalmente.
-Pues me parece una gran idea –sonrió el padre.
-La cuestión no es querer, papá. La verdadera cuestión es poder. Llevamos unos meses intentándolo y no ha ocurrido nada.
-Hay que tener paciencia –interrumpió el padre, pero su hijo no le dejó continuar.
-Lo sé, lo sé, no te preocupes, no necesito un consejo, sino un favor. Déjame continuar, ya he empezado y no quiero parar –su padre asintió con la cabeza sin pronunciar palabra-. La cuestión es que, por asegurar que la paciencia sería una buena estrategia, fuimos al médico y nos hicimos las pruebas de fertilidad. Ángela salió bien, pero yo no. Yo soy estéril.
-¿De verdad? ¿Sin posibilidad de error? –su hijo miró hacia abajo y negó con la cabeza-. Vaya, lo siento.
-Ya, papá, imagino. La cuestión –continuó-, cuando lo supimos, fue decidir qué podíamos hacer. Primero estuvimos pensando en la posibilidad de adoptar, pero Ángela tiene ese instinto de la maternidad y quiere pasar por el embarazo. Además, aparte de que no puedo ser tan cruel como para negarle la posibilidad de ser madre por no tener yo esa opción, teniendo en cuenta que el padre nunca voy a ser yo, es lógico para los dos intentar que al menos la madre sea ella. Eso nos sitúa en la búsqueda de un esperma para inseminarla con él.

Hubo un momento de silencio en el que ninguno de los dos se decidía a continuar. Finalmente el padre tomó la palabra.

-¿Habéis acudido a uno de esos bancos de semen?
-No, papá –de nuevo el silencio volvió a hacerse incómodo-. Hemos estado pensando que al menos nos gustaría que existiese la posibilidad de que se pareciese a mí. Que viniera de mí.
-¿Pero cómo…? –inició el padre, pero de pronto, al mirar a su hijo, vio en sus ojos exactamente lo que estaba queriendo decirle desde el principio y se levantó repentinamente-. ¿Estás, me quieres decir que, te refieres a…? –su hijo asintió con la cabeza.
-¡Papá, no es tan mala idea, sería sangre de tu sangre que es casi como de la mía!
-¡Estás loco! ¡Estás completamente loco! –gritó, y girándose salió rápidamente hacia la puerta, la abrió y se marchó dando un portazo.
-Papá… -acertó a decir en voz muy baja. Ángela asomó desde el dormitorio, donde había permanecido al margen de la conversación, y lo abrazó. Lloraron. Quince minutos más tarde sonó el timbre. Era su padre. “Está bien. Lo haré”. Y los tres se abrazaron riendo entre lágrimas. Pero su padre estaba mirando a Ángela como si le hubiesen dado permiso para acostarse con ella.

EL ASESINO LITERARIO

Sucedió en una cálida tarde de junio. Salió de trabajar furioso, frustrado, defraudado y, al llegar a casa, escribió:

“Caminaba lentamente por la acera cuando un enorme todoterreno perdió el control y de un volantazo entró en su camino atrapándolo en el capó, adhiriéndolo, amasándolo y chamuscándolo con su hirviente motor de explosión en dos tiempos. Aquí yace Don Justo González Gálvez.”

Don Justo era su gerente. Su “líder”, como le gustaba a la empresa llamar a los jefes en la era del nuevo mundo abierto y plural lleno de comprensión y conciliación de los trabajadores entre su vida personal y la profesional. Don Justo al día siguiente no fue a trabajar y alguien llamó y se supo que había sido atropellado por un todoterreno.

No podía negar el impacto de la noticia. Quizá fuese posible que... Solo por probar llegó a casa y escribió:

“Margarita Seisdedos comía su pescado con delectación cuando su nunca vista cara de pánico asomó en su rostro colorado, inflamado, ahogado por una traicionera espina. No llegaron a tiempo. Aquí yace Margarita Seisdedos Pérez.”

Margarita Seisdedos, su suegra, falleció al día siguiente por asfixia mientras comía una deliciosa ración de merluza a la gallega cocinada por ella misma. Quizá si no hubiese estado sola alguien pudiera haberla ayudado a recuperarse, pero no fue así.

Dios mío, no puede ser. Solo una vez más, quiso pensar, para asegurarse. Y escribió:

“El ilustre escritor Don José Manuel Peralta, Premio Nacional de Literatura, ha sido atacado por unos asaltantes en la puerta de su hogar de la calle Sigüenza. Los delincuentes le han asestado tal paliza que a pesar de los esfuerzos de los médicos del Samur ha llegado al Hospital de Elorriaga sin haber logrado su recuperación. Ingresó cadáver. Aquí yace Don José Manuel Peralta Ruiz.”

Nunca le había caído bien. Y exactamente eso fue lo que ocurrió al día siguiente con el ilustre escritor Don José Manuel Peralta.

En esa tercera ocasión ya él se preguntó si sería un visionario o, por el contrario, un sencillo hijo de puta. Sin capacidad de respuesta, escribió y escribió pequeñas reseñas, noticias en las que el resultado final siempre era una muerte cercana. Asesinó a su vecina, que tampoco le caía bien; a su director, que era tan mala persona como lo había sido antes su gerente; a su ex mujer, por infiel y zorra, incluso a un señor que le contestó mal en la sala de espera del médico. Finalmente llegó hasta la comisaría de su distrito y entró suplicando su detención. “Compréndalo, sargento, necesito que me detengan. He asesinado ya a catorce personas. No puedo continuar así”. El sargento lo miró y dijo: “Vamos, déjese de locuras, váyase a casa, sáquese una cerveza y un poco de pan o una galleta y duérmase masticándola frente al televisor. Es el mejor plan que existe”. “¿No lo entiende? Si no me detiene me veré obligado a escribir su propia noticia”. El sargento levantó la vista, incrédulo, y volvió a bajarla de nuevo. Hizo un gesto a uno de los chicos que lo acompañó hasta la calle.

El sargento Valcárcel estaba rellenando un impreso cuando un extraño sopor le sobrevino, cayendo este dormido sobre la mesa, con tan mala suerte que encajó su bolígrafo Parker de punta fina en la cuenca de su ojo, reventando este y llegando hasta la masa encefálica que se derramó sobre su informe inutilizando su contenido junto con su vida. Aquí yace, aquí mismo, el escéptico sargento Valcárcel.

En ese momento se dio cuenta de que estaba empezando a disfrutar.

MARÍA PERSECUTORIA

Escuchó la grabación que anunciaba por megafonía su estación de metro y se levantó. A su lado había un chico joven que le pareció muy atractivo. En la estación bajaron los dos y se encaminaron a las escaleras. Subieron las escaleras y llegaron a un pasillo que terminaba en las escaleras mecánicas de salida. Atravesaron el pasillo y subieron. Al llegar arriba, se dirigieron hacia la salida que indicaba “pares” y subieron las escaleras hacia la calle. Siguieron calle abajo. Torcieron por la segunda a la derecha. En ese momento ella volvió a mirarlo de nuevo, en tono de sospecha. Continuaron caminando por la calle hacia abajo, atravesaron la avenida principal y bajaron otras dos calles para torcer por la siguiente hacia la izquierda. Ella volvió a mirarlo de nuevo, esta vez molesta. Él la miró indiferente, con un gesto de coincidencia. Al llegar al portal del número 27 ella se paró en seco y casi se choca con él, que también se paró en ese portal. Llamó al piso tercero izquierda y él la miró sorprendido. A esas alturas, ella no sabía si sentir miedo, pues él no hacía nada, ni marcharse ni llamar a algún otro piso. Estaba allí parado observándola.

-¿Quién?
-¿Ángel? –dijeron los dos a la vez. Sonó el crujir accionador de apertura de la puerta, pero atrapados en su propia reacción ninguno de los dos llegó a empujar a tiempo.
-¿Yaa? –dijo Ángel a través del aparato.
-¡No! –volvieron a pronunciar al mismo tiempo. Ahora Ángel apretaba el botón durante un buen rato y los dos pudieron empujar.
-Tú... –comenzó a decir él.
-Yo... Soy amiga de Ángel –respondió ella.
-Yo también –le dijo él.
-¡Qué casualidad! –rieron.
-¿Cómo te llamas?
-María. ¿Y tú?
-Bonito nombre. Yo Pablo.
-Bonito nombre también. Encantada, Pablo –se besaron en las mejillas.
-Es gracioso, ¿verdad? ¿De qué conoces tú...?
-¿Subís o qué? –dijo Ángel a través del micrófono.

Pero no subieron.

LA DECISIÓN ROTA

Estaba completamente decidido a decírselo y con esa firme decisión llamó a la puerta.

—Pasa —le dijo—, estaba a punto de acostarme.
—Oh, entonces —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
—No, no te preocupes. Charlaremos un rato.

Él entró y ella cerró la puerta. Abrió la nevera y sacó dos cervezas. “Gracias”, alcanzó a decir, pero ella ya se había ido hacia su habitación. Al pasar por el salón tras ella su madre dormitaba en el sillón atolondrada por el arrullador sonido de la televisión. Apenas un leve “buenas noches” sonó como un susurro entre conversaciones de personajes que iban y venían por la pantalla. La madre ni siquiera abrió los ojos. Continuó su persecución hasta su habitación; la encontró sin camiseta, en sujetador, revolviendo una silla llena de ropa amontonada en desorden. “Buf, buf”, bufaba, mientras supuestamente buscaba su pijama. Al verla sin camiseta tímidamente se apartó de la puerta, pero ella en seguida le hizo una seña mientras decía “pasa, pasa, no seré la única chica que hayas visto, ¿verdad?”, a lo que él iba a responder pero entonces ella encontró el pijama y exclamó un “¡aquí está!” mientras quitándose el sujetador dejaba al descubierto sus redondos senos durante unos segundos para volver a esconderlos de nuevo bajo el encontrado pijama. Después se quitó los pantalones y quedó en bragas, haciéndole sentir nuevamente incómodo, pero esta vez no se apartó pues ya conocía el argumento. Se puso el pantalón del pijama y se volvió hacia la mesa buscando su cerveza. Dio un largo trago y lo miró sonriente. “Bueno, aquí estás”, le dijo. Él sonrió. Entonces abrió un cajón y sacó un bote de desodorante de hombre. Pulsando el vaporizador impregnó toda la habitación, orientándolo especialmente hacia la cama. Iba a preguntarle qué hacía pero ella pareció intuirlo y le dijo: “me encanta este desodorante porque huele a él, me gusta dormirme oliendo a él”. ¿Él? ¿Cómo él?. En ese momento entró su madre en la habitación y dijo:

—Buenas noches, David. No te ofendas, pero es la hora de dormir. Nuria lleva un estricto horario y lo mejor sería que se fuese ya a descansar.
—¡Mamá! — rezongó ella.

Al salir del portal, cuando arrancó a caminar arrastrando los pies hacia su casa, se escuchó de pronto a sí mismo diciendo en voz alta: “¡Ni siquiera he podido hablar!”.

TU NOMBRE PUEBLA TU VIDA

De niña, Elsa tenía unas manos preciosas, con dedos finos y largos, ágiles, delicados y blancos como las teclas de un piano. Como no podía ser de otra manera sus padres la llevaron a clases y pronto se convirtió en una virtuosa. Cuando tocaba parecía como si con sus dedos llenara el piano de música, como si fuera invadiendo suavemente cada tecla y el piano, cómplice, devolviera su plenitud musical llenando la sala de notas que entraban en la piel de los espectadores y viajaban por debajo, erizándola, hasta llegar al corazón, donde la emoción crecía hasta llegar a la mente y devolver el mismo cosquilleo en señal de agradecimiento. Porque el placer de escuchar a aquella niña tocar únicamente podía hacer al oyente sentirse agradecido.

Con sus sublimes y agraciadas manos caminaba Elsa por la vida, de acá para allá, yendo y viniendo, llevándolas al colegio y regresándolas a casa y, con ellas, agarrando bolígrafos, cuadernos, libros, cuentos, muñecas, cubiertos, servilletas, dejando entrar anillos, pulseras, chocándolas contra otras manos o dejándolas calentar bajo las nalgas en la silla de la escuela.

Un día agarró una cazuela de agua que hervía a borbotones con sus ágiles, delicados, largos y finos dedos, blancos como teclas de un piano, tan suaves que se deslizaron y tropezaron derramando toda el agua sobre ellos. Sus gritos se escucharon a través de las teclas del piano y retumbaron en la habitación, expandiéndose hacia fuera, penetrando en la piel de los vecinos, erizando su vello y llegando hasta el corazón para tomar fuerza, subir hasta la mente y provocar sentimientos de horror y tragedia.

Los dedos se retorcieron al son del dolor y quedaron deformes, huesudos, torcidos, rugosos y rosados como el vientre de una geoda. El piano ocupó un solitario y nostálgico rincón de estética romántica.

Un día tuvo un hijo. Lo llamó Frédéric. Le miró las manos al nacer y comprobó sus largos y finos deditos haciendo promesas a sus quemadas manos. Frédéric porque así se llamó Chopin. Frédéric porque sería pianista.

—Papá, ya no quiero tocar más el piano. Me aburro —dijo Frédéric.

Y su padre tuvo que narrarle esta historia.

LA ATRACCIÓN ELÁSTICA

En el paseo, una pareja con aspecto hippie había montado un extraño armazón ensartando tubos de aluminio hasta formar un esqueleto de cuatro esquinas de las que colgaban, sobre cuatro paredes ficticias, unas enormes gomas elásticas sujetas a cuatro arneses. La madre y la niña se habían parado a mirar aquello cuando un niño se acercó y pagó su cuota por subir. La madre y la niña pudieron ver como ataban al niño al arnés y, tras sujetarlo mientras tiraban de él hacia abajo, tensando las gomas, lo soltaban, saliendo el niño disparado hacia el cielo, llevando las gomas hacia el otro extremo hasta volver a tensarse y retornar de nuevo hacia abajo, donde sus pies chocaban contra una base elástica sobre la que se agachaba para tomar impulso y volver a subir de nuevo. Parecía que el niño volaba, en un interminable vaivén, de arriba abajo, subiendo y bajando y obligando a los espectadores a seguirle, formando una alfombra de cabezas que, como girasoles en busca de luz, subían y bajaban al ritmo del niño. El hippie se acercó hasta él y le dio algunas indicaciones; después empezaron a practicar la forma de girar hacia atrás para dar una voltereta aprovechando la subida, de forma que el niño pudiese alcanzar el cielo rodando sobre sí mismo, llegando hasta arriba cabeza abajo, cambiando la sensación liberadora de acercarse al cielo por la emoción de alejarse vertiginosamente del suelo. El niño reía divertido y, aunque con dificultad, finalmente logró dar la vuelta en el aire sin ayuda. La niña miró a su madre iluminando los ojos y al mismo tiempo dejándolos caer entristecidos en esa suplicante mueca infantil que mezcla el sí con el no, la  autorización y la negativa, preparada para inclinarse por uno u otro gesto en espera de la respuesta materna, pero la madre le hizo una indicación bajando la palma de la mano pidiendo calma y la niña tuvo que dejar su gesto en suspenso. Mientras, el niño reía y gritaba divertido, entretenido con sus volteretas. Al rato el hippie volvió a pararle de nuevo y, tras nuevas indicaciones, comenzó a tirar de él hacia sí, fuertemente, de modo que al soltarlo salió volando, además de hacia arriba, hacia fuera. Sus gestos eran de pánico, pero la sonrisa que los acompañaba indicaba que era un pánico agradable, buscado. Cada vez lo agarraba más fuerte y lo lanzaba más lejos. Cuando lo hizo por última vez, la madre supo lo que iba a ocurrir apenas una décima de segundo antes de que el niño interrumpiera bruscamente su vaivén, dejando las cabezas que bailaban a su ritmo detenidas perentoriamente en dirección al saliente de las rejas del parque frente al que se encontraban, y apenas tuvo tiempo de tapar con su mano los ojos de la niña que no alcanzó a ver como se clavaba en aquellas rejas, insertado en ellas como un palillo en una aceituna, las gomas elásticas en tensión, mientras las caras de pánico perdían para siempre su sonrisa y la de aquel hippie se desencajaba en una mueca de horror contemplando como el niño había perdido los gestos y dejaba caer pesadamente su cabeza y sus brazos, desmayado o muerto, mientras un río rojo resbalaba por su pequeña camisa de pequeños cuadros verdes y las gomas tiraban de él y lograban finalmente sacarlo de las rejas para hacerle bailar de un lado a otro ante un pavoroso silencio sobre el que se escuchaba, como un clamor, el crujir burlón de las gomas oscilando como un péndulo.

EL MENSAJE SIN DESTINO

Debajo del árbol Yoshi vio una piedra. Debajo de la piedra había un agujero. Por el agujero salía un cordón. Tiró del cordón y sacó una caja metálica de galletas. Dentro de la caja metálica de galletas había otra caja de plástico transparente. Y dentro de la caja de plástico transparente, un sobre. En el sobre había una llave unida por un pequeño llavero a una cartulina que decía: “Busca bien bajo el árbol”. Yoshi se enfadó: “¡Es un fraude!”. Volvió al árbol y revisó la piedra que tapaba el agujero en el que se encontraba el cordón tirando del cual había sacado la caja metálica que contenía la caja de plástico transparente con el sobre en el que había encontrado la llave. No encontró nada nuevo. “¡Estúpido farsante!”. Mirando perdido hacia el agujero vio de pronto otro cordón. “¡Vaya!”. Tiró de él y extrajo otra caja, una caja verde con una cerradura, y la lógica le llevó hasta la llave encontrada previamente. Introdujo la llave en la cerradura, giró y... ¡Zas! La tapa de la caja verde se abrió. Dentro, tan solo un papel viejo doblado en cuatro partes. Lo desdobló y leyó: “Te quiero”. Junto a esas dos palabras, un plano dibujado torpemente, como intentando imitar los mapas del tesoro, indicaba una dirección. Intentó interpretar aquel plano en el que aparecía dibujado un árbol que supuso sería el árbol bajo el que se encontraba. Se colocó de espaldas a él y con el plano en la mano bajó la cuesta hasta la carretera, tomó esta por la izquierda y echó a andar hacia la siguiente manzana. Según decía aquel plano la segunda casa después de pasar aquella manzana era su destino. La casa estaba abandonada y semiderruida. Tras el balcón, unas cortinas raídas escondían el secreto de su interior. Estuvo tentado de entrar, pero finalmente decidió no hacerlo. Guardó el papel, doblándolo de nuevo previamente, en la caja, la cerró con llave y sin sacar la llave de la cerradura colocó con cariño la caja encima del buzón y se fue caminando.

Nunca supo quién o cuándo había vivido allí, pero pensó: “debió haberla amado tanto”.

EL FUTURO QUE NO ACABA EN PRESENTE

Sentada en la terminal, con los pies y las rodillas muy juntos, lo esperaba su muñeca rusa. "Muñequita rusa, muñequita rusa, eres mi preciosa muñequita rusa, me muero por verte y estar contigo". Sobre las rodillas descansaba el bolso de piel acartonada por las reiteradas limpiezas. La falda cortaba por sus piernas a la altura de las rodillas y dejaba salir las pantorrillas que terminaban en unos sencillos zapatos viejos. Su cabello, recogido distraídamente, le daba un aspecto aún más desarreglado. Supo que era ella nada más verla. Él no miró su bolso raído ni sus zapatos gastados, ni siquiera sus piernas tan juntas o las manos cruzadas sobre las rodillas. Solo vio su boca de muñequita rusa, sus gruesos labios rojos sobre su pálido rostro. Sintió deseos de besar esos labios, pero permaneció un rato mirándola en silencio, paladeando su tan cercano futuro junto a ella. De pronto, dos hombres entraron en la sala y se colocaron a ambos lados de ella; uno parecía llevar un arma y acercándola apuntó entre sus costillas. Le hicieron levantarse y se la llevaron, sujeta de los brazos, a su muñeca rusa. Sergio vio como salían y desaparecían para siempre sin moverse, paralizado por el sobresalto y por la visión de aquella arma. Se acercó al asiento vacío que poco antes había ocupado su linda muñeca, se sentó, juntando mucho las piernas y cruzando las manos sobre sus rodillas, y así permaneció durante horas. Nunca más volvió a verla.

LA LEYENDA DEL OCASO PERPETUO

Érase una vez un avión que volaba hacia el oeste al atardecer. Se emocionó el piloto con la hermosa estampa del sol dejando los últimos rayos del día sobre el horizonte y tanto fue así que olvidó su destino y se entregó a perseguir el eterno ocaso, dando sin parar vueltas alrededor de la Tierra. Y narra la leyenda que el Sol, halagado por tan entregada admiración, proporcionó al avión la energía solar que necesitaba para continuar siempre volando y nunca agotar su combustible. Y dicen los que cuentan esta leyenda que por eso siempre al ponerse el sol, si se mira bien, se ve un avión en el horizonte.

NO TE VAYAS SIN DECIRTE QUE TE AMO

Imelda lloraba enternecida, rodeada de compañeros que sonreían tan enternecidos como ella; en el aire flotaba la tensión de las lágrimas contenidas. Abrió el paquete y sacó una preciosa pluma dorada en la que se leía: Tus compañeros que te echan de menos, junto a la fecha de ese mismo día. Dio las gracias y, tragando constantemente saliva, dijo: “yo también os echaré de menos a vosotros”. Otra compañera entró con un precioso ramo de flores. Imelda no pudo contenerse por más tiempo y derramó una lágrima. Los compañeros sonreían, satisfechos, buscando la emoción. Finalmente, Imelda lanzó un beso general para todos, descolgó el abrigo del perchero, se lo puso, se colgó el bolso, tomó el ramo de flores con una mano y la pluma dedicada por el otro y salió en busca de su nuevo destino. Un último giro de cabeza para un último vistazo al lugar que durante tantos años la había acogido. Echó a andar, casi cabizbaja, hacia la estación de tren.

Eduardo corrió hacia la puerta, salió afuera y miró hacia todas partes buscando a Imelda. La vio bajando las escaleras de la estación y corrió hacia ella. Al alcanzarla, gritó: “¡Imelda!”. Agarrándola por el hombro, la giró y mirándole a los ojos le dijo: “Imelda, yo... yo... hace ocho años...”. “¿Qué?”, dijo Imelda, y sus labios se prepararon para escucharle. “Te amo”, dijo, y allí mismo se besaron apasionadamente.

Todos los compañeros miraban por la ventana.

HAY AMORES QUE MANCHAN

En el restaurante, llega el camarero con la paella. Estrella se levanta recordando que no se ha lavado las manos y desaparece por el pasillo en dirección a los lavabos de señoras. Fernando, nervioso, juguetea con el anillo en el bolsillo de su chaqueta, haciéndolo girar entre los dedos. El camarero sirve los platos, deja la paellera a un lado de la mesa con el arroz sobrante y desaparece por la puerta de la cocina. Fernando observa el plato de paella y de pronto siente una disparatada inspiración: agarra la cigala del plato de Estrella y, sujetándola por la cola, le desliza el anillo hasta encajarlo a la altura de la cabeza. La cigala tiene ahora un precioso anillo de oro con un brillante engarzado en forma de flor. “Está guapísima”, piensa Fernando mientras va a colocar la cigala de nuevo en el centro del plato de paella, pero justo cuando va a allanar el arroz en el plato para dejar la cigala sobre él, protagonizándolo, sale Estrella al fondo desde el pasillo y Fernando abandona la cigala quedando ésta revuelta entre el resto de ingredientes en un salón de baile improvisado en el que apocadas gambas, sonrientes almejas, soberbios mejillones y una muchedumbre de granos de arroz por la que los guisantes pasean en franca minoría se mueven al ritmo de la música del local. Fernando disimula y comienza a comer. Estrella también come, aparentemente sin fijarse en la cigala vestida de oro y brillantes. Va apartando la cigala a un lado, como dejándola para el final; Fernando está nervioso pero no quiere decir nada para no estropear el mágico momento. El arroz se está acabando y Fernando no puede más; no parece que Estrella sienta interés por la cigala y empieza a dudar de que vaya a comérsela. No puede aguantar y le pregunta: “¿no te gustan las cigalas?”, “sí”, responde ella, “pero es que mi cigala tiene un anillo insertado”. “¿Ah, sí?”, disimula Fernando, “sácalo a ver cómo es”, “no me atrevo, podría ser de una mujer que ha muerto en el mar y su anillo se ha insertado de alguna manera en la cigala”, “no sé, eso me parece muy retorcido, también puede ser, mucho más fácil, que lo haya puesto yo ahí”, “¿pero para qué ibas a hacer esa estupidez?”, “porque te quiero”, “¡anda ya, no digas bobadas, ese anillo no es tuyo!”, “que sí, lo juro, sácalo y lee la inscripción del interior”, ella saca el anillo y lee, y se levanta y grita y saltando de alegría se acerca a Fernando y lo abraza, con las manos manchadas de cigala sujeta su cara y lo besa apasionada, alocadamente, poniéndose el anillo y comprobando que está hecho a su medida, tocándolo todo con las manos sucias de cigala, acariciando su nuca, impregnando su chaqueta, pringando sus orejas.

EL TIESTO EN EL BALCÓN

Sobre el balcón colgaban doce macetas con doce geranios en doce tonalidades diferentes. Doce personas que transitaban por la calle pasaron justo debajo del balcón en el momento en que una de las doce macetas se desprendió de su sujeción, cayendo al suelo. Pasó la maceta justo delante de uno de los doce transeúntes, cayendo ante sus pies, y detrás de otro que volvió su cabeza al escuchar el ruido. Otro de esos doce transeúntes tuvo que detenerse al ver que su precedente se detenía delante de la maceta esparcida por el suelo.

-¡Ten más cuidado, idiota!

Y, en el balcón, la dama-hidra de doce brazos con doce regaderas miró hacia abajo y dejó salir una lágrima justo antes de cortarse el brazo ahora sobrante. Once macetas de once geranios con once tonalidades y su hidra-madre de once tentáculos con once regaderas verdes. Y, como era de esperar, un transeúnte cruzó la calle.

EL PERJUICIO PROPIO

Merlín se encontraba perdido sin su anillo. Se sentó en una roca del camino y apoyó la cabeza entre sus manos, desolado. El cuervo se acercó hasta él y le picoteó el cabello para llamar su atención. Cuando levantó la vista, echó a volar hacia el fondo del camino y se detuvo casi al final, junto a un caminito muy pequeño que arrancaba desde aquel. Merlín comprendió el mensaje que el cuervo trataba de transmitirle, se levantó y caminó hasta allí. Entonces el cuervo voló por ese camino, seguido por Merlín, hasta llegar a una pequeña cueva junto a un árbol. El cuervo revoloteó sobre la entrada a la cueva y graznó varias veces señalando el camino. Merlín se asomó y después volvió la cabeza y miró al cuervo, esperando una señal, pero el cuervo, por algún motivo, había decidido esperarlo fuera; graznó unas cuantas veces más y Merlín finalmente se decidió por entrar. Dentro se adivinaba un largo pasillo, pero la oscuridad era total. De pronto a lo lejos apareció un pequeño punto de luz que, tremulante, fue haciéndose más grande en señal de acercamiento. Merlín permaneció completamente quieto, sin mover ni un músculo, solo atendiendo al movimiento de la luz, que poco a poco fue mostrando una pequeña hada de pequeñas alas emplumadas y enormes orejas. Llevaba un objeto metálico entre las manos que sujetaba con excesivo cuidado. Cuando llegó hasta él, extendió la mano y le ofreció el objeto, sonriendo.

-Ten. Funciona igual que una brújula, pero con los objetos que quieres encontrar. Solo tienes que desearlo fuertemente, pensar intensamente en el objeto que desees, y la brújula te señalará dónde se encuentra.
-Pero... ¿Cómo? –preguntó asombrado.
-Funciona igual que la brújula normal, pero en vez de bailar sobre un imán lo hace sobre Gimsha, la piedra de los deseos.
-¿La piedra de los deseos?
-Sí. Es una piedra que se forma en el fondo de las fuentes de los deseos. Cuando el metal de las monedas va disolviéndose en el agua, esta a su vez va penetrando en la piedra de la fuente y la convierte en la piedra de los deseos. Es una piedra muy escasa, porque para que se forme han de caer muchas, muchas monedas en la fuente, impregnadas de muchos muchos deseos, para que la fuerza de esos deseos se acumule en el agua en cantidad suficiente como para devolvernos lo que más deseamos.
-¿Y yo? ¿Qué debo darte a cambio?
-Nada. Esta brújula es tuya. Me la dio Viviana para ti. Según dijo estaba en deuda contigo.

Merlín tomó la sorprendente brújula entre sus manos y pensó en su anillo. Pensó lo más fuertemente que pudo, pensó tan intensamente que cerrando fuertemente los ojos podía verlo como había visto al hada brillar súbitamente en la oscuridad. Después miró la brújula, cuya aguja señalaba hacia la salida de la cueva, de modo que se encaminó hacia la salida, donde el cuervo aún lo aguardaba graznando. Cuando salió de la cueva y adelantó al cuervo la aguja viró rápidamente hasta señalar de nuevo la entrada. Merlín se acercó y la aguja comenzó a trastabillarse y dar leves giros, titubeando.

—Este trasto no funciona —gruñó.

Entonces el cuervo se alzó revoloteando hasta posarse sobre una piedra del camino. La aguja giró hasta colocarse en dirección a él. Merlín comprendió entonces que su cuervo se había tragado el anillo.

SEXO CONSENTIDO Y SIN SENTIDO

Abrió la puerta y entró. “Con permiso”. El director se quedó mirándola de arriba abajo mientras se inclinaba a buscar los dossieres en el armario. La postura le ajustó la falda, marcando sus curvas. Al salir, el director miró a su colega y dijo: “Qué buena está, ¿eh?”.

Por la tarde ella se levantó a recoger el abrigo y él la vio caminar desde su despacho. Levantó el teléfono y marcó su número. “Tengo un par de cosas urgentes, ¿podrías quedarte un rato?”. Resignada, volvió a colgar el abrigo de nuevo en el perchero.

-Pasa, pasa –le dijo cuando, una vez terminado el trabajo y enviado el archivo, entró a despedirse-, repasemos todo un momento, por favor. No quiero dejar cabos sueltos. Siéntate –Y acomodó junto a él una silla que le ofreció sonriendo.

Ella se sentó. Él la miró lascivo, tan lascivo que ella pudo sentir su mirada paseándose por su cuerpo. Se acomodó en la silla y tiró de la falda hacia abajo todo lo que pudo. Pero la mirada de él no paraba de tirar de la falda en sentido contrario. Hubo un silencio que le hizo sentirse aún más incómoda, mientras que se podía percibir en el aire la excitación de él. Hablaron unos segundos del trabajo, aclarando conceptos, y finalmente él interrumpió la conversación para mirarla y decirle: “es un trabajo excelente, eres muy buena”, a lo que ella respondió casi balbuceando un tímido “gracias”, y él añadió: “sé que llegarás muy alto en esta empresa; lo veo en las personas y yo nunca fallo”, esta vez ya acercando su mano hacia el cabello de ella, que entre halagada y atemorizada sonreía sin moverse, pues el miedo le empujaba hacia atrás pero con la misma fuerza el halago tiraba de ella hasta hacerla permanecer inmóvil, con un leve temblor que aún excitaba más al director. Entonces él siguió mirándola pero ya no hablaba, solo dejaba que su mano se hundiera aún más en su pelo, hacia atrás, sobre el cuello que dejó salir un leve estremecimiento, y él atacó con la otra mano, colocándola en la pierna, mirándola, acercándose a ella, que aún estaba tan quieta como una estatua, petrificada por la invasión, mirando hacia delante por más que el director se encontrara a su lado, con las piernas en tensión en la misma postura que habría adquirido un maniquí en la silla de un escaparate, y él deslizaba ya la mano por debajo de su falda y entonces ella reaccionó y lo miró pero antes de apartarle la mano él ya estaba anidándose en su boca, dejando entrar su lengua y pasearse entre sus dientes, y ella volvió a su quietud mientras él ya tenía la mano entre su sexo, de pronto ella no sabía cómo había logrado esquivar sus medias, toda su ropa interior, cómo la mano que estaba en el cuello ya se deslizaba hacia abajo por el escote y entraba hasta su seno derecho, y ella con los ojos abiertos intentaba encontrar un punto de referencia que la sacara de aquella horrible experiencia, un cuadro con unos dibujos a lápiz de piezas mecánicas colgado sobre la mesa, dejándole tirar de la falda hacia arriba, tal y como había hecho con la mirada, pero esta vez con las manos, permitiéndole levantarla de la silla e inclinarla de espaldas sobre la mesa, no impidiéndole separar sus piernas para penetrarla, mirando una vez más el cuadro y examinando cada pieza dibujada línea a línea, su colocación en el plano, las tres dimensiones y las perspectivas, mientras escuchaba los suspiros de él junto a su oído y se canturreaba una canción cualquiera internamente para ignorarlos, para olvidar lo que estaba ocurriendo ya incluso mientras estaba ocurriendo, dejándole hacer, porque asumía que si no le dejaba hacer su prometedor futuro se habría acabado para siempre.

LOS BAJOS VUELOS

Se quedaron quietos, en silencio, aguzando el oído hasta comprobar que el coche ya se había alejado lo suficiente. Entre divertidas risas cómplices y empujones salieron de la habitación y corrieron al garaje. Tras la tabla que alguien había apoyado en la pared unos años atrás descansaba el artilugio. “¡Con cuidado!”, gritó el hermano mayor, y los demás de un unísono “chsss” le recordaron que no era muy buena idea airear a los cuatro vientos lo que iban a hacer, no fuera a escucharles algún vecino con ganas de responsabilizarse de sus actos y se les estropeara todo el plan.

Una vez extraído el artilugio empezó la pelea por lanzarse primero. “Esperad, esperad”, dijo el mayor, “mejor lancemos primero un objeto, así nos aseguraremos de que no nos ha fallado nada”. Hubo un segundo de silencio en que los demás lo miraron, pero se rompió al segundo siguiente y continuaron peleando como si el silencio hubiera desaparecido entre los árboles. Finalmente lo echaron a suertes. Dani fue el afortunado. Coreado por sus hermanos, Dani subió primero a la azotea, seguido por aquellos. Julián iba el último, como hermano mayor, sujetando el ala de cartón endurecido con cola blanca.

Una vez arriba uno de ellos hizo una seña con el dedo para que nadie hiciese ruido, pues una posible localización sin duda despertaría las alertas en todos los vecinos. Dani se colocó el artefacto sobre los hombros, sujetando el armatoste triangular con los brazos. Julián se alegró de que Dani fuese el primero, pues sin duda era el más fuerte de los cuatro hermanos. Se echó despacio atrás todo lo que le era posible, incluso algo más allá de la punta del tejado, donde empezaba a descender hacia el otro lado, y miró a sus hermanos. “¡Espera! ¡El casco!”, dijo Julián, siempre tan responsable, y bajó corriendo a buscarlo. Dani se dejó colocar el casco sin oponer resistencia, ocupado como estaba buscando la postura de despegue; Julián abrochó de un “click” la correa bajo la barbilla y se retiró hacia atrás con sus hermanos, sentándose en el borde del tejado con las piernas cruzadas, como espectadores de un guiñol improvisado.

Dani miró una vez más, a duras penas sujetó su armatoste con una sola mano para santiguarse con la otra, agarró fuerte y gritó un “¡Aaaaaadióooooos!” que resonó en toda la calle. El armatoste sorprendentemente se elevó sobre el árbol frente a la casa. Era increíble. ¡Estaba volando! Sus hermanos lo miraban con los dedos en la boca, entre excitados y entusiasmados; un vecino que había salido al escuchar el grito se quedó boquiabierto viendo volar a Dani, que ya giraba al final de la calle. Salieron más vecinos, muchos más, y en poco tiempo hubo un corro que observaba como Dani era ya capaz de girar y volver a casa para sonreír, sin soltarse, mirando a sus hermanos. De pronto una de las vecinas salió y dio un grito tan estridente que Dani giró bruscamente la cabeza, lo que le desestabilizó; hizo un movimiento en sentido contrario para recuperar la estabilidad, pero ya viajaba por debajo de los tejados y sintió que irremediablemente había llegado el momento de aterrizar. El aterrizaje fue un desastre: no fue capaz de elevar el ala en el último momento para poder posarse sin dolor y sus piernas se estrellaron contra el suelo, rompiéndose al momento los dos fémures. Pero cuando en el hospital el médico lo escayolaba, mientras los demás esperaban fuera, su expresión sonriente, casi a punto de estallar en carcajadas, daba a sus gritos de dolor un aspecto extraordinario.

EL BIDÓN DE LAS SORPRESAS

El administrador de la finca, después de una dura lucha con el director de instalaciones de la compañía por su derecho a un número determinado de plazas como residentes, habilitó por fin las plazas de la planta más alta del aparcamiento del edificio para los trabajadores de aquella empresa de saneamientos. Sin embargo, habiendo como había sido obligado a hacerlo, dejó el resto de la planta completamente abandonado. Papeles, bolsas, hojas secas, revoloteaban por la planta de un lado a otro sin encontrar nunca una escoba en su camino. La puerta olía fuertemente a orines; los trabajadores, en lugar de entrar por la puerta de entrada de peatones conteniendo la respiración, habían optado por abrir la puerta para vehículos a lo lejos con su mando a distancia y esperar a que estuviera abierta para entrar a la carrera. Dentro, tan solo habían sido habilitadas las quince plazas correspondientes a la empresa y el resto del lugar tenía un aspecto ruinoso y sucio. No había vigilancia, de modo que cualquiera podía entrar, aprovechando la salida de algún vehículo, para robar a su antojo y después salir empujando la puerta de emergencia. Los trabajadores se veían obligados a hacer las labores de vigilancia y esperar a que se cerrara la puerta tras ellos para asegurarse de que nadie entraba a robar. Sin embargo, poco a poco la vigilancia fue relajándose y, al fin y al cabo, quienes estaban saliendo no temían por sus propiedades, puesto que estaban saliendo con ellos, de modo que finalmente la puerta se abría y cerraba y quien quisiera podía entrar libremente.

Aquel día, al entrar, Mónica escuchó un ruido al fondo de la planta. Solo estaba iluminada la parte que ellos estaban ocupando, permaneciendo el resto en la oscuridad. Mónica miró hacia el fondo, donde solo se veían filas de columnas perfectamente alineadas entre oscuros rincones, y se dirigió hacia su coche, desestimando la posible presencia de un intruso, pero no pudiendo evitar apretar un poco el paso. Al llegar a la puerta se oyó otro sonido. Mónica afinó el oído: podría jurar que era un bebé. Volvió a asomarse entre las columnas y a lo lejos, en la parte izquierda del fondo de la planta, le pareció ver una pequeña luz. Entre intrigada y atemorizada dudó sobre qué hacer; finalmente, su mitad investigadora fue más fuerte que la temerosa y decidió acercarse despacio hasta la luz. Caminaba muy lentamente para no hacer ruido; conforme se acercaba, el sonido se hacía más nítido, pudiendo distinguirse sin duda el llanto de un bebé, mientras la luz, proyectando móviles sombras con su intensidad de altibajos, señalaba la existencia de una pequeña lumbre.

Cuanto más se acercaba tanto más lentos eran sus pasos; era como si su lado temeroso estuviera luchando contra el investigador, lo que aminoraba los avances de este. Cuando llegó al final del pasillo, asomó su cabeza lentamente y vio un bebé dentro de una caja de cartón cubierta con mantas que había sido habilitada a modo de cuna. Frente a él, en un viejo bidón crepitaban unas llamas de negro humo bajo las que ardían materiales indescifrables. No se veía a nadie más. Se acercó al bebé, cuyo débil llanto apenas llegaba a ser algo más que un lloriqueo, y pensó que quizá se encontrara tan débil que no tuviera fuerzas para llorar con más intensidad. Lo agarró con cuidado, sujetando su pequeño cuellecito como tantas veces había hecho con sus propios bebés; ya lo estaba arropando dentro de la manta y se giraba con intención de llevarse al niño al hospital cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza. Un sartenazo que le acababa de sacudir la madre del niño.

–Ahora tendremos que matarla y deshacernos de ella –dijo el padre.
–Y lo peor es que tendremos que buscar otro lugar, con lo bien que estábamos en este rincón –lamentó la madre.

Y, antes de echarla al llameante bidón junto con su vaciado bolso, le quitaron toda la ropa.

PUBLICIDAD AGRESIVA

«Buenos días. Los dos jóvenes rebeldes continúan encerrados en la boutique Sophie, situada en el centro de la ciudad. Una boutique con todo tipo de prendas de todo tipo de estilos que hace poco presentó su colección de primavera-verano obteniendo una gran acogida. Su estilo joven y desenfadado, tanto en las prendas sport como en los elegantes vestidos de noche, superó las expectativas de los críticos, lo que nos permite hablar de una nueva moda más allá de la vanguardia. De momento no sabemos por qué están encerrados ni qué pretenden conseguir; la policía no nos facilita información sobre sus contactos con el interior. Sabemos que han estado llamando al teléfono de la boutique y los rebeldes no han respondido, pero quizá hayan investigado los teléfonos personales de los asaltantes, o de los propios rehenes, y hayan conseguido establecer algún tipo de comunicación. Seguiremos aquí esperando novedades, que en cuanto se produzcan les comentaremos. Les ha hablado Charo Resna.»

—Perfecto —dijo secamente el director de marketing, pulsando el mando a distancia para apagar el televisor—. Diego, habla con la chica y felicítala, ha habido un momento en el que, escuchando hablar de nuestras prendas, se nos había olvidado que había dos tipos ahí encerrados. ¿Cuánto tiempo van a aguantar?
—Les hemos contratado para hora y media —respondió Diego.
—Bien. Que los abogados se encarguen de la fianza y la defensa como se acordó. Hay que sacarlos esta noche, si no nos cobrarán más y nos saldremos del presupuesto.
—Así se hará.
—Ha sido una buena idea —dijo de pronto la secretaria.
—Sí, y más barata que un anuncio en televisión —respondió el director riendo.

LOS ZAPATOS DE NUNCA ACABAR

No sabía por qué pero siempre que se calzaba aquellos zapatos pasaba todo el día marcando los pasos, izquierda, izquierda, izquierda-derecha-izquierda, tan impulsivamente, tan obsesivamente que terminó por no volvérselos a poner. Los colocó en el mueble zapatero, en la última balda arrinconados en el lado izquierdo, que era el que menos miraba. Sin embargo, cuando abría el mueble lo primero que hacía siempre era buscarlos con la mirada, como si necesitara comprobar si estaban ahí, y eso le molestaba mucho, pues se sentía obligado a hacerlo por una fuerza ajena e irresistible, lo que le impulsó a ir poco a poco sacando los demás zapatos del mueble y dejándolos por la casa, en el pasillo de entrada, como si acabara de llegar y tuviera los zapatos mojados o manchados de barro, o bajo la cama, escondidos entre cajas y objetos en bolsas cerradas cuyo contenido ya era imposible recordar. Entonces el poder de los zapatos se expandió hacia fuera y un solo vistazo al mueble le recordaba que dentro habían quedado únicamente esos zapatos.

Aquel día por la noche, al escuchar el camión de recogida de muebles viejos, agarró el zapatero y lo bajó. Mientras lo veía alejarse se sintió un tanto grotesco y rio, liberado ya del yugo de aquellos insolentes zapatos. Pero cada vez que escucha el camión pasar por delante de su casa siente un pequeño malestar y se encierra en el baño a esperar a que se pierda a lo lejos.

EL PIANO (a mi querido amigo Kurosh)

Aquella chica era preciosa, tan linda que se sintió atrapado en su belleza. Se ofreció a acompañarla hasta su casa y ella asintió sonriendo. Caminaron por las calles en silencio, ella esperando sus palabras y él no encontrándolas, mirándola tímidamente y sin atreverse a hablar. Al llegar a su casa, ella lo invitó a pasar. Él hizo un gesto como asomándose al interior que ella, sonriendo, interpretó rápidamente aclarando: “solo está mi madre”. Finalmente entró con ella. Se hicieron las presentaciones, los qué-quieres-tomar, se sentaron y entonces lo vio. Un piano de pared igual que el que siempre había soñado tener y nunca había podido.

La madre de Elia reparó en sus constantes miradas al instrumento y le dijo:

–¿Te gusta? Está estropeado, es una pena. Se desafinó y al parecer está tan mal que habría casi que desmontarlo, pero nosotros no estamos ahora para pianos, claro.
–¿Me permite? –respondió él levantándose y caminando hacia el piano.
–Pues claro, adelante. Pero ya te digo que está desafinado, suena muy mal.

Se sentó en la banqueta y levantó la tapa muy despacio, como esperando encontrar un tesoro. Colocó las manos sobre las teclas suavemente, acariciándolas, y tocó unas cuantas notas, comprobando que lo que la mujer decía era completamente cierto. Aquel piano sonaba como las canciones de su tía Pepita. Se levantó y miró en la parte de atrás. Elia apareció en la habitación con unos refrescos. Él paró un instante su reconocimiento del instrumento para sentarse a beber con las mujeres. Pero no paraba de mirarlo. De pronto saltó, sin venir a cuento.

–¿Y si yo les afinara el piano, señora? ¿Qué le parece?
–¿Sabes hacerlo? –preguntó la mujer sorprendida.
–Puedo intentarlo –respondió –, lo he hecho en alguna ocasión con otros pianos, pero este está muy desafinado –agregó, mintiendo, al ver que Elia sonreía asombrada.
–Me parece bien —dijo la madre sonriendo a su hija.
–Pero... ¿Y si lo estropeo para siempre?
–No te preocupes, nadie más va a tocar ese piano tal y como está. No perderemos nada.

Al cabo de una hora la alfombra del salón albergaba, perfectamente colocadas y alineadas, las 88 teclas y sus correspondientes piezas sobre el suelo. El piano estaba en medio de la habitación y la tapa trasera, la superior y la plancha de las cuerdas apoyadas contra la pared. Estaba, literalmente, desarmado. Elia y su madre lo miraron y se miraron entre ellas. “Dejémosle tranquilo”, dijo la madre, y se fueron a la cocina a preparar la cena.

Al cabo de dos horas aún seguían las dos mujeres en la cocina. La cena estaba lista. No se escuchaba apenas ruido en la habitación, aunque la puerta cerrada mitigaba cualquier sonido. No se atrevían a entrar, por miedo a sobresaltarlo, de modo que se acercaron hasta la puerta para ver si escuchaban algo y de pronto oyeron una nota musical. A Elia se le iluminó el gesto. “¡Mamá!”, gritó susurrando. Abrieron la puerta despacio, asomándose lentamente, y ahí estaba el piano armado de nuevo. “Se han roto algunas cuerdas, dijo, pero ya funciona. Compraré unas y mañana vuelvo y lo afino, si ustedes quieren, claro”. La madre de Elia se acercó y le dio un abrazo y un beso. Elia miraba la escena enternecida, pero no lo besó y, sin embargo, ese era el beso que le había hecho desmontar el piano para volver a montarlo de nuevo.

LA SUERTE DE JAN BESKI (minicuento dilatado)

Abrió el sobre y extrajo la notita, en la que se leía: “Estimada Señorita Estrudel: Usted no sabe quién soy, pero me basta con tener el honor de conocerla y saber yo quién es usted. Le ruego que acepte este presente en señal de admiración y que me permita permanecer observándola desde el anonimato. Atentamente, su admirador desconocido”. Buscó dentro del sobre y encontró una tarjeta de visita en la que se leía: “Mme. Geschenk” en letras grandes, y debajo: “23 Arlington Road. Camden, London NW1, UK”. ¿Qué significaba aquella nota? Instintivamente se asomó a la ventana, como esperando encontrar al otro lado a su admirador secreto, escondido tras un árbol o bajo el alféizar de la ventana. Sacó la nota, volvió a leerla de nuevo y a mirar la tarjeta de visita, girándola por si hubiese alguna aclaración en el reverso. ¿Habría de ir a aquella dirección, supuestamente en Londres, para encontrar su supuesto regalo? Parecía la conclusión lógica.

Tres años más tarde preparaba un viaje a Londres cuando recordó aquella tarjeta. La buscó en los botes de caramelos de la cocina y la guardó en su cartera. Cuando bajó del taxi en Arlington Road se encontró con una calle residencial llena de pequeñas casitas  alineadas, idénticas y unifamiliares, con sus lindos tejados de estilo inglés, sus lindos jardines entre lindas aceras y sus arbolitos proyectando su sombra sobre los transeúntes. Se acercó al número 23 y pulsó el timbre. Una mujer de avanzada edad abrió la puerta lentamente.

—Miss Geschenk? —preguntó, tendiéndole la tarjeta. La mujer asintió con la cabeza—. Estrudel.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó aquella mujer como si hubiese recibido la más excitante sorpresa que su vejez pudiera permitirle—. Oh, one moment, please —dijo haciendo un gesto con la mano y entró, entornando la puerta. Se oyeron unos ruidos. Al rato la mujer salió de nuevo. Llevaba un regalo envuelto en un precioso papel dorado con una cinta granate anudada en un perfecto lazo—. This is for you, madame.
—Thank you very much.
—Oh, you’re welcome —dijo, mientras cerraba la puerta ante sus narices.

La curiosidad le impidió moverse de allí sin antes tirar del lazo y deshacerlo. El papel se abrió y dejó asomar una preciosa caja de madera. Al abrirla, una carta, un hermoso collar de brillantes y dos fotografías. Con cuidado extrajo la carta y la abrió muy despacio. Era una carta muy antigua y el papel estaba corrompido y amarilleado por el tiempo. Era de su abuelo: se la había escrito un día antes de morir enfermo de tuberculosis para darle todo su amor y legarle aquel precioso collar que su madre le había entregado a él, su único hijo, y a su vez a ella la madre de su madre y a su abuela la madre de esta y así a través de generaciones hasta perderse hacia atrás en el tiempo. Todos estos años había tenido ahí aquellas palabras sin leerlas, sin conocerlas, sin sentirlas tan cerca. No pudo evitar derramar una cariñosa lágrima. Allí, sentada en la escalera de la puerta del número 23 de Arlington Road, la ternura cerró el eslabón que había interrumpido su interminable y preciosa cadena.

Mil preguntas se esparcieron apelotonadamente en su cabeza. ¿Quién había escrito aquella nota y le había dado aquella tarjeta? ¿Por qué aquella caja de su abuelo no había sido entregada a su propia abuela o a su madre? ¿Cómo había llegado la caja hasta el número 23 de Arlington Road? ¿Por qué en tres años su admirador secreto no había intentado mediante cualquier otro método impulsarla a viajar a aquel lugar para recuperar el recuerdo de su abuelo?

La vida está llena de preguntas sin respuesta.

¿QUIÉN ESCRIBIÓ LA NOTA?

—La niña no quiere saber nada de su abuelo. No sé quién ni cuándo, pero sé que alguien le ha contado la verdad. Y quien quiera que haya sido ha logrado que ella le crea.
—Pues tenemos que lograr que nos crea ella a nosotros.
—¿Pero cómo?
—El ser humano es tan extraño que tiende a creer lo que no comprende. Hagámoslo misterioso y nos creerá.
—¡Eso! Démosle una nueva imagen de su abuelo y hagamos que la crea por encima de la verdadera. ¿Pero cómo?
—Inventemos un enamorado secreto. Hagamos que sea él quien se encargue de darle esa imagen. Los amores secretos son tan misteriosos que hacen que uno tienda a creer todo lo que nos dicen.
—Cariño, eres un genio —dijo, besándolo tiernamente en la mejilla.

¿POR QUÉ LA CAJA NO HABÍA SIDO ENTREGADA A SU ABUELA O A SU MADRE?

Su madre lloraba sentada en el suelo de la cocina. Lloraba en silencio, apenas acompañada del sonido de los suspiros y los jadeos para tomar aire y despejar un poco su enmoquecida nariz. Pero no se escuchaba esa nota mantenida que se entona al lamentarse, al llorar de forma impetuosa, explosiva, sino todo lo contrario; sus suspiros eran tan silenciosos que si las hormigas suspiraran lo harían en un tono más elevado. Ese silencio daba a la situación un tono aún más triste. En el suelo, la carta con la noticia. Tu padre ha muerto. ¿Qué otra cosa podía ocurrirle? Sentía el impulso de pensar “él se lo ha buscado”, pero su firme educación religiosa se lo impidió. Junto a la noticia, la carta. Un papel lleno de manchas, con la tinta emborronada y un mensaje tembloroso apenas inteligible, dirigido a su nieta Beatriz Estrudel:

«Mi preciosa niña: te recuerdo todos los días. Me siento un ser inmundo y despreciable cada vez que me doy cuenta de que eres lo más precioso que me ha ocurrido y sin embargo estoy aquí, desahuciado a miles de kilómetros de tu dulce cuna, en un lugar de Inglaterra en el que estaría viviendo en la calle si no fuera porque una generosa mujer se ha querido hacer cargo de este borracho inútil. Sé que nunca entenderás por qué he sido así y no te he dado lo que un abuelo debe dar a sus nietos: sabiduría y cariño. En lugar de eso me encuentro aquí tirado sin saber qué será de mí, ya no mañana, sino en la próxima hora. Pero pienso en ti en todo momento y ruego en mis oraciones por que siempre estés bien y tengas lo que necesites. Te quiere tanto, Jan Beski.»

¿CÓMO LLEGÓ LA CAJA AL NÚMERO 23 DE ARLINGTON ROAD?

El señor Estrudel se levantó y fue hasta su habitación. Abrió el cajón de la cómoda y metió la carta bajo la ropa interior. Después abrió el cofre de las joyas de su esposa y sacó un hermoso collar de brillantes. Se sentó en el escritorio, colocó sobre la mesa el collar y escribió:

«Mi preciosa nieta Beatriz: mi trabajo nunca ha podido permitirme encontrarte. He tenido noticias tuyas todo el tiempo, pero mi enfermedad me ha impedido ponerme en contacto contigo. En este retiro en el que me encuentro, te llevo en mi corazón y espero que tú también me lleves siempre en él.

«Guardo un collar de brillantes de mi madre. Ella lo había heredado de su madre y a su vez aquella de la suya hasta perderse en la línea ascendente de mis antepasados. Creo que perteneció a una zarina rusa, o eso al menos fue lo que mi madre me contó. Cuando estaba a punto de morir me lo entregó a mí, pues fui su único hijo, para que yo pudiera entregárselo a mi esposa o a mi hija. Pero ahora ellas han crecido y tú aún tienes tanta vida por delante que he pensado guardarlo para ti. Quiero dártelo antes de que esta horrible tuberculosis acabe con mis días para siempre. Espero que cuando crezcas tu belleza haga este collar aún más hermoso de lo que es ahora, antes de tener el honor de pertenecerte. Te quiere con locura, tu abuelo Jan.»

Abrió una caja de cartón, metió el collar, la carta y dos fotografías de un apuesto hombre que había comprado en un mercado de trastos viejos. Envolvió la caja con un papel dorado y le colocó una elegante cinta granate. Metió el paquete dentro de otra caja, que cerró con cinta adhesiva, y en la tapa escribió: “Mrs. Countle. 23, Arlington Road, Camden, London NW1, UK”.

¿QUÉ LE OCURRIÓ A SU ABUELO?

Sentado a la puerta del bar, balanceándose desde esa posición, buscando la forma de mantener el equilibrio para no caer tumbado hacia un lado, con la nariz colorada, los ojos llorosos, los párpados dejándose llevar por el sopor de la borrachera, apenas subiendo lentamente de vez en cuando para permitir a sus ojos comprobar que seguía vivo y en el mismo lugar, con la misma borrachera, porque sí, efectivamente, estaba visiblemente borracho, empapado en alcohol, sus poros despedían ese hedor característico de quien, sujetando apenas su octavo vaso de whisky, que bailaba con él en su bamboleo como se bambolea el barco en la tormenta marina, corrigiendo el vaivén en el momento justo para no llegar a derramar ni una sola gota, no puede ya ni llevárselo a la boca porque la distancia entre su mano y sus labios es incalculable, porque lo que está situado al final de su brazo en un lugar específico del planeta en el momento de acercarlo a la boca cambia tan rápidamente de posición que antes de calcular la trayectoria ha de volver a calcularse de nuevo. Es el triunfo de la cuarta dimensión.

El señor Beski permaneció allí sentado toda la tarde. De vez en cuando hablaba, entre balbuceos, con un amigo imaginario al que narraba todos los acontecimientos de su pasado, de forma deshilvanada e inconexa, viajando de atrás hacia delante en el tiempo según su inexplicable capricho. Siempre acababa llorando al recordar un tiempo pasado en el que ahora se veía feliz, siempre venía a buscarlo Mrs. Countle, siempre entraba un momento y le pedía el café cargado que lo despertaba lo suficiente como para levantarlo del suelo y llevarlo hasta el coche, siempre le ayudaba a subir las escaleras de su preciosa casita residencial en el barrio de Camden. “Qué amable eres conmigo”, acertaba a decirle en ocasiones, titubeando.

El día en que permaneció durmiendo más de veinte horas seguidas y despertó, empapado en sudor, entre fiebres y fuertes toses, Mrs. Countle le colocó un paño húmedo sobre la frente y llamó al médico. El médico salió de la habitación y la miró, negando con la cabeza. Mrs. Countle se sentó y lloró un buen rato. En silencio, sentada en aquella silla de madera colorada, dejó pasar las horas pasiva, indiferente, casi ajena a su propia vida. De pronto le oyó a lo lejos intentando llamarla. Se levantó muy lenta, como si le pesara tanto el cuerpo como la llamada de Beski. “Busca a mi hija, dale esta carta. Es para mi nieta”, le dijo un segundo antes de emitir, como un leve soplido, su último suspiro.

¿QUIÉN FUE MRS. COUNTLE?

Mrs. Countle estaba sentada en un banco frente a la puerta del hospital. Tenía la mirada perdida, lo que, siguiendo fielmente el refrán, era el espejo más nítido de su perdida alma. Por la acera, a duras penas, dos hombres llevaban a Jan arrastrándose hasta la entrada de urgencias, donde esperaban que alguien pudiera eliminar su profundo coma etílico, que le había atrapado desde hacía al menos tres horas: un lugar donde encontrar a alguien dispuesto a ponerle una rápida inyección de vitamina B12 o de cualquier sustancia capaz de despertarlo y, sobre todo, una institución en la que abandonarlo y poder dedicarse de nuevo a sus asuntos.

A los quince minutos y tras dos cafés cargados Jan salía luchando contra su equilibrio por la puerta. Le costaba tanto trabajo mantenerse de pie y su borrachera le impedía pensar de tal modo que se acercó al primer lugar que vio con posibilidades de sentarse. Quizá vio a Mrs. Countle, quizá no. Se sentó en el mismo banco que ella con intención de permanecer sentado, pero poco a poco, lentamente, fue dejándose caer hacia ella, sobre su regazo, y Mrs. Countle, desamparada por su temida soledad de viuda reciente, comenzó a acariciarle las sienes y a cantarle muy bajito.

Mrs. Countle fue a buscar un taxi y pidió al taxista que le ayudara a meter a Jan. Lo llevó a casa, lo acostó en la cama del cuarto de invitados y continuó acariciándole la sien cuando le escuchó masticar torpemente palabras de agradecimiento.

¿QUÉ AVERIGUÓ BEATRIZ ESTRUDEL?

Mrs. Countle abrió la puerta de nuevo. Beatriz Estrudel la miraba. Sin decir nada se giró y entró en la casa, haciendo un gesto con la mano que junto a la puerta abierta la estaba invitando a pasar.

—Miss Geschenk, me gustaría… quisiera hablar de Jan Beski. Era mi abuelo.
—¡Adelante, adelante! Cierre la puerta mientras preparo una taza de té. ¿Le gusta el té, señorita?
—Oh, sí, muchas gracias.
—Mi verdadero nombre es Countle; no sé por qué su padre de usted se empecinó en cambiarme el nombre en aquella nota que le escribió; imagino que para no ser identificada. Pero si usted va a quedarse un rato prefiero que sepa toda la verdad —terminó a tiempo de dar el primer sorbito.

—¿Usted conoce a mi padre?
—¡Pues claro! Por él ha llegado usted hasta aquí.
—¿Y a mi abuelo? ¿Conoció a mi abuelo?
—¿Que si lo conocí? ¿Que si lo conocí? ¡Pues claro, señorita! ¡Fuimos amantes! —dijo Mrs. Countle en tono ofendido.

Beatriz la miró sorprendida.

—¿Le sorprende, jovencita? Ya, ya sé, la diferencia de edad, pero la edad es siempre relativa y depende de tantos factores... Mire, él murió y yo aún sigo viva
—afirmó victoriosa.

Beatriz permaneció en silencio, esperando que ella continuara con la conversación. Pero ella también calló y las cucharitas del té protagonizaron el instante con su agudo tintinear.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere usted saber? ¿Qué le contaron, que era un borracho? —preguntó de pronto Mrs. Countle, lo que sobresaltó a Beatriz—. ¡Bah, es cierto, era un borracho! Pero en la vida todos tenemos buenos y malos momentos. Y él tuvo sus malos momentos, pero también los buenos. ¿El resto? ¿A quién le importa el resto? ¿Y qué si bebía un poco más de lo normal? —concluyó.

Beatriz notó que empezaba a tener dificultades para hablar lo que, unido al aroma que desprendía su taza, delató la presencia de una buena cantidad de whisky.

—No quiero molestarla —le dijo mientras se levantaba, más que por cortesía, porque se sintió invadida por un irrefrenable deseo de huir de allí—. Creo que será mejor que me vaya.
—¡Oh, no, señorita! ¡Tome otra taza de té, yo la acompañaré!
—No, gracias, de verdad. Creo que será mejor que me marche.

La conversación continuó en un tira y afloja en el que Mrs. Countle insistía al tiempo que Beatriz intentaba rehusar del modo más amable posible, como si nadie se estuviera moviendo, mientras sus pasos se dirigían hacia la puerta, caminando hacia atrás, mientras Beatriz la abría y salía de espaldas, mientras le decía adiós con la mano y mientras se giraba y corría a toda velocidad calle abajo dejándose invadir por lágrimas de impotencia.

¿CÓMO EMPEZÓ BESKI A BEBER?

Cuando aterrizó en el aeropuerto de Helsinki y salió afuera buscando taxi, Jan Beski sintió como el frío helaba sus huesos. Entró de nuevo, fue a la cafetería del aeropuerto y pidió un café. Una hermosa mujer se le acercó y le dijo: “El café no sirve en Helsinki. Le recomiendo un buen licor local. ¡Camarero!”. Jan nunca había bebido alcohol. Silvia, así se llamaba, con un gesto indicó al camarero que les pusiera dos vasos del anunciado licor. “Ahora, bébaselo, de un golpe, sin titubear. Comprobará como entra en calor rápidamente”. Jan lo hizo. Y el calor entró en él, y entró también el reconfortante sabor del licor, y con ellos la lucidez y el ingenio, la sensación de plenitud, y se metió por su garganta viajando hasta su estómago, donde se detuvo para continuar bien mezclado hasta el intestino delgado y a su paso lo dejó todo atrapado para siempre.

FINAL

Beatriz corrió calle abajo. Al llegar al final se detuvo a respirar, a tomar aire y dejar salir las lágrimas. De pronto, la última puerta de las preciosas idénticas adosadas casas de la calle se abrió y una mujer salió, acercándose hasta ella. Cuando fue indudable que se dirigía hacia ella, Beatriz Estrudel levantó la vista y la miró desconcertada.

—Perdone que la moleste. Sé quién es usted y me gustaría entregarle este libro —le dijo—. Es el diario que su abuelo escribió cuando fue viajante. París, Amsterdam, Luxemburgo, Copenhague, Helsinki, Tallin, Moscú: todas las ciudades hasta que finalmente acabó aquí, en Londres. Es un diario tan lindo que se me ocurre que quizá después de leerlo pueda estar interesada en publicarlo —dijo, tendiéndole el libro.
—Gracias —dijo Beatriz mientras se secaba las lágrimas con los guantes.
—Quizá revivir estas historias le haga cambiar de idea sobre su abuelo.
—¿Pero cómo? —balbució Beatriz, sorprendida.
—Bueno, señorita, si está usted llorando no es tan difícil deducir la situación. Usted cree que su abuelo fue un borracho inútil que desperdició su vida. Pero le diré una cosa: en cada una de esas ciudades él salvó al menos una vida. Una vida que de no haber estado él allí se habría perdido; y, con ella, un montón de amor habría sido destruido. Sí, es verdad, él bebía demasiado (y la pobre Mrs. Countle cayó, igual que él, en el mismo vicio, como acabará usted seguramente de comprobar) pero también es cierto que beber le abría la imaginación hasta hacerlo capaz de ver el peligro antes de producirse. Y eso fue lo que le hizo ser quien fue. Le aseguro que esto que le estoy contando es tan cierto como que una de las vidas que salvó fue la mía propia.
—¿Pero cómo…? —Hubo un breve silencio.
—Yo estaba a punto de saltar por el puente de Blackfriars y él me sujetó. No gritó, ni se violentó ni llamó pidiendo ayuda; sencillamente me agarró, firmemente, me apartó del puente, me miró y me dijo: “Usted no quiere hacer esto”. A continuación me soltó y se marchó calle arriba. Mire, aún me estremezco cuando lo recuerdo —dijo señalando su brazo—. Había tanta ternura en aquel gesto que al instante supe que era cierto: yo no quería hacerlo —Hizo una pausa—. Todos en algún momento de nuestra vida tenemos ese desagradable deseo. Todos, señorita, incluso usted; si aún no le ha ocurrido esté segura de que le ocurrirá en algún momento de su vida. Y solo Jan Beski, solo él, era capaz de ver ese deseo y deshacerlo con una sola frase. En el momento oportuno y sin dramatizar.
—Yo… Usted…
—Gracias por escucharme.

La misteriosa señora sonrió, le apartó un poco el pelo y colocó el libro en las manos de Beatriz. Después se dio la vuelta y se metió de nuevo en su casa. Cuando iba a cerrar la puerta, Beatriz reaccionó y gritó: “¡Perdone! ¿Cómo se llama?”, pero la mujer ya no la escuchaba, o quizá prefirió no hacerlo.

LA ANGUSTIA VALIOSA

Permanecía pegada al cristal, sin moverse, con la mirada aparentemente perdida pero concentrada en un único punto, el que marcaba el final del muro de piedra. Pero él no aparecía tras ese muro. Cada vez más nerviosa, se pegaba aún más al cristal, como si en algún momento, aplastando bien su nariz, pudiese llegar a atravesar el muro con la mirada y girar por la ciudad entre callejuelas hasta dar con su pérfido hijo y verlo, sano y salvo; maldijo el día en que decidió meterse en política, mientras susurraba oraciones cuya velocidad de recitado hacía ininteligibles. Sonaron varios disparos. Ella se fue sobresaltando a cada detonación, encogiendo los hombros y cerrando fuertemente los ojos, como en un estornudo, para volver a abrirlos de nuevo y fijar la vista una vez más en el mismo punto. Se oyeron unos gritos. Dentro, una mujer se le acercó e intentó llevarla con los demás a la salita, pero ella se aferró a su cristal y no quiso moverse. “No se quede aquí, puede recibir un tiro cruzado y así sería de poca ayuda”, dijo, pero el argumento no logró convencerla. De pronto vislumbró una sombra agrandándose hacia ella, junto al muro, y sintió que su corazón iba a escaparse del cuerpo en cualquier momento; un hombre vestido de gris apareció bajo la farola, ensangrentado, huyendo, mirando a todos lados y a ninguno, para finalmente continuar de frente y cruzar junto al cristal del que ella intuitivamente se apartó, asustada, como si fuera a tocarla al pasar. Respiró hondo y volvió a sentir la náusea en la boca de su estómago de nuevo, recuperando a continuación la labor de fijar la vista, entre esperanzada y temerosa, en el mismo lugar de la calle. Se hizo un silencio insoportable. De pronto, el cuerpo de un hombre golpeó bruscamente contra el cristal. Apenas pudo ver, un momento antes de caer desmayada al suelo, sujetando al herido, acercando su rostro hasta casi besarla al otro lado de la ventana para mirar dentro de la habitación, la cara de su propio hijo, moviendo los labios para pronunciar la palabra mágica: “mamá” y precipitarse corriendo hacia dentro del portal.

LA OCTAVA DIMENSIÓN

Después de pasar de la primera dimensión, la línea, a la segunda, el plano, de ahí a la tercera, el volumen, adentrándose en la cuarta, el tiempo, para entrar casi de puntillas en la quinta, el espacio multidimensional de las leyes de la física y la matemática, del que le costó salir, por puro desconocimiento –o quizá enmarañamiento– de las fórmulas y los lazos numéricos entre el espacio real, físico, y el virtual, hipotético, llegó a cruzar hasta la sexta dimensión: la ensoñación. Saliendo del tiempo y el espacio reales, un objeto, que aparentemente tiene forma de mesa, en nuestra sexta dimensión puede utilizarse o concebirse como un pecho de mujer, una lágrima de cocodrilo o un vulgar cortaúñas, al igual que el sonido de un despertador se nos aparece como una preciosa campana tintineante. La sexta dimensión puede estar latente, invisible, inexistente, y es entonces cuando soñamos cosas tan reales que apenas las distinguimos de la propia realidad. Quería él saber qué ocurre al atravesar la sexta dimensión, a dónde va a parar el ser humano cuando sale de todos esos planos, y añadió a la sexta dimensión la voluntariedad, la capacidad de modificar cualquiera de las dimensiones anteriores a propósito, de ver, donde hay pechos de mujer, mesas de billar o patas de conejo, y así halló la séptima dimensión: la imaginación. Y cuando llegó a la séptima dimensión decidió continuar más allá y buscar la dimensión siguiente, ávido de dimensiones, anhelante, sediento, insaciable, hasta llegar a la octava dimensión.

De allí no volvió. Quizá, es posible, sin duda esa octava dimensión será la muerte.

PEREZA

Llevaba tres días en el sillón. No se levantaba ni se acostaba, porque estaba permanentemente acostado en él; solo lo abandonaba para hacer sus necesidades y buscar comida en la nevera, volviendo rápidamente a malcomérsela frente al aparato de televisión. Pasaron los días y no era capaz de moverse de allí. Se sentía atrapado, pero era una sensación grata, aun perseguida por un leve remordimiento que no llegaba a romper la invisible coraza que la pereza había formado a su alrededor, como una burbuja o una dura pantalla envolviendo su espléndido sofá de tres plazas. Al cabo de siete días se le terminaron las vacaciones. Debía volver al trabajo, pero la pereza le había invadido de tal modo que se sentía incapaz de hacer otra cosa diferente a continuar allí tumbado. El primer día el remordimiento creció hasta casi hacer saltar en pedazos la pereza, pero pudo aguantar sin moverse incluso cuando el teléfono no paraba de sonar. Al tercer día el teléfono dejó de sonar y con él se acalló también el remordimiento. Pronto la nevera se quedó vacía, pero entonces recordó que podía comprar por teléfono e incorporó a sus nuevos hábitos un tercer motivo para abandonar el sillón. La puerta sonó; escuchó decir al cartero que traía un telegrama. Sería de la empresa, pensó, sabía que iba a ser despedido y eso le angustiaba, el remordimiento se le anudaba en la garganta, pero al rato decidió no pensarlo hasta más adelante y continuó en el sillón sin levantarse. La puerta sonaba dos o tres veces al día, pero él nunca se levantaba siquiera a curiosear. Un día, mes y medio después, al hacer su pedido le rechazaron la tarjeta. El dinero se había acabado. La angustia creció, pero la pereza le había invadido de tal manera que ya no sintió el nudo en la garganta; se encogió de hombros y fue a la cocina a buscar toda la comida posible para hacer las cuentas de cuánto tiempo podría aguantar sin morir. Al volver de la cocina de pronto miró hacia el espejo de la entrada y se asustó. Llevaba más de un mes sin mirarse al espejo, lo supo de pronto porque su aspecto era horrible: sin afeitar, grasiento y sucio, visiblemente más gordo y con el pelo largo, revuelto y enredado. En ese momento se dio cuenta de que olía mal, pero no le importó, dado que estaba solo y el olor que uno mismo desprende nunca es desagradable.

Cualquier observador auguraría un final terrible; pero nadie habría imaginado lo que sucedió. Diez días después de que rechazaran su tarjeta en el supermercado estaba tumbado viendo cualquier programa cuando de pronto se fue la luz. Ver la televisión era su única actividad, de modo que de pronto se vio sin nada que hacer, sin objetivo. Decidió levantarse y buscar el origen de aquel desastre; buscó en el cuadro de contadores, pero estaba intacto; entonces cayó en la cuenta: su banco también habría rechazado el recibo por falta de fondos. Armado de valor, buscó un abrigo en el que esconder su desastrado aspecto y salió hasta el buzón. Estaba tan lleno que le costó abrirlo, pues los sobres se habían encajado en la puerta. Entre dos constatados telegramas de la empresa, recibos bancarios, publicidades diversas, cartas de amigos y conocidos y avisos de la comunidad de propietarios había un aviso que le confirmaba que le habían cortado la luz por falta de pago. Regresó corriendo a la casa y cerró rápidamente la puerta. De pronto, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Al salir, se afeitó, buscó ropa amplia con la que poder vestirse, se perfumó y salió a la calle. Actuaba sin pensar, como un autómata. Tardó aproximadamente una hora en conseguir un trabajo. Una mierda de trabajo, pero al menos le permitiría volver a tener dinero. Entonces reaccionó: “¿pero bueno, es que nadie me ha echado de menos?”, dijo en voz alta, y sentándose en la acera lloró amargamente.

EL DUEÑO DEL MAR

Casi nada más llegar a aquella ciudad tomó la costumbre de pasear a diario por la avenida del puerto. Todos los días, hacia las cinco de la tarde, cuando los toreros apenas se miran por última vez al espejo antes de lanzarse al ruedo, ella salía de casa y caminaba a lo largo de la avenida, ida y vuelta, durante una hora y media, casi dos.

Al cabo de una semana se fijó en un hombre siempre sentado en un banco, siempre en el mismo, mirando al horizonte. El hombre era bastante maduro, unos setenta años, y lucía bastante desarrapado. Imaginó que era un mendigo descansando de su mañana de duro trabajo, pues pedir dinero a los paseantes no deja de ser una dura tarea. Al día siguiente se desvió para pasar por delante del banco buscando una reacción en el hombre, pero no parecía reaccionar con lo que le rodeaba sino estar pendiente únicamente de la marea o del horizonte. El tercer día se paró al lado del banco y miró hacia donde él miraba sin observar nada especial o destacable en aquella imagen limpia del mar que ofrecía esa parte del paseo. No se atrevió a sentarse y siguió caminando, queriendo imaginar que la visión le brindaba la calma ante una vida tan triste y llena de penurias. El quinto día decidió sentarse a su lado. No habló, solo lo miró a él y a lo que él miraba. El sexto día se sentó también a su lado en el banco; esta vez quizá lo miró más a él que al horizonte, pero tampoco habló. El séptimo día recordó el tiempo que se había tardado en crear el mundo, según la bíblica leyenda, y se decidió a hablarle.

–Hola –le dijo.
–Hola –contestó.
–Perdone si le molesto –él negó con la cabeza–. Paseo por aquí todos los días y le he visto siempre aquí. Me preguntaba qué le llama la atención de este lugar.
–Estoy aquí vigilando –le respondió.
–¿Vigilando qué? ¿O a quién?
–Vigilo mis posesiones.
–No comprendo, aquí solo se ve el mar.
–Es que yo, señora, soy el dueño del mar.
–Eso no es cierto, el mar es de todos.
–No diga usted tonterías, el mar es mío y yo se lo cedo cada día a la humanidad, pero eso no me quita la responsabilidad sobre él. Por eso lo vigilo.
–¿Ah, sí? ¿Tiene usted documentos que lo avalen?
–¿Vive usted aquí?
–No veo qué tiene que ver eso con el registro de la propiedad.
–Venga a la hora que quiera. Si no puede venir envíe a quien crea que puede informarle. Yo llevo aquí desde siempre. Siempre me verá. Siempre he estado aquí y siempre estaré, porque soy el dueño del mar. Esa es mi documentación, mi eterna presencia aquí.
–Lo haré, desde luego.

Doce generaciones después una niña se sentó a su lado una vez más, como habían hecho su madre, la madre de su madre, la madre de aquella y así hacia atrás hasta aquella primera paseante de la avenida del puerto.

–Hola –dijo la niña.
–Hola –respondió él.
–Mi madre dice que usted es el dueño del mar.
–Eso es porque tu madre me conoce bien.

LOS SUEÑOS DE CRISTAL


Llevaba unos meses teniendo diariamente horribles pesadillas en las que alguien lo mataba o, peor aún, él mataba a alguien, que podía ser desde un desconocido hasta su propia madre. Siempre había un asesinato y en ese momento él se despertaba sudando, aterrorizado, y después no podía volver a dormir, pues o tenía miedo o se sentía una mala persona, pues por alguna inventada teoría freudiana relacionaba aquellos asesinatos cometidos por su subconsciente con verdaderos deseos irrealizables que su subconsciente se obstinaba en traerle a su consciente. Entonces, un buen día, escuchó a dos mujeres en la cola de la panadería que hablaban de los sueños, y una dijo: “soñar que rompes objetos de cristal es símbolo de alegría y prosperidad”. Estuvo varios días dándole vueltas a esa frase, hasta que completó su razonamiento: si soñar que rompía cristales le proporcionaría alegría y prosperidad en la vigilia, romper cristales en la vigilia le ayudaría a soñar cosas alegres y prósperas.

En el centro comercial compró una vajilla de cristal blanco en oferta, un juego de tazas de café, seis paquetes con seis vasos de agua cada uno y una caja de diez copas de vino de delicado cristal de bohemia. La cajera le dijo: “De mudanza, ¿eh?”. No contestó. Llegó a casa y despejó el tendedero. Era la única habitación sin muebles. Primero tiró una de las copas y le gustó verla estrellarse y descomponerse en mil añicos. Después siguió con las demás copas y fue tirando todo lo que había comprado, de menor a mayor grosor, adquiriendo mayor fuerza, descargando su rabia, terminando enardecido, finalmente, con los platos.

Aquella noche se despertó de pronto sudando. Acababa de matar a la cajera del centro comercial con un trozo de cristal roto. Como no podía volver a dormir, se levantó y se puso a barrer cristales, mientras lloraba amargamente.

EL PAÍS DE LAS TRANSFORMACIONES

Era otoño en el país de las transformaciones. Las hojas caídas de los árboles poblaban el suelo. En aquella calle, una ráfaga de viento levantó las hojas y las desplazó, cruzando la calzada, todas juntas, precipitadas, apremiadas, y mientras cruzaban cada una de ellas fue adquiriendo una tercera dimensión, hinchándose, y alargando sus lóbulos empezaron a crecerles a los lados dos brazos, hacia abajo dos piernas, hacia arriba una cabeza, hacia fuera una barriga –solo a algunas hojas, las más lobuladas– hasta que finalmente el montón de hojas se convirtió en una multitud huyendo despavorida a través de la calle, acosada por un huracán, para guarecerse dentro de una caja de cartón que convenientemente creció y se ensanchó, convirtiendo sus paredes de cartón en lindos muros de ladrillo rojo y sus pestañas en postigos de una gran puerta que se abrió para acogerles y se cerró a continuación y, levantándose desde el plano suelo de cartón convertido en gres en blanco y negro, el dibujo de la copa que marca en las cajas un contenido frágil se hizo de piedra y albergó dentro una entrañable chimenea que con el cálido crepitar de su fuego les hizo sentir arropados y a salvo.

En el país de la vida normal un barrendero agitó su escoba hasta empujar todas las hojas a través de la calzada y reunirlas en una caja de cartón abandonada que decidió utilizar a modo de recogedor.

IMPULSO OBSESIVO

Loreto llevaba el jersey mal colocado. Lo vio desde el principio, cuando llegaron a la esquina de la calle Mayor y se encontraron con sus amigos. Ella se dio la vuelta y pudo ver asomar, en el lado derecho, cayendo sobre su riñón, desairándole, la cascada de punto rojo que indicaba que un error que había que enmendar le perseguiría y obsesionaría durante toda la noche. Caminaron por la calle hasta el restaurante; él iba tras ella, hablando con Paula, pero no estaba prestando ninguna atención a la conversación, a la que solo aportaba asertos y movimientos de cabeza para simular la escucha, sino al chorro de lana desplazado de su correcta posición para dejarse ver, en un exasperante afán de protagonismo.

Al llegar al restaurante se sentaron y por un momento él, esperanzado, perdió el contacto visual con la prenda mal colocada, pero Loreto y Blanca se cambiaron el sitio y se sentó junto a él, a su izquierda, lo que le permitía adivinar, con solo una mirada de reojo, el trozo de jersey sobrante que había que esconder bajo la falda para recuperar la armonía estética. La cena transcurrió cordial y alegre, excepto para él, que no paraba de cerciorarse a cada momento de que el trozo de jersey sobrante seguía ahí afuera. “Estás muy callado”, le dijo Loreto, y él tan solo se sintió capaz de asentir y responder con un escueto “no es nada”. El camarero estaba a punto de acercarse a tomar nota de los postres cuando Loreto se levantó y anunció que iba al baño. Paula la acompañó y ambas dejaron instrucciones a sus amigos acerca del postre que iban a tomar. El camarero llegó y tomó nota de los postres. La ausencia de Loreto de pronto lo ayudó a olvidar la desagradable obsesión que le había producido un leve dolor ocular de tanto mirar hacia la izquierda y lo devolvió a la conversación fluida y alegre. Cuando las chicas volvieron del baño y se sentaron en la silla, Domingo no pudo evitar echar un vistazo para comprobar el estado del jersey. Por fin. Colocado. Domingo se levantó, titubeante, como si no supiera cómo había que reaccionar; Loreto se levantó también y le preguntó si se encontraba bien; se produjo un silencio en la mesa; entonces él la atrajo hacia sí, la besó y le dijo: “te quiero”. Todos se encogieron de hombros y pidieron café.

MISTERIOS QUE NADIE COMENTA

Tendía la ropa en el patio de casa cuando escuchó chistar a alguien tras los arbustos. “Chist, chist”, se escuchaba, pero se asomó y no veía a nadie. Siguió tendiendo, encogiéndose de hombros, pero el “chist chist” volvió a sonar de nuevo. Se acercó hasta los arbustos; un hombre minúsculo, enano, se escondía tras ellos. Le hizo con el dedo una señal para que le siguiera y salió correteando con sus piernecitas a lo largo del seto hasta desaparecer de pronto. Ella corrió hasta donde había visto desaparecer al enano, pero al llegar no vio nada. Iba a darse la vuelta cuando decidió dar un paso más hacia delante; el suelo de aparente hierba cedió bajo sus pies y cayó a un túnel por el que resbaló un buen tramo hacia abajo, quizá más de doscientos metros. Al llegar, un escalón le obligó a culetear contra el suelo.

Un pasillo que terminaba en una abertura con forma de arco anunciando la existencia de una posible cueva o estancia más grande se abría frente a ella. No había otra salida, de modo que decidió avanzar por él hasta ver qué había al otro lado. Se dio cuenta de que no podía ponerse de pie, pues el hueco no medía más de un metro y medio de alto. Dudó un instante si avanzar de rodillas, lo que le dejaba las manos libres, o a gatas, mucho más rápido y cómodo; como el pasillo no era muy largo se decidió por dejar las manos libres y avanzó en la misma posición en la que se rezan las oraciones, lo que le inspiró, ante la inquietud de no saber cuál sería su destino, a recitar entre dientes algunas de las que podía recordar, aun a pesar de la falta de práctica.

Al llegar al final del pasillo, muy despacio, asomó la cabeza por la entrada: una gran cueva emergió ante sus impactados ojos. Miró hacia arriba, hacia el techo de la cueva, imaginando el poco espacio entre aquel y el suelo por el que los ciudadanos, probablemente, paseaban en ese momento al otro lado, y pensó que no podía ser demasiado grande; después empezó a escudriñar a su alrededor y observó que había caminos y escaleras por todas partes. Cruzó el umbral y se levantó. Entonces observó que la cueva era muy profunda y que todas las escaleras descendían hacia el fondo de ella por distintos ángulos. Se acercó hasta la escalera más cercana y miró hacia abajo; un montón de enanos paseaban de un lado a otro llevando y trayendo objetos que no acertó a adivinar. Muy despacio fue descendiendo por las escaleras hasta abajo, intentando que el sigilo mantuviera oculta su presencia. Al llegar abajo se fue agachando hasta sentarse en los escalones; desde allí podía ver que lo que llevaban los enanos eran calcetines, montones de calcetines, que iban amontonando en una de las esquinas de la habitación. Al otro lado de la estancia había distribuidos, en grupos de tres, distintos enanos, que entonces se le antojaron gnomos, realizando diferentes actividades: tres mujeres tejían con un ganchillo los calcetines uniendo unos a otros hasta formar una bonita colcha de colores; tres hombres rellenaban unos calcetines con otros para entregárselos a otros tres que los cosían hasta formar redondas pelotas de juego; otras tres mujeres bordaban y cosían un doblez en los calcetines para hacer gorros que solo cabrían en sus pequeñas cabecitas; otros anudaban unos a otros para hacer interminables cordones.

De pronto uno de ellos sonrió y se acercó hasta ella, que descubrió que todos conocían su presencia, y le dijo:

–Ayer la escuchamos discutir con su marido y no quisimos que por nuestra culpa tuviera más conflictos. Por eso está usted aquí ahora, para que pueda ver con sus propios ojos el destino de sus calcetines desaparecidos. Y ahora que ya lo conoce, tiene que volver y no decir nada a nadie de lo que acaba de ver, pues de otro modo tendremos que provocar un movimiento de tierra para desplazarnos a otro lugar y eso, señora, puede resultar una catástrofe.
–Dios mío –alcanzó a decir ella.
–Y eso, señora, en el caso de que no la creyeran loca –añadió–. Y ahora, salga por este pasillo –dijo señalando a su derecha un hueco oscuro–; le llevará hasta el mismo lugar por el que cayó.

Y así fue como conoció por fin la respuesta al famoso misterio de los calcetines desparejados y, de paso, supo cuál es el factor desencadenante de los movimientos de tierra.

COSAS DE LA EVOLUCIÓN

–Estoy preocupado, se me está cayendo el vello –dijo aquel homo sapiens.

TANATOPRAXIA

Llevaba catorce años maquillando cadáveres; catorce años repitiendo los mismos movimientos, frotando los miembros rígidos de los cuerpos inertes para colocarlos en posición de despedida final, en decúbito supino, con los brazos cruzados sobre el pecho o a lo largo junto a las caderas, peinándolos, moviendo sus labios hacia arriba, sujetándolos a veces hacia atrás con un punto o una grapa, para esbozar una sonrisa, su sonrisa de despedida, la última, proporcionándoles el color perfecto, ese que les da la apariencia de no haberse ido a ningún sitio, de poder abrir en cualquier momento los ojos y sin dejar de sonreír –inevitablemente sujeta su sonrisa a su oreja– pronunciar la frase mágica, la que nunca suena, “ha debido de haber un error porque yo no estoy muerto, qué hago aquí, sacadme de esta caja que huele a alcanfor y perfume a limón, quitadme los algodones de la nariz que no puedo respirar, ha tenido que ser un error médico”.

Aquella mañana se levantó y sintió un leve ardor de estómago muy desagradable para trabajar en un lugar en el que el ardor de estómago, en lugar de salir desde dentro, penetra al respirar. Al llegar al trabajo se dio cuenta de que además se había olvidado el bálsamo nasal y eso añadía al desagradable hedor habitual la imposibilidad de mitigarlo. Todo eso y una sensación de hastío que llevaba arrastrando una buena temporada le acercaron al cadáver del día con una predisposición nada recomendable. Entonces se abrió bruscamente la puerta y un tipo se asomó como buscando a alguien, miró a los lados y se fue sin abrir la boca. Habría protestado o insultado al tipo, haciendo referencia a su lamentable educación, pero en lugar de eso se descubrió sonriendo, pues le pareció que tenía un aspecto muy cómico. Aquello le recordó al circo. Y ahí surgió la inspiración. Ya estaba bien. Era el momento de terminar. No habría vuelta atrás y él lo sabía. Agarró la crema blanca y untó, o más bien embadurnó, completamente, el rostro de su cadáver, un señor de edad madura, unos 55 años, fallecido probablemente de un infarto, quiso imaginar, habida cuenta de su costura en forma de Y que indicaba que había tenido su autopsia. Una vez bien embadurnado tomó sus cabellos, que afortunadamente eran suficientemente largos, y los peinó, la parte central del cráneo hacia atrás y los laterales hacia fuera, cardándolos con el peine para crear sensación de volumen, y después descargó el espray rojo sobre su cabello hasta colorearlo del todo. Con el lápiz de ojos negro pintó un rombo alrededor del ojo derecho y una línea vertical entrecortada atravesando el ojo izquierdo. Después con los dedos mezcló la sombra de ojos verde con un poco de crema y coloreó con la mezcla el interior del rombo. Finalmente, con el lápiz labial dibujó un cerco alrededor de la boca, subiendo a modo de sonrisa por ambos lados, y lo coloreó con el propio lápiz. Se detuvo y observó su hazaña. Miró a su alrededor y buscó hasta encontrar una botella con el tapón rojo, que desenroscó y encajó en la punta de la nariz de su difunto amigo. Ahora ya sí era un payaso perfecto. Guapo, se atrevió a considerar.

Cerró la caja y llamó para que la bajaran a la sala. Se sentó en la silla a esperar, pues sabía que era cuestión de tiempo. Quince minutos después una mujer irrumpió en la habitación. Él se levantó, a pesar de todo, sorprendido, y ella se acercó hasta él y descargó sobre su mejilla un bofetón que resonó en el armario de los utensilios. “¡Cerdo hijo de puta!”, dijo al salir.