EL CASTILLO

Se despidió de su familia y desapareció en su dormitorio. Impaciente, estaba tan nervioso que se cambió de ropa muy lentamente. Se metió en la cama y al apagar la luz cerró los ojos un momento, sabiendo que no iba a dormirse. Al rato los abrió y pudo comprobar que la tenue luz que pasaba tras las cortinas le permitía distinguir cada rincón de la habitación. Entonces esperó, sin pensar en nada. Solo esperar.

Dos horas después escuchó las voces de sus padres recorriendo el camino hacia el final del día, primero en el baño, donde sonó el motor de los cepillos dentales, después en la cocina, donde escuchó el deglutir del nocturno vaso de agua; nuevamente en el baño, donde la cisterna remató el chorrear de la última micción. Finalmente, el dormitorio cerró su puerta y se hizo el silencio. Aún un rato más, el rato justo para asegurarse de que sus padres se habían, por fin, quedado dormidos.

Miró el reloj: eran casi las 3 de la mañana. Quizá se había dormido un momento, pensó, pero ya seguro de que la noche se había tragado la casa entera, se levantó muy despacio y metió la mano bajo la cama. Ahí estaba. Arrodillado en el suelo, alcanzó la caja y la empujó hacia fuera con cuidado. Después abrió el cajón de la cómoda y buscó a tientas, en la parte de atrás, hasta dar con la mecha y el encendedor. Abrió el balcón y la luna llenó la habitación de tenues tonos azulados. A la derecha, en la pared del patio comunitario, pasaba de largo hacia el tejado la escalera de incendios. Buscó su mochila, alzó la caja con cuidado, aguantando el peso, y la metió dentro. Antes de cerrarla, añadió, en uno de los pequeños bolsillos, la mecha y el encendedor. Cerró todo y, sentado en el suelo, acercó la mochila hasta colocársela a la espalda. Después se giró hasta estar de rodillas y apoyándose en la cama logró ponerse de pie. La mochila pesaba más de lo que su infantil cuerpecillo era capaz de aguantar sin esfuerzo, pero su deseo de vivir aquella experiencia lo llenaba de energía, de modo que salió al balcón, se agarró a la barra de la escalera y comenzó a subir hasta el tejado. Al llegar arriba comprendió que no podría caminar erguido sobre el tejado y decidió continuar arrastrándose. Afortunadamente las tejas ya no estaban sueltas como antes, sino fuertemente sujetas, lo que le permitía, además de arrastrarse sobre ellas, poder agarrarse y evitar resbalar hacia abajo. Avanzó por el tejado hasta llegar a lo más alto, donde encontró un hueco entre dos de las chimeneas para girarse hasta sentarse. Se desprendió de la mochila y la abrió, extrayendo la caja, que colocó sobre una de las chimeneas. Era el lugar perfecto. Tiró de la mecha hacia fuera y buscó un camino para escapar hasta el otro lado del tejado; si corría junto a las chimeneas podía llegar muy rápidamente, pues la última fila de tejas era doble, lo que hacía que el suelo no quedase tan inclinado. No sin cierto miedo probó el camino y vio que era posible. Abrió el bolsillo pequeño de la mochila y sacó la mecha y el encendedor. Prendió la mecha, soplándola después fuertemente, hasta que en el extremo encendido se hizo una bola anaranjada de la que, cuando paraba de soplar, salía un humo gris con fuerte olor a quemado. Entonces se levantó, colgándose la mochila vacía, miró hacia atrás, volviendo a recorrer mentalmente el tejado hasta el lado contrario, se acercó a la caja, acercó la mecha encendida a la que había sacado hacia fuera de la caja, esperó un poco, se asustó cuando la chispa saltó y comenzó a recorrer la mecha de la caja, salió corriendo, más rápido de lo que había imaginado en su prueba, hasta llegar al otro extremo del tejado, se sentó bajo la última chimenea, ladeando un poco la cabeza para ver mejor, y entonces se produjo el milagro.

Los cohetes comenzaron a salir de uno en uno; la fuerza que los lanzaba hacia el cielo producía un sonido intimidante. Cada uno de aquellos cohetes subió, elevándose hasta lo más alto, donde estalló con un penetrante tronar y una lluvia de chispas de color se expandió por el cielo formando preciosas y espléndidas palmeras. El chico permaneció sentado, con la boca abierta, emocionado y sorprendido, contemplando aquella maravilla. Muchas veces había imaginado aquel momento, pero su esforzada imaginación nunca había llegado a alcanzar tan grandiosa belleza.

Un poco más abajo, en las casas vecinas, los habitantes se asomaban extrañados y contemplaban el espectáculo sin saber por dónde venía. Sus padres también se despertaron, pero no quisieron entrar a decir nada al niño por no interrumpir su descanso. El castillo duró apenas unos segundos, pero fueron los mejores segundos de su vida. Después, extasiado, fatigado, vencido, se quedó dormido allí mismo y solo despertó al amanecer, cuando el renacer del día y el sol asomando sobre la línea desnuda del horizonte le trajeron, como un regalo, una nueva imagen para adornar sus mejores recuerdos.

MITAD Y MITAD

El viento mecía las hojas de los árboles suavemente: primero a la izquierda, luego a la derecha, izquierda, derecha, provocando un sonido arrullador. El sol aún brillante alimentaba con su luz aquellas hojas sedientas de fotosíntesis. El aire fresco y el cielo despejado avivaban los colores.

Bajo aquella enorme calma, ajenos a la brisa, pasaban, efervescentes, montones de coches y personajes que iban y venían con prisa, resonando ajenos al arrullar del viento: rugientes motores, cláxones, gritos, golpes, saludos y despedidas, alarmas, melodías polifónicas, timbres, conversaciones, silbidos, portazos, sirenas, discusiones, frenazos, ladridos, canciones; como si dos universos paralelos, el de la armonía y el de la agitación, se hubiesen encontrado, por azar, en el mismo lugar, negándose a reconocerse.