EL DUEÑO DEL MAR

Casi nada más llegar a aquella ciudad tomó la costumbre de pasear a diario por la avenida del puerto. Todos los días, hacia las cinco de la tarde, cuando los toreros apenas se miran por última vez al espejo antes de lanzarse al ruedo, ella salía de casa y caminaba a lo largo de la avenida, ida y vuelta, durante una hora y media, casi dos.

Al cabo de una semana se fijó en un hombre siempre sentado en un banco, siempre en el mismo, mirando al horizonte. El hombre era bastante maduro, unos setenta años, y lucía bastante desarrapado. Imaginó que era un mendigo descansando de su mañana de duro trabajo, pues pedir dinero a los paseantes no deja de ser una dura tarea. Al día siguiente se desvió para pasar por delante del banco buscando una reacción en el hombre, pero no parecía reaccionar con lo que le rodeaba sino estar pendiente únicamente de la marea o del horizonte. El tercer día se paró al lado del banco y miró hacia donde él miraba sin observar nada especial o destacable en aquella imagen limpia del mar que ofrecía esa parte del paseo. No se atrevió a sentarse y siguió caminando, queriendo imaginar que la visión le brindaba la calma ante una vida tan triste y llena de penurias. El quinto día decidió sentarse a su lado. No habló, solo lo miró a él y a lo que él miraba. El sexto día se sentó también a su lado en el banco; esta vez quizá lo miró más a él que al horizonte, pero tampoco habló. El séptimo día recordó el tiempo que se había tardado en crear el mundo, según la bíblica leyenda, y se decidió a hablarle.

–Hola –le dijo.
–Hola –contestó.
–Perdone si le molesto –él negó con la cabeza–. Paseo por aquí todos los días y le he visto siempre aquí. Me preguntaba qué le llama la atención de este lugar.
–Estoy aquí vigilando –le respondió.
–¿Vigilando qué? ¿O a quién?
–Vigilo mis posesiones.
–No comprendo, aquí solo se ve el mar.
–Es que yo, señora, soy el dueño del mar.
–Eso no es cierto, el mar es de todos.
–No diga usted tonterías, el mar es mío y yo se lo cedo cada día a la humanidad, pero eso no me quita la responsabilidad sobre él. Por eso lo vigilo.
–¿Ah, sí? ¿Tiene usted documentos que lo avalen?
–¿Vive usted aquí?
–No veo qué tiene que ver eso con el registro de la propiedad.
–Venga a la hora que quiera. Si no puede venir envíe a quien crea que puede informarle. Yo llevo aquí desde siempre. Siempre me verá. Siempre he estado aquí y siempre estaré, porque soy el dueño del mar. Esa es mi documentación, mi eterna presencia aquí.
–Lo haré, desde luego.

Doce generaciones después una niña se sentó a su lado una vez más, como habían hecho su madre, la madre de su madre, la madre de aquella y así hacia atrás hasta aquella primera paseante de la avenida del puerto.

–Hola –dijo la niña.
–Hola –respondió él.
–Mi madre dice que usted es el dueño del mar.
–Eso es porque tu madre me conoce bien.

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