EL MONTE

No supimos cómo, por qué estúpida casualidad, Pedro abrió la puerta con ese vigor habitual en él que todo lo abría con el ímpetu de quien aún no se ha cansado de vivir, en el momento exacto en que el maldito perro de Doña Paula se acercaba a la puerta a saltitos lloriqueando para que le dieran un poco de agua, de leche, de carne o de cualquier cosa, que lo mismo le daba a aquel estúpido perro comer un trozo de carne que un mendrugo de pan duro. El chillido del perro se desplazó con él hasta chocarse contra la pared, describiendo un arco que era el mismo arco imaginario que describe el recorrido de la puerta al abrirse. Nos acercamos a mirar al perro, que después del grito había quedado inerte en el suelo. Después de buscarle el pulso sin encontrarlo nos miramos entre nosotros. Doña Paula había salido al pueblo. ¿Qué hacer? Sin duda teníamos que deshacernos del animal.

Marco bajó al garaje y volvió con dos azadas y una pala. “Vamos, al coche”, dijo mientras tendía los aperos a Pedro y se agachaba a agarrar al animal. Con una serenidad que nos tranquilizó, fue hasta el coche, abrió el maletero y colocó el perro dentro. Después miró a Pedro, quien se había quedado en suspenso mirando la escena, y subiendo un poco el tono dijo, una vez más, “¡Vamos!”. Pedro se acercó hasta el maletero y metió los aparejos mientras yo arrancaba el coche. Marco se sentó a mi lado y miró hacia atrás, esperando a que Pedro subiera. Pedro se acercó a la casa a buscar las llaves y cerrar la puerta. Cuando subió al coche, apenas se escuchó el final de la pregunta “¿Qué le diremos?”, pero todos habíamos entendido perfectamente. “Después de enterrarlo bien vamos al pueblo, nos tomamos algo y volvemos a la hora de comer perfectamente achispados. Ella no lo echará en falta hasta la tarde, cuando lo busca para darle de comer. Pensará que lo ha matado otro perro, que se ha escapado a alguna parte o incluso que se lo han robado, pondrá carteles y acabará por olvidarse de él”.

Marco se había constituido el líder de la operación. Yo obedecía sus instrucciones, derecha, izquierda, toma ese desvío, que él me iba dando como si estuviera acostumbrado a ver morir y enterrar a los perros de doña Paula. Llegamos a un camino de tierra; al final, entre los árboles, se veía una pequeña laguna. Marco dijo “aquí”, yo paré el coche y bajamos. Nos internamos entre los árboles un buen trecho, hasta sabernos alejados del camino de tierra. En aquella zona la distancia entre los árboles era mayor, lo que nos permitiría encontrar un hueco lo bastante grande para enterrar, ya no a un perro, sino a un elefante. Marco agarró una de las azadas y marcó un recuadro en el suelo. Seguidamente, comenzó a clavar la azada removiendo la tierra. Pedro agarró la otra azada y lo imitó. Yo entendí que mi papel en la obra era usar la pala para apartar la tierra y así lo hice. Tras cambiarnos los papeles un par de veces, golpeé con el azadón y escuché un sonido sordo, como de una piedra. Con la azada aparté la tierra. Era una piedra blanquecina. “Espera”, dijo Pedro. Se metió en el agujero y apartó la tierra con la mano. “Mirad”, dijo, y fue apartando la tierra hasta que pudimos distinguir claramente un cráneo humano. “Qué asco”, dijo. Los dos miramos a Marco sin saber qué hacer. Marco permaneció unos segundos pensativo y luego dijo: “¿Y si fuera mi padre, mi hermano o mi abuelo? Continúa, por favor, desenterrémoslo, tiene que ser una víctima de algún asesinato para estar aquí en el monte”. Con calma, despacio, apartando la tierra sin golpearla, fuimos desenterrando el supuesto cadáver, hasta que, a la altura de una rodilla, apareció otro cráneo. “¡Coño, Marco, esto es una carnicería!”, exclamé.

–Quizá deberíamos parar –dijo Pedro– y llamar, por ejemplo, a la policía.
–Sí, pero antes tendremos que buscar un sitio en el que enterrar al maldito perro –respondí.
–Tienes razón. Vamos a buscar otro sitio, enterramos al animal y llamamos a la policía. ¿Qué tal así?
–Alguien debería quedarse aquí vigilando esto –repuso Marco, que se había alejado para devolver al animal al maletero.
–¿Tú? –propuse.
–Y una mierda. Pedro –dijo Marco recordando, antes de que pudiera protestar–, al fin y al cabo estamos aquí por su culpa.
–Yo no me quedo, tío, me muero antes que estar aquí con estas momias ni un minuto yo solo.
–¿Por qué no volvemos a tapar el agujero y nos vamos?
–¿Y si los que están ahí enterrados fueran toda tu familia, cabrón?

Agaché la cabeza. Marco tenía razón.

–De acuerdo. Tapemos el agujero y volvamos luego a desenterrarlo de nuevo.
–No. Se va a notar. Pedro, lo siento, tío, pero tienes que quedarte.
–De eso nada. Quedaos vosotros dos –ideó de pronto– y yo me llevaré al perro. Al fin y al cabo me lo he cargado yo.

Aquella sí nos pareció buena idea. Pedro se metió en el coche y desapareció. Marco y yo nos sentamos bajo un árbol, frente al agujero, por el que se veía, sobresaliendo, uno de aquellos cráneos.

DESAPERCIBIDO

En la silla el cuerpo parece apelmazarse, menguarse, como un acordeón recogido que ya no suena. Y es cierto, porque en la silla el cuerpo no suena a nada. Así, solo, en mi silencio, yo tampoco sueno a nada. Ni siquiera conozco el idioma de estas personas, lo que multiplica aun más mi silencio, engrandeciéndolo. De modo que empujo mi silla, giro las ruedas de atrás adelante, no sé si soy muy consciente de que mi trayecto no traza ni mucho menos una línea recta, porque mi silla se toma la libertad de desviarse levemente hacia la derecha –¡maldita!– y yo constantemente he de corregir sus escandalosas tendencias. Llego a la puerta de embarque, mejor me aparto en este rincón; el avión sale con retraso –¡malditos! –, cierro los ojos y me dejo embaucar por el sopor. Siento como si mi cuerpo estuviera presente pero yo no estuviera aquí, aunque soy consciente de dónde me encuentro, pero algo ilumina la oscuridad de mis ojos cerrados y es como si me hubieran llevado a una habitación blanca en la que no hubiera nada, ni paredes, ni suelo, ni techo, nada. Cómo consigo existir dentro de esta habitación es algo que desconozco, pero la luz me produce un suave y agradable picor en la nariz, me calienta y reconforta. A lo lejos oigo unas voces, la megafonía ha dicho algo, pienso que no sería para mí. Intento abrir un ojo, pienso en ello, incluso imagino el acto de levantar el párpado sin llegar a hacerlo. La megafonía suena llana y monótona al fondo de mi cabeza, hacia la nuca, casi a punto de caerse detrás de mi silla de ruedas.

Y siento que ahí afuera la masa de pasajeros ya se está levantando, no sé por qué, porque tengo los ojos aún cerrados, pero estoy escuchando ruidos de tacones, pisadas atropelladas mezcladas con el arrastrar de las ruedas de los equipajes de mano, objetos que se caen y a continuación se recogen, conversaciones y murmullos y búsquedas de pasajes en los bolsos y bolsillos. Espero un poco, porque debo entrar el último y esperar a que algún azafato fuerte me aúpe y me siente en el asiento, ocupándose de llevar mi silla de ruedas hasta la bodega.

Me sobresalta la musiquita que anuncia una próxima notificación por megafonía, que parece haberse atascado en un constante anunciar, como un disco rayado. Por fin para y se escucha una voz masculina informando del próximo vuelo. Los ojos se me han abierto apenas un poco y frente a mí, por la cristalera que da a la zona restringida, veo mi avión y el pasillo vacío. Una azafata en la puerta mira hacia el fondo buscando al pasajero perdido. ¡Pero qué estoy haciendo, ese pasajero soy yo! De pronto la mujer cierra la puerta, gira la llave y echa a andar hacia la salida. La pasarela al avión está despegada ya de él, y el aparato ha comenzado a avanzar hacia atrás. ¡Me dejan aquí! No puedo creerlo. ¿Por qué nadie ha tenido la delicadeza de despertarme? ¿Cómo han podido, impasibles, abandonarme en un rincón? Desolado primero y alarmado después, giro las ruedas de mi silla e intento impulsarme para alcanzar a la azafata antes de que desaparezca detrás de alguna puerta. La maldita rueda derecha insiste en desviarse; qué difícil es mover la silla a toda velocidad y al mismo tiempo corregir su desviación, pienso, mientras siento un dolor en los dedos de la mano que me atenaza y me sube ya por el antebrazo, aunque eso no impide que finalmente logre alcanzar a la azafata y atropellarla, tras calcular mal el momento de frenar. Le pido disculpas, pero ya juego con la ventaja de mi minusvalía para ser perdonado de antemano.

Y ahora resulta que ese no era mi vuelo y mi desgracia es que me he confundido de puerta de embarque. Ni siquiera, cuando han salido a buscarme, a sabiendas de mi físico impedimento, han podido encontrarme dormido frente a la puerta correcta, de modo que finalmente han decidido buscar mi maleta para sacarla de la bodega. Todo se ha complicado al intentar extraer de allí la silla de ruedas, que ya estaba etiquetada como equipaje y constaba como facturada dentro del avión pero nunca podrían encontrar, puesto que estaba debajo de mi cuerpo, en el pasillo equivocado. La azafata se ha sentido angustiada, yo diría que más que yo, que en realidad solo estaba interesado por tomarme otro vaso de ginebra. Me ha dejado en una esquina prometiéndome volver y se ha ido corriendo con mi tarjeta de embarque hacia alguna parte. Yo he mirado a mi alrededor y he descubierto un bar no muy lejos de mi rincón. Desde allí, bebiendo plácidamente, podré controlar el regreso de la azafata. Y solo después de un par de tragos me siento agradecido y tranquilo.

SUEÑOS DE MARGARITA

La margarita se hizo grande y dejó que sus pétalos blancos se alargaran y su amarillo corazón de polen se abombara como una gota de ámbar. Por las noches, en sus sueños, aquella preciosa margarita tenía pesadillas en las que horribles enamorados arrancaban uno a uno, inmisericordes, sus preciosos pétalos, dejándola desnuda y moribunda.

SCHOPENHAUER, EL LORO

El espíritu del fallecido Segismundo, maestro y filósofo, sediento de vida, buscaba un alma perdida o estúpida en la que acomodarse: perdida para no ser consciente de su invasión; estúpida para que, en caso de ser consciente, le fuera imposible controlarla y esta se produjera igualmente.

El espíritu del fallecido Segismundo saltaba de ser vivo en ser vivo durante el tiempo, más o menos breve, en que el ser vivo lograba ser consciente de su invasión y aprender a librarse de ella. Viajaba buscando sin éxito, pues era expulsado de todos los cuerpos, unas veces por introducirse estando el poseso despierto, lo que impedía la entrada en su mente, y otras veces por tener demasiada personalidad, rozando la egolatría, lo que ocurría en la mayoría de las ocasiones, pues el ser humano es ególatra por naturaleza. No sentía interés por los animales distintos del hombre porque se vería obligado a perder la facultad de hablar y eso le impediría expresar sus axiomas y teoremas a los demás, de modo que desde el principio elegía seres humanos. Segismundo estaba cada vez más enfadado, pues no lograba encontrar el alma en la que instalarse con comodidad para abandonarse a sus filosóficos pensamientos; estaba tan enfadado que no se dio cuenta de que el hombre que acababa de invadir, de cuerpo despierto y mente dormida, se encaminaba hacia una iglesia.

Ya dentro de la iglesia, el poseso se despabiló de pronto y entonces fue consciente de aquella invasión. Comenzó, como hacían todos al principio, a sacudirse con fuerza, agitando los brazos y las piernas como si le hubiera entrado un ejército de hormigas por la pernera de los pantalones. Las mujeres, que, envueltas en ropajes negros y decoradas con preciosas y bordadas mantillas, habían acudido a rezar, se alarmaron. Todos los feligreses rodearon el cuerpo del tonto Angelito. “¡Oh, Dios, este hombre está poseso!”, dijeron. Llamaron al sacerdote y él extendió aquellos aceites de áloes con aromas de incienso y mirra sobre el cuerpo convulso del tonto Angelito hasta que se calmó.

El espíritu del fallecido Segismundo se había quedado quieto, muy muy quieto, no pensando en nada, apenas existiendo levemente, para no ser descubierto. El tonto Angelito, ya calmado, aunque no entendía lo que le ocurría, sintió que ya estaba mucho mejor. Segismundo fue analizando ese cuerpo lentamente y descubriendo sus límites y capacidades, no mentales, porque Segismundo, maestro y filósofo, no necesitaba una mente en la que reflejarse sino un cuerpo al que dar las órdenes. El tonto Angelito era torpe y no hablaba bien; sus manos se agarrotaban tras un esfuerzo y generalmente pasaba el día sin hacer nada. Pero si se entrenaba bien era posible hacer que todas esas capacidades mejorasen considerablemente, de modo que a Segismundo le pareció muy fácil instalarse allí, pues solo tenía que controlar los momentos en que el tonto Angelito tenía conciencia para dormir él, y viceversa. De este modo se instaló en su cuerpo y aprendió a convivir sin que nadie sospechase nada.

El tonto Angelito a partir de entonces llevó una doble vida: en casa, en el supermercado, en el parque, era el tonto Angelito, momentos en los que Segismundo aprovechaba para dormir; por la noche, cuando el tonto Angelito se acostaba, que lo hacía muy pronto –dormía doce horas al día–, él dirigía su cuerpo a las tertulias de los grandes cafés y, ya entrada la noche, a los prostíbulos, únicos lugares abiertos en los que satisfacía sus deseos de placer y al mismo tiempo podía expresar sus pensamientos más profundos sabiéndose escuchado por un público de borrachos y prostitutas muy propicio a la devoción y el asombro.

Segismundo llevaba ya cuatro años en aquel cuerpo cuando una noche entró en el prostíbulo su prima Mari Tere; más que prima de él era la prima de Angelito, pero Angelito estaba dormido y Segismundo no había tenido tiempo de conocerla para prevenirse contra ella, de modo que Mari Tere, tras escuchar sus filosofías y razonamientos, quedó tan sorprendida que necesitó abanicarse un poco para reponerse. Después, fascinada, imaginando haber hecho un gran descubrimiento, se acercó, cómplice, a abrazar a su primo, pero él, sin reconocerla, le metió la mano por el escote y comenzó a manosear sus pechos, lo que provocó que ella se diera cuenta de que algo extraño estaba pasando y llamara a gritos al encargado.

“Perdón, señor Barrientos, ¿usted sabe cómo se llama este sujeto?”, preguntó. Segismundo comprendió en ese momento que ella lo había reconocido, pero no a él sino al tonto Angelito. Iba el señor Barrientos, que lo conocía como Segismundo, pues tal era su nombre en esos lugares, a responder, cuando Segismundo se precipitó sobre la barra y se le echó encima, despertando con su brusquedad a Angelito, quien de pronto se vio en aquel lugar y no en su confortable cama y asustado comenzó a sacudir los brazos y las piernas golpeando todo lo que encontraba a su paso. Tuvieron que llamar a la policía y después al sanatorio mental adonde se lo llevaron entre cinco policías y dos enfermeros, atado con una camisa de fuerza, mientras el párroco, tras ellos, meneaba un pequeño botafumeiro apestando a incienso y mascullaba una monótona música cuyo soniquete hacía suponer que rezaba una oración.

Al salir, en la puerta, Segismundo tuvo que tomar una decisión a toda velocidad: dejarse encerrar con aquel tipo en una celda en la que, al expulsarle de su cuerpo, solo podría escoger el de una cucaracha o insecto similar, o bien arrojarse contra el loro cuya jaula, cubierta con un trapo negro, colgaba de la puerta del prostíbulo.


Dos años después, inesperadamente, apareció en el prostíbulo Mari Tere. Nadie la esperaba ya, pues había desaparecido el mismo día que su primo Angelito. Fue a la barra, pidió un combinado y miró a su alrededor. Vio la jaula del loro descubierta y preguntó: “¿Y el loro? ¿No duerme hoy?”. “¿Quién, Schopenhauer? No, este loro siempre está despierto. Si le tapas la jaula te pide por favor que se la destapes. Deberías escucharlo hablar, da verdaderos discursos. Cuando lo compramos no decía nada, pero un día de pronto empezó a hablar y ya no calla. Debió de estar un tiempo con un orador o un político o algo así, porque siempre está reflexionando sobre la vida y la muerte y hablando de pensamientos profundos; por eso lo llamamos Schopenhauer, porque es todo un filósofo”, le respondió riendo. Mari Tere se acercó hasta él y lo miró. El loro soltó un picotazo hacia ella y gritó: “¡Quita de ahí, puta!”. Mari Tere se apartó, enfadada, mientras el camarero y los clientes reían a carcajadas.

EL POETA ÁGRAFO

Érase una vez un hombre-poeta que había nacido con esa sensibilidad que solo un poeta puede tener. Miraba a su alrededor y podía descubrir la belleza de cada objeto, de cada pequeño animal, de cada paisaje, de cada planta, de cada mirada. Pero este poeta no sabía escribir. Por eso nadie leyó nunca las palabras que él nunca escribió. Eran unas palabras tan bellas que solo un gran poeta podría haber escrito.

Nadie supo nunca que aquel hombre era un poeta. Ni siquiera él mismo.

EL GORRÓN

Perucho se levantó y desapareció por la puerta de los aseos. Todos reían y comentaban, pero Mario le había visto desaparecer de reojo. Al momento, alguien, quizá Marcos, quizá Paco, pidió la cuenta. La chica le dio el papel y todo el mundo puso su dinero sobre la barra. Los billetes y las monedas fueron y volvieron, idas y vueltas, hasta que se hizo el reparto y todos quedaron más o menos satisfechos. Iban hacia la puerta cuando alguien dijo: “¿Y Perucho?”, y todos volvieron la cabeza buscándole. Mario ya iba a decir “en el baño” cuando Perucho apareció por la puerta sonriendo. “¡Ah! ¿Ya nos vamos?”, dijo. Y salieron.

La misma escena se produjo en los dos bares siguientes. Sin embargo, nadie parecía darse cuenta, excepto Mario, de que Perucho desaparecía justo un momento antes de que alguien pidiera la cuenta. Cómo Perucho había logrado desarrollar un instinto que le anticipara con tanta exactitud lo que iba a suceder unos minutos después era algo que Mario no se sentía capaz de descifrar; cómo su desarrollado instinto le avisaba del momento exacto de salir del baño era algo absolutamente incomprensible.

Mario hervía por dentro viendo lo que ocurría, pero no se atrevía a decir nada, quizá por miedo a no ser creído, o a ser calificado de resentido, quizá porque había una ínfima posibilidad, en la que quería creer, de que todo fuera producto de la casualidad. Pero necesitaba comprobar que se equivocaba antes de dar el paso siguiente. Y eso es exactamente lo que hizo: dar un paso. Cuando, ya en el cuarto bar, Perucho dio la vuelta y se dirigió hacia los lavabos, Mario estiró un pie a su paso y lo obligó a caer. El sonido fue estrepitoso, pues Perucho era un hombre grande, alto y fuerte, y al desplomarse en el suelo hizo sonar algunas de las banquetas de la barra que tuvieron sin remedio que apartarse para no ser aplastadas por aquel mastodonte.

El ruido atrajo a todo el bar. Los que estaban cerca hacían un gesto intentando ayudarlo a levantarse, mientras Mario, levantado de su silla, parecía tener un pie pegado a la pared de la barra, el pie culpable, llevándolo lo más lejos posible de allí para que nadie lo relacionara con el incidente. Perucho se levantó lentamente, sonriendo, tranquilo. Los amigos le hicieron bromas y rieron con él y Perucho se sacudió las cáscaras de gamba junto con el serrín, los huesos de aceituna, las servilletas arrugadas y sucias y otras inmundicias que vagaban por el suelo del bar y se le habían pegado a la pernera del pantalón como si quisieran huir de su futura incineración. Alguien pidió otra ronda y tendió la primera cerveza a su accidentado amigo. Al rato, ya casi terminada la ronda, Perucho volvió a girarse y desapareció en los lavabos. Mario tuvo que contemplar como sucedía lo que él sabía que iba a suceder, pues ya no podía ponerle la zancadilla de nuevo y no se le ocurrió otra idea para evitarlo. Al rato, cuando Perucho volvió, ya todos estaban saliendo del bar, excepto Mario, que sentado en la barra, cabizbajo, se detenía en analizar cada movimiento y saboreaba su amargo rencor hacia Perucho, quien pasó delante de él diciendo con ironía “vamos, Mario”, volviéndose justo antes de salir para guiñarle un ojo.

LAS CINCO PRUEBAS

Mami Fan le dijo: “Me casaré contigo, pero antes deberás llevar a cabo cinco pruebas. Solo te permitiré dos fallos”. “De acuerdo”, respondió Boby Bam.

La primera prueba fue traerle a Mami Fan un ramo de preciosas amapolas. Boby Bam corrió hasta un abandonado descampado en el que sabía que encontraría suficientes flores para su mami. Volvió con un precioso ramo de amapolas y logró pasar la primera prueba. Sonriendo, le mostró a Mami Fan sus blanquísimos dientes. La segunda prueba que le pidió Mami fue arrancarse uno de esos preciosos dientes. ¿Cuál? Uno cualquiera. Mejor aún: uno de los que se veían al sonreír. El colmillo. El superior izquierdo. Boby pensó: “tengo derecho a dos fallos; no me quitaré un diente, prefiero gastar uno de esos dos fallos en esta prueba”. Pero se avergonzó, pensó que ella lo interpretaría como una falta de amor y no se lo dijo. Simuló que lo intentaba y con dramáticas lágrimas en los ojos le dijo: “Lo siento, mami, no puedo hacerlo”. Ella lo miró enternecida. Entonces le pidió que le compusiera una bonita canción. Boby Bam se sentó frente al piano y lo intentó con todas sus fuerzas. Pero la música no fluía. “Quiero hacerlo. Vamos, Boby, ella es maravillosa, deberías sentir la música en tu corazón”, se decía. Pero no logró encontrar las notas que hicieran resonar el amor que sentía por ella. Mami Fan se entristeció. Boby se dio cuenta de que era su último fallo, y aún quedaban dos pruebas por hacer.

Antes de que Mami Fan le dijera cuál era la cuarta prueba, Boby Bam se fue y ya nunca más volvió. Un día, sentada en el banco del porche mientras tejía un bonito suéter, Louise le preguntó cuáles eran las otras dos pruebas.

–Una era bailar conmigo. La otra besarme –respondió Mami Fan.
–Pero esas pruebas eran muy sencillas, Mami. ¿Por qué no se lo dijiste? Quizá él no se habría ido y ahora serías su esposa.
–Mierda, Louise, él no me quería. Si me hubiera querido se habría arrancado el maldito diente –le respondió Mami Fan.

EL CONTROL PERDIDO

El preso escuchó bajo la ventana:

“Estaba la pájara pinta
sentadita en un verde limón,
con el pico picaba la hoja,
con el pico picaba la flor.”

Asomó la nariz intrigado. Varias niñas vestidas de campesinas, con sus faldas rojas, sus camisas y sus pequeños delantales blancos, cantaban bajo la ventana. Apenas podía ver a una de ellas en el centro de un círculo, mientras las demás, de la mano, giraban a su alrededor.

“Dame una mano,
dame la otra,
dame un besito
sobre mi boca.”

Las niñas correteaban en círculos rodeando a la que supuestamente desempeñaba el papel de pájara pinta. Después de cantar dos estrofas las niñas dejaban de girar; entonces la niña central, mientras lo iban cantando, giraba sobre sí misma a un lado, luego al otro, después hacía una reverencia y se iba a buscar a una de las niñas de alrededor, a la que daba una mano, después, cruzándola, la otra y, por último, acercándose a su cara, un imaginario beso en su boca. Entonces las niñas se giraban sin soltarse las manos y la de fuera pasaba al centro y la que había hecho de pájara pinta abandonaba el centro para salir al círculo con las demás, que volvían a empezar la canción de nuevo.

El preso se intentó asomar aún más para ver mejor. Al hacerlo pisó la pernera de su pantalón, que se le bajó un poco, descubriendo parte de su ingle. Entonces sintió un cosquilleo y se dio cuenta de que inevitablemente estaba ocurriendo otra vez. Estaba teniendo una erección. El preso se metió hacia dentro, sentándose en la cama, mirándose los pantalones como si esa parte de su cuerpo fuera independiente de él, como si su amigo –o su hijo– se obstinara en estropearle el día, y sintió que ya no podía controlarlo.

Se sentó en el suelo, detrás de la cama; comenzó a llorar, primero sordamente, después hondamente, y lloró todo el tiempo mientras se masturbaba.

LA VERDAD QUE SE ESCONDE

En medio del camino había un enorme charco. El caballero vio el charco a lo lejos y supo lo que iba a tener que hacer, pero al momento pensó en su chaqueta allí colocada, llenándose de barro, y después miró los bajos del vestido de la dama y los vio ya sucios, embarrados por su constante contacto con el suelo, aunque seco, no exento de suciedad, y sintió la injusticia de tener que destrozar su chaqueta por una simple galantería. “Tengo que pensar en algo rápido”, se dijo. Agarró a madame Berlaymont del brazo y dio un rápido giro hacia el lado contrario. Muy bajito le dijo al oído: “Cuidado, madame, el caballero Perçage está al fondo; creo que no nos ha visto”. Madame Berlaymont dejó salir una leve risita. “Huyamos, monsieur Marsin”, le dijo. Y continuaron por el camino hasta bordear el palacio por el lado contrario. Marsin respiró hondamente, aliviado y al mismo tiempo orgulloso de su inteligente solución.

“Este idiota no sabe que monsieur Perçage anunció ayer noche que no podría venir –pensó madame Berlaymont–; qué excusa tan pobre para evitar la galantería de tener que poner su chaqueta en el charco. Algunos actúan como si fueran esclavos de su pobreza. Un verdadero caballero no piensa en una chaqueta fácilmente sustituible por otra. ¡Qué vulgaridad!”

Madame Berlaymont miró al caballero Marsin y le sonrió. Marsin respondió a su sonrisa y continuaron paseando un rato por los jardines del palacio.

EL BARCO

Esperaron a JT y bajaron los tres hasta el muelle. El barco estaba envuelto en una completa oscuridad: ninguna farola parecía funcionar a su alrededor. Despacio, interrumpidos por un constante chistarse unos a otros procurando mantenerse en silencio, llegaron hasta la popa, de donde colgaba una escala de cuerda a la que se anudaban estrechos listones de madera. RG, el más resuelto, agarró la escala y comenzó a subir despacio. Mientras, los otros dos hacían esfuerzos por escuchar posibles voces o ruidos de gente acercándose al advertir su presencia o haciendo la ronda. Pero el sonido más elevado que se escuchaba, aparte del mar golpeando suavemente el barco, era el de los pies de RG subiendo a duras penas por la escala hasta llegar a cubierta. Una vez arriba RG se echó al suelo y con el brazo los llamó. JT subió a continuación, seguido de AM, que casi le hizo perder el equilibrio al precipitarse y comenzar a subir antes de tiempo, tal era su nerviosismo al saberse solo allí abajo. Cuando estuvieron los tres en cubierta el silencio fue absoluto y solo se comunicaron mediante signos. RG dirigía al grupo y señaló una puerta en la parte de atrás. Se acercaron en silencio hasta ella y la entreabrieron muy despacio, sin esfuerzo. RG metió la cabeza y escuchó durante un rato. No parecía haber nadie allí, pues el silencio era absoluto. Entraron. Dentro tampoco había mucha luz, pero afortunadamente sus pupilas ya se habían habituado y pudieron ver un estrecho y corto pasillo a cuyo final había unas escaleras. RG bajó el primer escalón, que sonó un poco, pues era metálico; esperaron unos segundos y, tras no escuchar nada, continuaron bajando con extremo sigilo hasta abajo. Al llegar abajo un largo pasillo se abría a su derecha, lleno de puertas a los lados. Algunas estaban abiertas y otras cerradas. No había luz, ni en el pasillo ni en las habitaciones abiertas ni tras las rendijas de las cerradas. El barco parecía estar vacío.

Los niños no se atrevieron a abrir las puertas cerradas, pero sí curiosearon tras las abiertas. Habitaciones raídas de un viejo barco abandonado. Olor a óxido y aire cargado de partículas. Alguna silla vieja y rota era todo el mobiliario del barco. En la última habitación había también una mesa y un resto de una estantería cuyas repisas reposaban incompletas en sus paredes, aún sujetas por tornillos carcomidos por el óxido. Al entrar en aquella habitación JT susurró muy bajito: “¿Y si lo interesante está tras las puertas cerradas?”. RG asintió. AM negaba moviendo el dedo muy rápidamente a los lados. “Miedica”, murmuró RG en su oído tan bajo que JT no lo oyó.

RG y JT salieron al pasillo de nuevo. Se acercaron a la primera puerta. Miraron por debajo, comprobando a través de la rendija que no había más luz que allí afuera. Pegaron el oído. No se escuchaba nada. Giraron el picaporte muy despacio. Empujaron la puerta. Se abrió sin dificultad. Dentro, otra sala vacía como la que acababan de ver, quizá con más muebles: una cómoda sucia y rallada, un sillón roto por el que asomaban grandes muelles metálicos oxidados, un estrecho armario sin puertas y dentro de él, sobre una de las repisas, trapos viejos rotos. Una pelota de tenis pelada y ennegrecida descansaba en una esquina. RG la cogió, la lanzó al aire y volvió a cogerla de nuevo. JT lo miró asombrado y le hizo una seña tapándose la boca con el dedo índice. Salieron de allí. Llegaron a la siguiente puerta, bajo la que tampoco parecía haber luz. Al apoyar los oídos tras la puerta, sintieron un escalofrío: se escuchaba un murmullo suave, fantasmagórico. Se miraron. JT se giró y fue a buscar a AM para marcharse. Al volver a pasar por la puerta, RG continuaba allí. JT le hizo un gesto con la mano para marcarle la salida. Pero RG los miró y, de pronto, sonriendo burlón, fue a girar el picaporte para abrir la puerta. El picaporte no giró. JT y AM lo miraron petrificados. Sin haberse dado cuenta se habían dado la mano. RG vio un agujero en el picaporte que le señalaba por dónde podía forzar la puerta. Metió la mano en el bolsillo, sacó un alambre y con la otra mano mandó callar a los chicos. Muy despacio insertó el alambre en el agujero y lo fue girando haciendo presión hasta que el picaporte cedió y giró. Tenía una malévola mirada, una risa sarcástica que parecía burlarse de sus amigos. Entonces abrió la puerta de par en par, rápidamente. Había entre ochenta y cien personas aterradas apretujadas en el fondo de la habitación. RG se asustó y gritó, y JT y AM gritaron también. Entonces se produjo un grito en masa, todos aquellos orientales –apreció RG de pronto– comenzaron a chillar también y JT y AM salieron corriendo hasta la escalera, seguidos de RG y éste a su vez seguido por aquella muchedumbre de chinos huyendo de su cautiverio. Al llegar a cubierta no se fijaron en si había alguien o no, sencillamente corrieron hasta la escala, pero esta había desaparecido. Al fondo, desde proa, se acercaron dos hombres gritando en un extraño idioma que no entendieron. Solo un segundo antes de que les dispararan RG se volvió a sus amigos y gritó: “¡Lo siento!”.

LA VERDADERA HISTORIA EVOLUTIVA

El fenómeno ocurrió de la forma más tonta inimaginable; aquella niña llegó hasta la orilla agarrada de una mano a la de su madre y de la otra a su cucurucho de helado de fresa natural. Natural, en este helado, significaba que la heladera había lavado las fresas, las había triturado y mezclado con leche y finalmente había batido muy bien la mezcla hasta alcanzar una crema que había congelado lentamente, removiéndola cada media hora hasta lograr la congelación. La madre tiraba de la mano de su hija, que a duras penas lograba seguirla y, aún peor, sujetar su cucurucho. En uno de los tirones de su madre, la niña no pudo controlar el equilibrio de su mano derecha y la bola de fresa cayó sobre la arena, que inmediatamente quedó absorbida por una ola que acababa de romper a sus pies.

La bola de fresa duró apenas unos segundos antes de diluirse en el agua. Al hacerlo, diminutas pepitas de fresa se expandieron por el fondo del mar. En circunstancias normales no habría ocurrido nada, pero aquel día, quizá debido a la temperatura del agua, o a las corrientes, o a las propiedades de la arena, o a la proyección de los rayos del sol sobre ellas, de pronto dos de las pepitas dejaron salir una pequeña planta que sorprendentemente fue capaz de sobrevivir y, más aún, crecer y arraigar bajo el agua salada. Al año siguiente esas dos pequeñas plantas se abrieron en dos esquejes, y al año siguiente se multiplicaron por cinco; después por diez, poblando el suelo del mar con sus verdes colores. Cinco años más tarde comenzaron a dejar salir unas diminutas fresas rojas. El fenómeno era completamente nuevo, ya que las fresas, mezcladas con el agua salada del mar, tenían un original y divergente sabor que resultaba exquisito para los peces. El fondo del mar, hasta entonces cubierto de verde, se llenó de pequeños lunares rojos.

Los peces comenzaron a picotear aquellas pequeñas fresas. La fructosa, los ácidos, las vitaminas, nuevos alimentos, a la postre, penetraron por primera vez en sus acuáticos organismos y provocaron también nuevos cambios en su constitución y por lo tanto en la evolución de la especie. Las aletas superiores se alargaron para ayudar a los peces a apartar las hojas de las frutas; la cabeza se fue redondeando para dejar crecer al cerebro, cuya memoria fue mejorando gracias a las vitaminas. El rostro y la parte superior del cuerpo se fueron asemejando, sorprendentemente, al humano, manteniéndose la otra parte adaptada a la vida en el agua.

Y así fue como realmente se originaron las sirenas.

EL IRRESISTIBLE INFLUJO DEL BLUES

Todo fue extraño desde el principio, nada más nacer. Sus pies parecían aletas de pez, aunque eran pies de carne humana y huesos. “Como una sirena, una sirenita”, dijo su madre entre sollozos e hipos. Los cirujanos estudiaron la posibilidad de operar para “crear” unos pies, o al menos la apariencia de unos pies, pero la estructura ósea no lo permitió. Cuando fue bebé no hubo demasiados problemas, pues los patucos tapaban la vergüenza paterna, pero después, cuando ya iba teniendo edad para andar y no le era posible sostenerse de pie, volvieron de  nuevo a probar nuevos médicos y buscar nuevas soluciones. Un día su madre lo dejó solo un momento en la bañera para abrir la puerta y, al volver, lo encontró completamente sumergido dentro del agua. Asustada, fue a sacarlo corriendo cuando se dio cuenta de que estaba respirando, de que podía respirar dentro del agua.

Hasta ese momento nunca había hablado, pero al sacar la cabeza del agua comenzó a cantar una melodía tan extraordinariamente hermosa que su madre se sintió desfallecer.

Sentado en su sillita sus padres lo llevaron hasta el mar. Al verlo, el niño comenzó a gritar y a reír con una alegría a la que sucumbieron. Lo vieron alejarse nadando a saltos como un delfín. No sabían cuándo volverían a verlo, pero sabían una cosa: ese era su entorno. Allí podría ser feliz.

Cada año, en el día de su cumpleaños, sus padres viajaban hasta la orilla del mar y lo veían pasar a saltos entre los delfines.

Un día, saltando, nadando, llegó desde el mar del Norte hasta la costa Este de los Estados Unidos, atraído por un lejano sonido tan extraordinario que por más lejano que sonara superaba en belleza la de cualquiera de sus propios cantos. Así fue como entró, sorteando la península de Florida, al Golfo de México y por el río Mississippi hasta New Orleans. Tuvo que salir del río para escuchar mejor el cálido sonido de aquella música. Tuvo que cortarse los pies para poder hacerse pasar por un ser humano. Tuvo que arrastrarse en una silla de ruedas a partir de entonces. Tuvo que mendigar, sentado en su silla de ruedas, para conseguir una guitarra. Tuvo que sacrificarlo todo.

Se había enamorado del blues para siempre. Sus padres ya nunca volvieron a verlo.

RELACIONES INCOMPLETAS

Siempre estaba pensando en ella. No había un solo día en que no tuviese unos minutos para recordar alguna frase, gesto o ademán. La evocaba sonriendo tiernamente y adaptaba su memoria al deseo de recordarla de una determinada manera, difuminada por una tenue luz, con una voz de extraordinaria dulzura, más hermosa que lo más hermoso que hubiera contemplado en toda su vida. Vivía obsesionado con ella; no encontraba nada a su alrededor que le despertara un interés ni remotamente parecido al que ella le despertaba. En resumen, estaba profundamente enamorado.

Ella, a pesar de haberlo visto a menudo, nunca se había fijado mucho en él, pero después, cuando lo conoció mejor, tampoco le encontró nada especial. Sí, era un chico agradable, quizá esa era la descripción que habría hecho de haberle preguntado. Jamás había tenido un solo pensamiento amoroso hacia él, ni siquiera por un error en uno de esos sorprendentes sueños cuyo recuerdo nos hace ruborizarnos o respondiendo a algún juego imaginativo basado en el absurdo. No sintió ningún atractivo.

Él era tímido y no se atrevió a cortejarla. Ella ni siquiera se dio cuenta de cómo la miraba.

El mundo está lleno de personas que nunca llegarán a amarse.

EL UNIVERSO DE LO PARALELO

En una galaxia lejana, más allá de todo universo conocido, una vez existió otro universo en el que todo fluía en paralelo, de tal modo que los términos opuestos navegaban por terrenos diferentes y nunca se encontraban. En el planeta de las preguntas no había sitio para las respuestas; en el planeta de los asesinos no había víctimas; en el mundo de los sueños nadie despertaba; en el territorio del amor no había discusiones ni peleas; en el de la riqueza no existía la pobreza; en el de la música no existía el silencio; en el de la luz no había oscuridad.

Fue un universo muy breve, apenas duró una milésima de segundo. Porque la energía necesita fricción para generarse y sin sus contrarios todos los conceptos morían congelados.

EL HOMBRE VERDE

Permaneció sentado mirando perplejo aquella mancha verde en el dorso de su mano derecha. Pasó un dedo de la otra mano por la lengua y frotó fuertemente la mancha, rascándola con la uña, pero no se borró ni lo más mínimo. Parecía incrustada dentro de su piel, como un tatuaje. Se acercó la mano aún más a los ojos, como si así pudiera ver algún detalle revelador, pero nada iluminó su ferviente inquietud. De pronto, como si se evaporara, la mancha se deshizo hasta desaparecer rápidamente ante sus propios ojos. Perplejo, examinó la mano más de cerca, pero la mancha había desaparecido. A simple vista era una mano normal. Durante un buen rato esperó a que la mancha apareciese de nuevo, pero no ocurrió. Finalmente se levantó, encogiéndose de hombros, y se marchó.

Por la tarde bajó con los niños a jugar al parque. Fue al agarrar a la pequeña Julia, para ayudarla a bajar el tobogán, cuando la vio de nuevo. Ahí estaba la mancha otra vez, en el mismo sitio, pero había aumentado de tamaño. Casi soltó a la niña, que dio un grito y lo obligó a despreocuparse momentáneamente de aquel fenómeno. Nada más aterrizar a la niña en el suelo, mirándose la mano, corrió a sentarse al banco. Ella lo miró, esperando una sonrisa, una broma, un grito de aliento, pero su padre ya no pensaba en ella; ni siquiera la miraba. Solo tenía ojos para aquella mancha verde.

La mancha permaneció, en esta ocasión, casi una hora, hasta desvanecerse de nuevo y desaparecer por completo en apenas un segundo.

La siguiente mancha fue aún más grande. La tercera casi ocupaba la mitad del dorso de su mano. Entonces decidió ir al médico, pero cuando llegó allí la mancha se negó a aparecer y sus explicaciones no parecían responder a ningún síntoma físico; antes bien, cuanto más hablaba más se daba cuenta de que el doctor acabaría por enviarlo al psiquiatra. Se sentía desamparado y tenía miedo. Andaba todo el día hacia todas partes mirándose el dorso de la mano, esperando encontrar la mancha para observar cuál era su nuevo tamaño. Comenzó a pintar con bolígrafo los bordes para poder apreciar las diferencias. Midió un aumento de un milímetro por aparición. Se chocó con personas, con bancos, con farolas, por estar mirando su mano mientras caminaba por la calle. Llevaba la mano toda pintarrajeada con líneas concéntricas que parecían pertenecer a un mapa geofísico lleno de curvas de nivel cuyo punto más alto se encontraba cerca del nudillo. Después midió los tiempos, tanto entre las apariciones como de duración de las manchas, pero no encontró ninguna relación lógica que le permitiera adivinar cuándo se produciría la siguiente revelación. Sus hijos le temían; su mujer le gritaba. No logró que ninguno de los tres la viera, de modo que finalmente nadie le creía. Era como si la propia mancha, provista de una inusitada inteligencia, supiera cuándo había otras personas mirando para borrarse de manera fulminante.

Poco a poco la mancha verde acabó por invadir todo su cuerpo. El día en que llegó hasta sus ojos ocurrió que todo lo que veía empezó a tener un filtro verde. Fue entonces cuando dejó de verse la mancha, que filtrada por el propio filtro ocular pareció desaparecer.

Después de mucho tiempo consideró que ya estaba curado y se olvidó de la mancha para siempre. Pero para entonces la mancha ya había empezado a aparecer en el dorso de la mano de su esposa.