Era otoño en el país de las transformaciones. Las hojas caídas de los árboles poblaban el suelo. En aquella calle, una ráfaga de viento levantó las hojas y las desplazó, cruzando la calzada, todas juntas, precipitadas, apremiadas, y mientras cruzaban cada una de ellas fue adquiriendo una tercera dimensión, hinchándose, y alargando sus lóbulos empezaron a crecerles a los lados dos brazos, hacia abajo dos piernas, hacia arriba una cabeza, hacia fuera una barriga –solo a algunas hojas, las más lobuladas– hasta que finalmente el montón de hojas se convirtió en una multitud huyendo despavorida a través de la calle, acosada por un huracán, para guarecerse dentro de una caja de cartón que convenientemente creció y se ensanchó, convirtiendo sus paredes de cartón en lindos muros de ladrillo rojo y sus pestañas en postigos de una gran puerta que se abrió para acogerles y se cerró a continuación y, levantándose desde el plano suelo de cartón convertido en gres en blanco y negro, el dibujo de la copa que marca en las cajas un contenido frágil se hizo de piedra y albergó dentro una entrañable chimenea que con el cálido crepitar de su fuego les hizo sentir arropados y a salvo.
En el país de la vida normal un barrendero agitó su escoba hasta empujar todas las hojas a través de la calzada y reunirlas en una caja de cartón abandonada que decidió utilizar a modo de recogedor.
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