EL PIANO (a mi querido amigo Kurosh)

Aquella chica era preciosa, tan linda que se sintió atrapado en su belleza. Se ofreció a acompañarla hasta su casa y ella asintió sonriendo. Caminaron por las calles en silencio, ella esperando sus palabras y él no encontrándolas, mirándola tímidamente y sin atreverse a hablar. Al llegar a su casa, ella lo invitó a pasar. Él hizo un gesto como asomándose al interior que ella, sonriendo, interpretó rápidamente aclarando: “solo está mi madre”. Finalmente entró con ella. Se hicieron las presentaciones, los qué-quieres-tomar, se sentaron y entonces lo vio. Un piano de pared igual que el que siempre había soñado tener y nunca había podido.

La madre de Elia reparó en sus constantes miradas al instrumento y le dijo:

–¿Te gusta? Está estropeado, es una pena. Se desafinó y al parecer está tan mal que habría casi que desmontarlo, pero nosotros no estamos ahora para pianos, claro.
–¿Me permite? –respondió él levantándose y caminando hacia el piano.
–Pues claro, adelante. Pero ya te digo que está desafinado, suena muy mal.

Se sentó en la banqueta y levantó la tapa muy despacio, como esperando encontrar un tesoro. Colocó las manos sobre las teclas suavemente, acariciándolas, y tocó unas cuantas notas, comprobando que lo que la mujer decía era completamente cierto. Aquel piano sonaba como las canciones de su tía Pepita. Se levantó y miró en la parte de atrás. Elia apareció en la habitación con unos refrescos. Él paró un instante su reconocimiento del instrumento para sentarse a beber con las mujeres. Pero no paraba de mirarlo. De pronto saltó, sin venir a cuento.

–¿Y si yo les afinara el piano, señora? ¿Qué le parece?
–¿Sabes hacerlo? –preguntó la mujer sorprendida.
–Puedo intentarlo –respondió –, lo he hecho en alguna ocasión con otros pianos, pero este está muy desafinado –agregó, mintiendo, al ver que Elia sonreía asombrada.
–Me parece bien —dijo la madre sonriendo a su hija.
–Pero... ¿Y si lo estropeo para siempre?
–No te preocupes, nadie más va a tocar ese piano tal y como está. No perderemos nada.

Al cabo de una hora la alfombra del salón albergaba, perfectamente colocadas y alineadas, las 88 teclas y sus correspondientes piezas sobre el suelo. El piano estaba en medio de la habitación y la tapa trasera, la superior y la plancha de las cuerdas apoyadas contra la pared. Estaba, literalmente, desarmado. Elia y su madre lo miraron y se miraron entre ellas. “Dejémosle tranquilo”, dijo la madre, y se fueron a la cocina a preparar la cena.

Al cabo de dos horas aún seguían las dos mujeres en la cocina. La cena estaba lista. No se escuchaba apenas ruido en la habitación, aunque la puerta cerrada mitigaba cualquier sonido. No se atrevían a entrar, por miedo a sobresaltarlo, de modo que se acercaron hasta la puerta para ver si escuchaban algo y de pronto oyeron una nota musical. A Elia se le iluminó el gesto. “¡Mamá!”, gritó susurrando. Abrieron la puerta despacio, asomándose lentamente, y ahí estaba el piano armado de nuevo. “Se han roto algunas cuerdas, dijo, pero ya funciona. Compraré unas y mañana vuelvo y lo afino, si ustedes quieren, claro”. La madre de Elia se acercó y le dio un abrazo y un beso. Elia miraba la escena enternecida, pero no lo besó y, sin embargo, ese era el beso que le había hecho desmontar el piano para volver a montarlo de nuevo.

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