BÁLSAMO MUSICAL

Mi madre abrió la puerta y entramos. La casa estaba completamente vacía. Por las ventanas entraba la corriente y el aire viajaba alegremente entre las habitaciones con libertad, lo que daba una sensación de frescor ante la brisa recreándose entre nosotros. “No encendáis la luz”, dijo. Eran las ocho y media de la tarde y el sol acababa de ponerse. Por la ventana se veía una luz azul difuminándose, apagándose, buscando el negro de la noche. Mis hermanos salieron corriendo a explorar las habitaciones. Mi madre fue hasta la cocina buscando algo que no nos dijo pero a nosotros tampoco nos importaba. Yo me quedé en la puerta del salón mirando hacia la ventana. Mis hermanos salieron corriendo de nuevo hacia la cocina, gritando atropelladamente preguntas, instrucciones y peticiones.

–¡Me pido el cuarto del fondo!
–Mami, ¿con quién voy a dormir? Yo quiero solo.
–Mamá, ¿podemos volver a la calle?

Mamá contestó:
–Venga, niños, id a jugar un rato a la calle. Ahora bajo y nos vamos. ¡Pero por favor tened cuidado con los coches!
–¡¡Sí, mamá!! –dijeron, y bajaron. Mi madre me miró y sonrió.
–Me vienes bien. Anda, quédate aquí que voy a subir un momento a la otra casa a ver si encuentro el cepillo. Ahora mismo vengo.

Y se marchó. De pronto yo estaba en el salón completamente solo, la luz del cielo ya apenas se veía y las habitaciones vacías me produjeron cierta inquietud. “No tengo miedo”, me dije, y para demostrármelo fui entrando en todas las habitaciones, comprobando su vacuidad y mirando detrás de las puertas. Cuando llegué al fondo de la casa oí un ruido.

–¿Mamá?

No respondió nadie. Pensé en volver al salón de nuevo, pero el ruidito continuaba y empecé a sentirme asustado. Sonaba despacio, pero constante, un clic–clic casi musical, como si una mano de uñas largas las chocara sucesivamente contra el alféizar de la ventana, e imaginé un enorme monstruo de mirada irónica esperando con su repiqueteo a que me asomara al salón para lanzarme su llamarada mortal.

Cuando mi madre volvió, media hora después, yo estaba sentado en el suelo del último cuarto de la casa cantando a voz en grito la decimoquinta canción de mi balsámico repertorio improvisado, mientras un pajarito picoteaba aburrido el alféizar de la ventana del salón.

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