EL CUARTETO DE CUERDA

El cuarteto de cuerda salió al escenario y se hizo un absoluto silencio. El cuarteto se sentó: a un lado la viola, junto a uno de los violines y, frente a él, el otro violín junto al violonchelo. Había una extraña tensión en el escenario y el público la percibía, lo que hizo que el silencio se hiciera aún más absoluto. Ni siquiera se escuchaban los habituales cuchicheos dejando en un susurro las últimas preguntas y comentarios, esas que se nos ocurren siempre en el último momento, como si nuestro subconsciente se revelara contra el silencio que tratamos de imponerle trayéndonos, de forma traicionera, argumentos imposibles de acallar. A una señal del violín, comenzaron a tocar. La pieza comenzaba de forma tranquila, calmada, y después iba subiendo de tono hasta llegar a un allegro que se hizo tan sonoro, tan violento, que era como si las propias fieras hubieran aprendido el arte de deslizar el arco sobre las cuerdas. De pronto, cuando el público estaba más encendido, la música descendió hasta casi detenerse, en un suspiro, marcando una levedad que relajó todos los hombros y los brazos sobre las butacas, y ese hilo de música que les conectaba con el escenario se convirtió en un suave llanto, de la viola al primer violín y después al otro hasta dejarse caer sobre el grave gemido del violonchelo. El hilo se fue convirtiendo en halo y de ahí se dejó caer en el silencio. Cuando sonó la última débil nota, todo el público estaba llorando. El cuarteto se levantó sigilosamente de sus sillas y salió, sin que sonara ni un solo aplauso. Y esa fue la mejor ovación: la de las lágrimas.

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