EL LORO RADIANTE

Cuando papá trajo aquel loro de Guinea todos lo rodeamos curiosos. Era un loro feo, gris, contrahecho y pequeño y el penacho de plumas rojas de la cola estaba despeluchado y roto. Estaba muy nervioso, se sentía agobiado por tanto desconocido y no paraba de moverse. De pronto dijo: “¡Fuera de aquí, cobardes!”. ¡El loro sabía hablar! Los niños aplaudieron entusiasmados. Papá agarró la jaula por el gancho que colgaba del techo y la colocó sobre la cómoda. Elena y yo formamos un colchón con un poco de gomaespuma, sacado de una vieja muñeca rota, cubierto con un trozo de tela, al que cosí unos botones haciendo dibujos de rombos; parecía un bonito sofá para descansar. Mamá puso agua en uno de los recipientes y cacahuetes en el otro, pero el loro no se acercó. La primera noche estuvo en un rincón, amedrentado y silencioso. Al día siguiente, ya muerto de hambre, se acercó despacio y comió. Al cabo de una semana ya formaba parte de la familia. Todos nosotros nos acercábamos por la mañana a saludarlo, uno por uno, cada cual según su horario, y le decíamos tonterías que queríamos que repitiera, palabras enrevesadas o expresiones únicas que buscábamos pensando que no se les ocurrirían a los demás; así, si algún día las repetía, sabríamos quién había sido el maestro.

Una tarde, al volver del cine todos juntos, el loro no estaba en la jaula. Tras el natural cruce de acusaciones, tú te has dejado la jaula abierta, de eso nada, yo la había cerrado ya cuando tú te has acercado, mentira, a mí no me llamas mentirosa, etcétera, sin llegar a ninguna conclusión lógica, empezamos a buscar al animal. Bajo los sillones, bajo la cómoda, detrás del armario, bajo la mesa, en los armarios de comida, en la nevera, incluso en la lavadora. Nada. De pronto oímos unos golpecitos en el cristal de la ventana. A un “Chissss” conjunto nos quedamos callados intentando localizar su proveniencia. El loro estaba al otro lado de la ventana del salón, agarrado a la barra del balcón. Marta abrió la ventana y todos nos acercamos a mirar.

–Me pica el esternocleidomastoideo Elena es tonta qué caca de cacatúa, cacatúa, sois la familia patética espasmódica necesito un antipirético espeluznante adiós cobardes –dijo, y se marchó volando para siempre mientras todos sonreíamos después de haber escuchado, entremezcladas, nuestras rebuscadas palabras.

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