PEREZA

Llevaba tres días en el sillón. No se levantaba ni se acostaba, porque estaba permanentemente acostado en él; solo lo abandonaba para hacer sus necesidades y buscar comida en la nevera, volviendo rápidamente a malcomérsela frente al aparato de televisión. Pasaron los días y no era capaz de moverse de allí. Se sentía atrapado, pero era una sensación grata, aun perseguida por un leve remordimiento que no llegaba a romper la invisible coraza que la pereza había formado a su alrededor, como una burbuja o una dura pantalla envolviendo su espléndido sofá de tres plazas. Al cabo de siete días se le terminaron las vacaciones. Debía volver al trabajo, pero la pereza le había invadido de tal modo que se sentía incapaz de hacer otra cosa diferente a continuar allí tumbado. El primer día el remordimiento creció hasta casi hacer saltar en pedazos la pereza, pero pudo aguantar sin moverse incluso cuando el teléfono no paraba de sonar. Al tercer día el teléfono dejó de sonar y con él se acalló también el remordimiento. Pronto la nevera se quedó vacía, pero entonces recordó que podía comprar por teléfono e incorporó a sus nuevos hábitos un tercer motivo para abandonar el sillón. La puerta sonó; escuchó decir al cartero que traía un telegrama. Sería de la empresa, pensó, sabía que iba a ser despedido y eso le angustiaba, el remordimiento se le anudaba en la garganta, pero al rato decidió no pensarlo hasta más adelante y continuó en el sillón sin levantarse. La puerta sonaba dos o tres veces al día, pero él nunca se levantaba siquiera a curiosear. Un día, mes y medio después, al hacer su pedido le rechazaron la tarjeta. El dinero se había acabado. La angustia creció, pero la pereza le había invadido de tal manera que ya no sintió el nudo en la garganta; se encogió de hombros y fue a la cocina a buscar toda la comida posible para hacer las cuentas de cuánto tiempo podría aguantar sin morir. Al volver de la cocina de pronto miró hacia el espejo de la entrada y se asustó. Llevaba más de un mes sin mirarse al espejo, lo supo de pronto porque su aspecto era horrible: sin afeitar, grasiento y sucio, visiblemente más gordo y con el pelo largo, revuelto y enredado. En ese momento se dio cuenta de que olía mal, pero no le importó, dado que estaba solo y el olor que uno mismo desprende nunca es desagradable.

Cualquier observador auguraría un final terrible; pero nadie habría imaginado lo que sucedió. Diez días después de que rechazaran su tarjeta en el supermercado estaba tumbado viendo cualquier programa cuando de pronto se fue la luz. Ver la televisión era su única actividad, de modo que de pronto se vio sin nada que hacer, sin objetivo. Decidió levantarse y buscar el origen de aquel desastre; buscó en el cuadro de contadores, pero estaba intacto; entonces cayó en la cuenta: su banco también habría rechazado el recibo por falta de fondos. Armado de valor, buscó un abrigo en el que esconder su desastrado aspecto y salió hasta el buzón. Estaba tan lleno que le costó abrirlo, pues los sobres se habían encajado en la puerta. Entre dos constatados telegramas de la empresa, recibos bancarios, publicidades diversas, cartas de amigos y conocidos y avisos de la comunidad de propietarios había un aviso que le confirmaba que le habían cortado la luz por falta de pago. Regresó corriendo a la casa y cerró rápidamente la puerta. De pronto, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Al salir, se afeitó, buscó ropa amplia con la que poder vestirse, se perfumó y salió a la calle. Actuaba sin pensar, como un autómata. Tardó aproximadamente una hora en conseguir un trabajo. Una mierda de trabajo, pero al menos le permitiría volver a tener dinero. Entonces reaccionó: “¿pero bueno, es que nadie me ha echado de menos?”, dijo en voz alta, y sentándose en la acera lloró amargamente.

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