MATARILE-RILE-RON

Salía del portal, aún con las llaves en la mano, jugueteando con ellas entre los dedos. Unos tipos con aspecto pandillero se acercaban por la acera a lo lejos. Sus risotadas se escuchaban con un eco sordo por toda la calle. Echó a andar, tranquilo, aún jugando con las llaves. Al poco los pandilleros ya estaban a su altura. De pronto, uno de ellos, de un golpe rápido, le arrancó las llaves de la mano y echó a correr. El resto de los chicos corrieron tras él, riendo, y el eco de sus risotadas en la calle aumentó de volumen. Perplejo, con la mano abierta y vacía, alcanzó a ver cómo, con gesto soberbio, el chico que le había quitado las llaves se las mostraba sonriendo, para a continuación dejarlas caer por el hueco de una alcantarilla.

Los chicos salieron corriendo de nuevo y desaparecieron tras la esquina. El hombre, aún desconcertado, permaneció un rato parado hasta que por fin reaccionó y se acercó hasta la alcantarilla para comprobar que por aquel agujero no se veía nada. “¡Hijos de puta!”, gritó, pero era un grito sin destino. Ni siquiera tenía eco. Se agachó sobre la alcantarilla y acercó la cabeza hasta el agujero; guiñó un ojo, intentando enfocar hasta encontrar un destello metálico, un bulto entre la oscuridad. Nada. Entonces quiso abrir la tapa de la alcantarilla para ver mejor.

La tapa pesaba mucho, no podía levantarla. Recordó haber visto en alguna ocasión a los operarios utilizar una barra metálica doblada en su extremo para engancharla por uno de los agujeros y empujarla hacia un lado. Se acercó hasta los contenedores de basura a echar una ojeada, por si hubiera algo que utilizar como gancho para abrir la alcantarilla. Lo más parecido que encontró fue una percha. Tomó la percha, llegó hasta la tapa y, tras varios intentos en los que forzándola tuvo que doblarla y desdoblarla, consiguió enganchar la tapa y empujarla, sorprendentemente, hasta desplazarla sonoramente hacia un lado.

El agujero era tan grande y profundo como negro y, por más que giraba la cabeza a un lado u otro buscando el reflejo de la luz exterior sobre sus llaves, no logró ver nada. Su único camino posible consistía en bajar por aquella escalera cuyos peldaños eran grandes alambres de hierro encajados con cemento en las paredes. Pensó en subir a casa a buscar una linterna, pero en seguida se rió al comprender que primero tendría que recuperar las llaves y para entonces la linterna ya no sería útil. Buscó el teléfono en el bolsillo y, colocándoselo entre los dientes, aprovechó la iluminación de su pantalla para abrirse paso, tras comprobar que la luz únicamente podía alcanzar hasta el peldaño siguiente. “¡Hijos de puta!”, gritó de pronto tras bajar el quinto peldaño. El sonido de su propia voz trepó, rebotando, por las paredes de la alcantarilla hasta salir huyendo por las aceras. Al llegar abajo, una especie de riachuelo salía del centro de la galería hacia la más profunda oscuridad. Con el teléfono iluminó el suelo por todos los rincones. Ni rastro de las llaves. El único lugar en el que podían estar era en el riachuelo, pero le daba mucho asco meter la mano allí. Miró hacia arriba, donde un círculo de luz le mostraba un pequeño pedazo de cielo, y después cerró los ojos fuertemente, y con los ojos muy muy cerrados metió la mano y tanteó hasta tocar algo que sin duda era un manojo de llaves.

No quiso abrir los ojos hasta llegar a la calle. Trepó como pudo, a ciegas, por los peldaños, con su mano fuertemente cerrada. Al salir, abrió los ojos, miró su sucia mano y la abrió. ¡Aquellas no eran sus llaves!

“¡Hijos de puta!”, repitió una vez más, mientras sacaba el teléfono para llamar al cerrajero.

EL ABRAZO DE DARÍO Y LEONARDO (dedicado a Graciela y sus alumnos)

Darío y Leonardo bajaban caminando entre las chacras, bajo la sombra de los manzanos, cuando escucharon aquella voz. Una dulce voz de mujer cantando una preciosa canción. Se miraron, miraron hacia el origen del sonido, entre los árboles, y sigilosamente se fueron acercando.

Sentada en un cajón de fruta vacío, una muchacha preciosa canturreaba mientras desenredaba su larguísima melena negra y la enlazaba formando dos preciosas trenzas. La chica, de espaldas, no podía verlos, aunque si se hubiera dado la vuelta no los habría visto, pues se habían quedado camuflados tras los árboles. Por un momento se giró y aquel rostro dulce de suaves labios rojos terminó de enamorar a los dos jóvenes.

Darío y Leonardo no volvieron a mirarse. La chica ocupó toda su atención. Habían sido siempre amigos, desde niños; habían ido a cazar, a pescar truchas al río, a jugar entre los matorrales. Eran los dos únicos varones en el aula de la escuela, rodeados de niñas que con sus risitas y tonterías siempre les habían alejado de los juegos amorosos. “Qué tontas”, se decían, riendo, y nunca les prestaban atención porque su amistad era mucho más importante que aquellas niñas.

Pero esta chica era de otra dimensión, de la dimensión amorosa. De modo que Darío y Leonardo se habían enamorado. De pronto, de amigos, se convirtieron en rivales, allí mismo, detrás de los árboles. Cada uno de ellos buscaba la manera de conseguir a la chica. Ni siquiera se habían esforzado en conocerla, sino únicamente en conseguirla. Recogían las mejores frutas, las más grandes y jugosas, para dárselas; esperaban a que ella manifestara un deseo para correr a hacérselo realidad. Un día pidió una caracola, para escuchar el sonido del mar. Dicen que es arrullador, les dijo, me gustaría escucharlo a la luz de la luna. Y los chicos se lanzaron en canoa río abajo, conocedores de que el mar es el final de cualquier río; a punto estuvieron de perecer ahogados si sus padres no hubiesen alertado a los vecinos para acudir en su busca.

Una tarde acudieron a la chacra en la que siempre la encontraban y descubrieron que no estaba allí. Como no la conocían apenas, no sabían dónde buscarla. Nunca supieron dónde vivía, de dónde procedía, adónde iría al día siguiente. Registraron, árbol a árbol, los manzanares, las peraledas, los caminos; bajaron hasta el río y la buscaron entre las matas, en el agua, donde las truchas jugaban con los preciosos cisnes de cuello negro, en el alto del camino, por toda la ciudad. La chica no apareció.

Cabizbajos y afligidos, de pronto, por primera vez en mucho tiempo, se miraron. Comprendieron que la habían perdido para siempre, pero también se dieron cuenta de todo lo que habían perdido entre ellos.

Y se reencontraron allí mismo, entre los árboles en los que se habían perdido, y se dieron, entre lágrimas, un fuerte abrazo.