QUIÉN ES EL CULPABLE

Tras llamarlo varias veces a un teléfono apagado y enviarle dos mensajes, por si volvía a encenderlo, resultó imposible localizarlo. Finalmente tuvo que darle el plantón que necesitaba anunciarle, pues le era imposible acudir a la cita. Al día siguiente no tenía ninguna noticia de él, ni había respondido a sus llamadas, ni había enviado ningún mensaje reprobador. Tan solo un tremendo silencio. Le envió otro mensaje pidiéndole de nuevo disculpas y explicándole mejor sus motivos. Tampoco recibió respuesta. Esperó unos días para darle un margen de reacción; hay personas que tardan en perdonar los plantones, pensó. Cuando ya casi había transcurrido una semana volvió de nuevo a enviarle un mensaje para ver si ya estaba mejor. No obtuvo respuesta. Empezó a comentarlo con sus amigas, sorprendida, no entendiendo esa forma implacable de no perdonar, por más que se había doblegado y humillado y pedido perdón de mil maneras, e incluso empezó a pensar en él ya como persona desagradable, incapaz de tener un poco de comprensión o un minuto de compasión por su situación. De modo que de pronto empezó a dar vueltas al plantón y se dio cuenta de que ese plantón no habría existido si él hubiera tenido el teléfono encendido y le hubiera contestado, ya no a la primera, sino a la segunda, a la tercera, la cuarta o la quinta llamadas. Le envió un nuevo mensaje en el que le sugería esta interpretación, con lo cual una parte del plantón terminó por pasar a ser responsabilidad del propio plantado. Tampoco consiguió arrancarle una respuesta. Ese silencio de duración indeterminada y casi eterna terminó por enfadarla; maldito implacable, qué tipo de persona es incapaz de perdonar un plantón, con la cantidad de veces que se lo habían dado a ella, y el suyo era con causa justificada, pero él no, no estaba dispuesto a escuchar, qué desfachatez. Sus mensajes, ya casi diarios, iban poco a poco encendiéndose, haciéndose agresivos, dirigidos a reprocharle su despiadada reacción, su cruel silencio, su casi monstruosa falta de piedad, y acabó insultándolo abiertamente junto a sus amigas, menudo imbécil, seguro que está solo en la vida, el muy cabrón.

Dos semanas después, al llegar a trabajar, descubrió que tenía un mensaje de él sin abrir. Sorprendida y, sobre todo, intrigada, lo abrió para leer:

«Estimada Señora X:

Le ruego que deje de escribir a esta dirección, pues su destinatario falleció el pasado día N, tras sufrir un infarto mientras la esperaba a usted. Tardamos un poco en descubrir esta dirección y leer sus mensajes, que nos están resultando muy desagradables, por lo que suponemos que aún no ha recibido usted la noticia. Sentimos informarle de esta manera, pero usted no nos ha dejado otra opción, pues se nos hacía imposible responder a sus insultos con delicadeza. Por lo tanto, ya una vez informada, le rogamos que deje de enviar mensajes o deberemos tomar las medidas oportunas.

Atentamente,

Señor Y.»

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