EL PIANO (desde una frase de Isabel Castells)

Una vez más, las teclas desafinadas del piano no presagiaban nada bueno. Se levantó, bruscamente, lo que alertó al gato, que se acercó como si respondiera a una llamada, y ya estaba él abriendo la tapa para mirar en su interior cuando el gato dio un salto que hizo sonar con cuatro o cinco teclas las notas de una melodía accidental pero igualmente desafinada. Asomados los dos, el gato y él, desde el hueco, podían ver los martillos que salían de la parte de atrás de cada tecla hacia una, dos o tres cuerdas, dependiendo de su tesitura, y al otro lado las cuerdas, que bajaban hacia el suelo y se perdían en la oscuridad. De pronto el gato hizo un movimiento: había visto algo que los ojos de los gatos ven antes que los humanos, pues él no distinguía nada a partir de un punto; el gato se encaramó un poco más, asomando la cabeza completamente y las patas delanteras. Tal y como estaba colocado su cuerpo se había estirado tanto, desde el atril de la tapa hasta lo alto del piano, como se estira el elástico de los tirachinas, que se imaginó el estallido del gato si se soltara, arrugándose como un acordeón, como los gatos de cómic, y estaba tan distraído que de pronto el gato saltó dentro del piano y no supo reaccionar. Miró atónito hacia dentro donde solo veía una sombra y escuchó sus bufidos y otros gritos agudos que no parecían ser del mismo animal. Algunas cuerdas estallaron, dando su última nota estentórea, y la lucha continuó allí abajo, en una oscuridad que la perplejidad hacía imposible suplir con la imaginación. Por fin se hizo el silencio. Entonces el gato comenzó a saltar para subir sin encontrar apoyo suficiente. De pronto se le ocurrió ir a buscar una linterna; salió corriendo hacia la habitación y volvió inmediatamente con la linterna en la mano. La encendió, enfocó hacia dentro y entonces vio a su gato, ayudado por la luz, encaramarse entre las paredes del piano y subir, triunfante, para dar un último salto bajando por las teclas –algunas ya no sonaron– hasta el suelo y desapareciendo por la cocina con un ratón entre sus dientes.

LA LIBRERÍA CERRÓ POR NO PAGAR LA RENTA (desde una frase de Pedro Azcárraga)

La librería cerró por no pagar La renta había subido demasiado para lo mucho que había bajado la venta en la librería, lo que finalmente terminó con Ella siempre había sido una mujer emprendedora y adelantada a su tiempo, pero aquel día sintió que había caído bastante Bajo la tenue luz de las velas, justo antes de dar el último soplido que apagaría su sueño para siempre, echó un vistazo a sus estantes vacíos, a su mostrador rayado, a su suelo ennegrecido con el paso de Los años le habían dado un prestigio que ahora, en apenas unos meses, se había esfumado como El humo de su cigarrillo se extendía por el aire de la librería vacía como si le sobrara el espacio, diluyéndose a gran velocidad, deshaciéndose de su propia inexistente densidad y dejando únicamente en el aire un inconfundible aroma que ya no Necesitaba disimular la pena que escapaba de aquel enorme vacío para llenarla a ella, invadiéndola, dejándola indefensa ante un futuro incierto del que no sabía cómo Salir de pronto se hizo necesario, había allí tanto vacío que faltaba aire y entonces abrió la puerta y salió corriendo de La librería cerró por no pagar la renta.

EL ARREPENTIMIENTO ESTÉRIL (desde una frase de Raquel Fernández)

Nunca pensé que esto acabaría así. Por eso quizá no había tenido tiempo de preparar la reacción correcta y me enfurecí. Y eso empeoró aún más la situación porque justo cuando los policías entraron a detenerme yo destruía el local, sobrecargado de adrenalina, furioso, lanzando con rabia platos, vasos, copas que se estrellaban contra el suelo y disparaban sus pequeños trocitos de cristal contra las paredes y los muebles. Los agentes de policía agacharon las cabezas y se cubrieron con sus gorras; yo les vi entrar, pero en ese momento ya sabía que eran ellos y, lejos de detenerme, comencé a arrancar el marco de la barra, a partir las banquetas, lanzando los trozos de madera contra ellos, que intentaban avanzar entre los objetos como se avanza en el bosque durante una tormenta de granizo. De ningún modo permitiría que quedara algo para los demás; no se aprovecharían de mí. Uno de los policías echó mano de su transmisor de radio y pidió ayuda. Mientras, entre los dos intentaban sujetarme los brazos para colocarme las esposas. Y aún me agitaba entre ellos como un pez en una cesta cuando me llevaron hasta el coche y me obligaron a entrar.

Aquella noche, en el calabozo, estar allí solo por alguna extraña razón fue precisamente lo que me ayudó a olvidarme de mí mismo para ponerme en el lugar de ellos. Solo tendría que haberles prestado un poco de atención, haber intentado comprender su punto de vista, y quizá no habría tenido que acabar así. Pero ya era tarde para solucionarlo: yo estaba en la cárcel y ellos ya no querían negociar conmigo, sino perderme de vista.

EL REFLEJO (desde una frase de Raúl Llanos)

Al salir del vagón no pude evitar girar la cabeza para volver a mirarla. En lugar de verla, el cristal de la ventana me devolvió el reflejo de mí mismo. Me miré, como me suelo mirar en los espejos, casi posando, allí reflejado, y me vi a mí mismo tirarle un último beso.

Cuando el tren arrancó, el cambio de luz me dejó ver el interior del vagón. Ella había desaparecido –caminaba, de hecho, buscando otro asiento, por el vagón de cola– y, en su lugar, un hombre con bigote me decía con un sorprendente gesto de coquetería adiós con una mano mientras me tiraba un beso con la otra.

EL SENTIDO DEL AMOR (desde una frase de León Tolstoi)

Estaba casi dormido cuando le distrajo el ruido de la puerta que se abría y de unos pasos en la antesala. ¿Quién sería a esas horas? Luchó durante unos segundos entre olvidar lo que acababa de escuchar y volver a dormirse o levantarse; después pensó que sin duda tendría que hacer esto último, dado que era el único habitante en la casa con capacidad para recibir a las visitas. De hecho, sin apenas moverse, esperó a que Boris le avisara, pues si el intempestivo visitante había entrado debía de ser por haber insistido, ya que en caso contrario Boris le habría persuadido de la situación y emplazado para otro momento mejor. Pasó un rato, no sabría decir si cinco minutos o quince, en el que oyó los susurros de una voz grave luchar contra el volumen cuchicheando una larga conversación que no parecía terminar nunca. Finalmente se hizo un silencio. Aún esperaba que Boris apareciera, pero no lo hizo, de modo que finalmente decidió levantarse y comprobar qué estaba sucediendo, entre intrigado e irritado.

Nada más abrir la puerta encontró a Boris, quien le bloqueó el paso comenzando, entre tartamudeos, a explicarle la situación. Al parecer Ana, la esposa de su vecino, había irrumpido en la casa afirmando tener una relación secreta con el señor y, amenazando con gritar, había sido invitada irremediablemente a entrar. Desde ese instante tanto Boris como Lucía, el ama de llaves, habían estado intentando razonar con ella sin éxito. En aquel momento permanecía en la biblioteca en espera del señor. Boris había subido sin saber bien qué hacer, porque su deber era no molestar al señor con tonterías como aquella pero habían agotado todas las vías y no habían logrado solucionar el problema.

Roland entró en la biblioteca y cerró la puerta tras de sí. Boris y Lucía corrieron cuidadosamente hacia la puerta. Solo se oyó el arrastrar de la tela del vestido de Lucía por el suelo. Después, el más absoluto silencio. Lucía y Boris, aguzando el oído, únicamente utilizando ese sentido y despreciando los demás, se miraban sin verse. Pasó un rato, quizá quince minutos esta vez, sin que oyeran nada. Los oídos, agotados, se relajaron, y en ese momento Lucía y Boris se miraron de verdad, como si se vieran por primera vez, allí de frente, apoyados en la puerta tras la que no se escuchaba absolutamente nada. Y entonces Boris besó a Lucía y, cerrando los ojos, los dos se dejaron llevar por un nuevo sentido y sintieron la suavidad del calor de sus bocas. “Sabes a fresa”, le dijo Boris muy suave como si quisiera jugar a los cinco sentidos. “Y tú hueles a sexo”, le susurró Lucía, cómplice.

Al otro lado de la puerta Roland y Ana también jugaban.

LA ERÓTICA DEL FUTURO (desde una frase Charles Dickens)

Llegaban ya a la última calle de la ciudad. Ya no quedaban calles ni casas, solo el campo y el horizonte.

–¿Podría parar, por favor?
–¿Aquí?
–Sí. Aquí.

El taxi se detuvo; Denis pagó y salieron. El coche arrancó y lo vieron alejarse agarrados de la mano, casi con ganas de decir adiós. En la noche, la calle era gris, oscura; una leve neblina cubría el cielo y hacía que todo pareciera estar borroso, impidiendo distinguir las formas con exactitud, lo que daba al paisaje un tono de melancolía. Encaramado en lo alto de una vieja tapia cubierta de musgo, un gato caminaba lentamente rumbo hacia ninguna parte, olisqueando con suavidad su entorno, vigilante, alerta ante un posible enemigo contra el que defenderse o del que alimentarse. El paso del gato sobre la tapia, de derecha a izquierda, fue muy lento, casi como si la imagen se hubiera ralentizado, de modo que Denis y Lue, agarrados de la mano, frente a la tapia, pudieron observar lentamente esa forma tan delicada que tienen los gatos de desplazarse cuando lo hacen lentamente, agachados, casi arrastrándose, con movimientos curvilíneos, muy suave, tan lentamente que hubo un instante en el que los tres –incluido el gato– se permitieron la licencia de no pensar absolutamente en nada.

Con solo apretar un poco la mano de Lue, Denis inició el movimiento. Echaron a andar hacia la tapia; cerca de uno de los árboles tras los que había desaparecido el gato un momento antes había un agujero por el que entraron. Al otro lado no había nada, apenas un descampado con algunas piedras y muchos hierbajos.

Y allí, detrás de la tapia que cercaba el terreno que acababan de comprar, en el suelo, entre las piedras, Denis y Lue se amaron hasta el amanecer.

EL HOMBRE DEL MAPA (desde una frase de Conan Doyle)

Mire este mapa. Es torpe y carece de detalles, pero esa marca cerca de la esquina inferior –señaló la esquina con el dedo– es la que me interesa mostrarle. ¿Qué diría usted que significa esa marca?
–No sé, señor. Quizá quien dibujó este mapa estaba comiendo y manchó el papel con grasa.
–No, no, no, no, no. Esto es una marca. Quien quiera que hiciera este mapa quería marcar este punto. Y eso es lo que me dice que hay algo ahí metido. ¿Un tesoro quizá? Me encantaría saberlo, pero ni siquiera veo bien cuando me peino, menos aún para ir hasta ese lugar. ¿A usted le interesaría?
–Quizá.
–Escuche: hagamos un trato. Yo le doy este mapa, usted va allí y lo que encuentre en esa marca lo repartimos a partes iguales.
–No parece un mal trato –respondió, y en sus ojos despertó de pronto una mueca de avaricia–. Acepto. Venga ese mapa.
–La cuestión es cómo entregarle a usted este mapa y estar seguro de que cuando encuentre el tesoro volverá para darme la mitad –saltó de pronto el hombre del mapa–. Compréndalo, apenas nos conocemos.
–Claro, claro, lo comprendo.
–Quizá si usted me da también algo valioso a mí los dos estaríamos en igualdad de condiciones.
–¿Por ejemplo?
–Ese reloj parece de oro.
–Efectivamente, es de oro. ¿Pero qué ocurrirá si bajo esa marca no hay ningún tesoro? Usted puede apropiarse de mi reloj y desaparecer. Compréndalo –repitió con cierta ironía–, apenas nos conocemos.
–Cierto –Y en su gesto se adivinaba el desencanto–. Quizá podamos encontrar una solución válida para los dos. Ni siquiera el reloj es una buena solución, puede que el tesoro que usted encuentre sea más valioso. En fin, pensaré en algo.

El hombre del mapa se giró y salió. El otro hombre lo miró salir. Los dos tenían la misma sonrisa ladeada, astuta, socarrona.

EL PICHÓN DE ORO (desde una frase de Bulwer Lytton)

Ione depositó una bolsa a los pies de la bruja. Ella lo miró y después miró la bolsa. La lógica llevaría al lector a suponer que la bruja abriría la bolsa, pero la bruja no solo no la abrió sino que se giró y salió, dejando a Ione allí clavado, sin saber qué hacer. Hizo amago de agacharse a recogerla, incluso alargó la mano, pero no llegó a hacer nada. Los enanos lo miraban y reían, aunque por otra parte ellos siempre estaban mirando a todos y riéndose. Pensaba ya en marcharse, incluso comenzó a girar para darse la vuelta, cuando la bruja volvió con una sartén en la mano y, agarrando la bolsa bruscamente con la otra, se giró y volvió a desaparecer tras la cortina. Aunque sabía que su labor había terminado, por algún motivo se hallaba clavado en el suelo y no tenía voluntad para marcharse. “¡Vamos, vete!”, escuchó gritar desde el otro lado a la bruja entre ruidos de golpes contra el suelo. Pero a pesar de aquellos gritos, de saberse en el lugar equivocado, de conocer los poderes de la bruja y de que los enanos habían dejado de reírse para mirarlo con una extraña fascinación, no se sintió capaz de dar un solo paso. Al rato cesaron los golpes. Ione seguía en la misma postura, frente a una bolsa ausente, mirando hacia la cortina. Se hizo un inquietante silencio. Dos de los enanos salieron corriendo, gritando como si hubieran visto un horrible animal; los demás contemplaban la escena embelesados. Ione se quedó mirando fijamente hacia la cortina.

Tras unos minutos en los que nada ocurrió, por fin la bruja apareció tras la cortina. Era tan fea que no podía saberse si estaba enfadada o alegre, de modo que nadie cambió el gesto o la postura esperando a que dijera algo. Llevaba un pichón en la mano derecha y en la izquierda un afilado cuchillo. “¿Qué mierda me has traído?”, gritó a Ione de pronto. Ione la miró y después miró al pichón. “Un pichón de oro”, dijo. La bruja miró al pichón y comenzó a reír a carcajadas. Ione se acercó lentamente al pichón y lo rozó con el dedo. De su ano brotó, deslizándose, un huevo que cayó al suelo. Era un huevo de oro.

“¡Mierda, pero si lo acabo de matar a golpes!”, gritó la bruja soltando al pichón para agacharse a recoger el huevo de oro. Antes de llegar al suelo el pichón despertó, se sacudió evitando la caída y huyó revoloteando por la ventana. Ione sonreía.

EL NEGOCIADOR (desde una frase de Cervantes)

Con sus amigos negociaba en la calle. Con su mujer, en la cama. Así había sido siempre. El día que su mujer falleció sus cimientos se tambalearon. Poco después comenzó a discutir con sus amigos en la calle, donde discuten los violentos; después negoció en la calle, pero no con sus amigos sino con mujeres en las que jamás se habría fijado si hubiera tenido con quién negociar en la cama; comenzó a confundir la cama con la calle y la calle con la cama y, finalmente, ebrio, indiferente y exhausto, no pudo negociar sus deudas en la cama y acabó durmiendo en la calle.

CAMBIO DE MATIZ (desde una frase de Jonathan Swift)

Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste. De modo que aquel pequeño islote no era la única tierra que había por allí, pensé. Y decidí armar una balsa que me llevara hasta aquella isla, por si fuese mayor que mi improvisado hogar. Mi imaginación comenzó a trabajar sin mi permiso imaginando frutas exóticas, animales comestibles –monos, jabalíes, aves- y otras exquisiteces que quizá encontraría en lugar de mi único alimento en los últimos meses: peces que los primeros días pude asar y que después, falto de gas y de fuerzas, acabé devorando crudos cuando apenas acababan de arrojar su último estertor.

Después de tres días de duro trabajo logré terminar una balsa aceptable que me permitiría flotar hasta aquella isla. Cuando a duras penas llegué hasta la playa y logré empujar la balsa hacia el agua miré de nuevo hacia allí y no vi nada. “Qué diablos, pensé, seguramente no la veo porque estoy en la playa” y me lancé al agua.

No sospeché que podía ser una isla demasiado pequeña; no mantuve la prudencia de lo malo conocido; no pensé que pudiera ser peor. Mi imaginación siempre se inclina a mi favor. De modo que ahora estoy aquí, donde no hay peces y por supuesto tampoco frutas exóticas ni animales de ningún tipo, salvo insectos. Y ahora mismo no veo mi islote y no recuerdo exactamente en qué dirección estaba, por lo que me resulta demasiado arriesgado volver. De pronto toda la prudencia de la que carecí cuando vine hacia aquí ha invadido mis pensamientos. Llevo tres días comiendo escarabajos; los dos primeros los pasé vomitándolos, pero parece que el tercer día mi cuerpo por fin ha decidido nutrirse de ellos. Quizá consiga seguir vivo hasta que por casualidad alguien pase por aquí de camino hacia el infierno.