EL HUEVO DE ORO

Llegó a casa y fue sacando los paquetes de las bolsas. Al llegar a la docena de huevos, retiró el plástico y abrió la tapa, esperando encontrarse, como casi siempre, un huevo roto. Pero, en vez de un huevo roto, en el centro de la huevera había un huevo de oro. Lo tomó en la mano, lo examinó por todos los lados, lo agitó, lo colocó al revés en su hueco, lo volvió a tomar, lo dejó sobre la mesa de la cocina, lo tomó de nuevo y finalmente lo metió con los demás en la nevera. Al cerrarla, permaneció mirando absorto frente a la puerta. Volvió a abrirla y sacó el huevo de oro que acababa de colocar. Abrió el armario de los platos y sacó uno, contra el que cascó el huevo, esperando una reacción imprevista, un huevo de piedra imposible de romper, un pollo de oro salir del cascarón, el genio dorado de la lámpara de huevo, el regalo sorpresa que la marca de huevos había decidido incluir aleatoriamente en algunas de sus docenas, la magia de un huevo diferente comportándose de forma diferente, pero nada de eso ocurrió; el huevo se cascó como se cascan todos los huevos y, cuando metió los dedos para separar la cáscara y lo dejó caer en el plato, comprobó que era un huevo normal y corriente. Finalmente, colocó una sartén en el fuego, echó un poco de aceite y esperó; una vez caliente, deslizó el huevo, lo frió, lo sacó y se lo fue comiendo entre sonrisas y nostalgias, recordando el juego infantil que comienza señalando el dedo meñique, recorriendo uno a uno hasta terminar en el pulgar con unas cosquillas en la palma de la mano, este fue a por leña, este encontró un huevo, este lo cogió, este lo frió, y el gordo, que era muy glotón, selocomió selocomió selocomió y, por alguna extraña razón que quiso atribuir al huevo de oro, se sintió muy bien.

Un día antes, lejos de allí, un niño entró correteando por la habitación con un rotulador en la mano. Bruno levantó la vista, algo molesto, pero continuó en silencio limpiando y colocando los pollos en el mostrador. El niño se acercó a los huevos y destapó su rotulador con la clara intención de pintarlos. Bruno se levantó y le arrancó el rotulador de la mano. El niño lo miró y esbozó un tímido puchero. Bruno sabía lo que seguía a continuación y no tenía ganas de vivirlo; se acercó a un estante y sacó otro rotulador de color dorado. Se lo tendió y le dijo: “Toma, pinta con este. Pero, ojo, solo puedes pintar un huevo y, lo más importante, tienes que conseguir que esté completamente pintado, que quede dorado como si el propio huevo fuera de puro oro, ¿vale?”. El puchero del niño se quedó abandonado en el otro rotulador y un impetuoso “¡Gracias!” resonó en la pared del fondo. Se acercó nuevamente a los huevos, esta vez ya con permiso, y tardó un rato en escoger uno de ellos. Bruno lo miró de reojo, volvió a levantarse, cogió una huevera vacía y se la colocó al niño junto al mostrador. “Toma, cuando elijas el huevo lo colocas aquí, así te será más fácil pintarlo”. El niño estuvo media hora entretenido pintando el huevo. María entró a anunciar la cena. “No sé cómo lo haces, pero contigo el niño es como si no estuviera”, le alabó sonriendo. El huevo estaba completamente dorado. Bruno lo examinó, besó al niño, le regaló el correspondiente “qué bonito”, lo colocó en una huevera y la llenó, cerrándola y, colocándola entre las demás hueveras para embalar, se marchó con el niño a cenar.

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