EL TORRENTE

El sonido se hizo escandaloso casi nada más empezar a llover. Por el estruendo supusieron que estaba cayendo una buena granizada. Miguel se asomó tímidamente a la ventana, pero apenas se veía una sombra enorme, como si toda la casa hubiera sido engullida por la nube, que en vez de dejarse caer, estrepitosa, hubiera decidido lanzarse a devorarlos. Se acurrucaron en el sillón a esperar a que escampase. Al rato, escucharon un chorro de agua cayendo al suelo. El agua había desbordado el marco de la ventana, cuyo sellado nunca había sido útil para alejar el sonido, cuanto menos para impedir el paso del agua. Se acercaron a la ventana y pudieron ver el agua que ya había alcanzado la altura de la ventana y navegaba por encima de esta. Se miraron entre maravillados y sobrecogidos; no sabían si volver a acurrucarse en el sillón hasta comprobar si la tormenta se agravaba más allá de sus posibilidades de permanencia sobre él sin convertirlo en improvisada embarcación o empezar a buscar la salida al tejado de la casa. Laura corrió la cortina buscando una iluminación imposible. De pronto, una piedra de granizo del tamaño de una pelota de tenis entró por la ventana y, rompiendo el cristal, aterrizó delante del sillón. Apenas hubo un segundo de pausa para contemplar el granizo en el suelo justo antes de que se produjera un catastrófico efecto dominó que primero reventó el cristal de la ventana para dejar pasar el agua hasta donde se había desbordado por encima de ella, al tiempo que, más allá de la casa, el río se desbordaba también de su cauce y un torrente de agua aprovechaba la ventana rota para entrar violentamente por el salón, en el que Miguel y Laura, aterrados, intentaban alcanzar una puerta de salida. El agua les empujó contra la pared e inundó la habitación a más velocidad de la que fueron capaces de asumir. De pronto los dos buceaban intentando sacar la cabeza por algún hueco libre con un resquicio de aire al que agarrarse que no encontraban. La puerta que daba al piso de arriba, cerrada, no cedía a los intentos de abrirla bajo el agua, y la desesperación hacía que Miguel en lugar de tirar con fuerza realizara inútiles intentos en los que tiraba de la puerta cuando aún no había bajado el picaporte y bajaba este cuando no estaba colocado para tirar de aquella. Miguel estaba a punto de abandonarse a la fatalidad cuando Laura sacó una extraña fuerza que nunca habría imaginado tener siquiera ella misma y, bajando el picaporte, tiró fuertemente y consiguió abrir la puerta hasta meter la pierna y empujarla y abrirla lo suficiente para impulsarse hacia el piso de arriba, saliendo del agua como se sale de la piscina en las luchas infantiles para ver quién aguanta más tiempo sin respirar, con un suspiro en el que todo el aire que falta entra a borbotones como si no hubiera tiempo, porque de hecho ya no hay tiempo para dejarlo entrar lentamente. Lo siguiente fue mirarse y besarse y abrazarse nerviosamente como si acabaran de encontrarse después de haber sido apartados a la fuerza durante mucho tiempo.

Aquel día el pueblo entero se inundó, el agua entró por todas las puertas y rendijas, las familias se salvaron como pudieron y una mujer se ahogó, atrapada por la tormenta en una inundada casa de una sola planta sin un piso sobre su cabeza al que subir a respirar.

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