LA TIERNA INJUSTA MUERTE DEL DICTADOR

Estaba claro que era cuestión de horas, de minutos. El comandante cerró la puerta con un gesto cabizbajo que indicaba que ya no se le debía molestar más. Unos minutos antes había salido a buscar a su mujer, compungida y solitaria, envuelta entre sollozos silenciosos, y sujetándola del brazo la había llevado a los pies de la cama para la gran despedida. Fuera, en la calle, los borrachos cantaban, sabiéndose libres de la furia del moribundo, sus últimos segundos o, mejor aún, los segundos que seguirían a los de su última exhalación, los segundos de la libertad y del fin de la injusticia. Dentro, el dictador permanecía en la cama, boca arriba, con los ojos cerrados entre el sueño y la inconsciencia, y apenas se escuchaba su débil respiración, cargada de leves sibilancias. A un gesto de la cabeza del comandante, la enfermera apagó la máquina para escuchar mejor sus últimos minutos. El pitido de cada latido se había hecho innecesario. De pronto, el dictador aspiró el aire fuertemente y de seguido exhaló su último aliento. Su mujer levantó la vista y permaneció mirándolo en silencio. El comandante agachó la cabeza y se encaminó hacia la puerta.

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