LA (INVENTADA) LEYENDA DE LAS ESTRELLAS FUGACES

Cuentan que hace muchos muchos años no existía la noche, pues Lampsé, diosa de la luz, lo iluminaba todo con sus estrellas. Pero un buen día Lampsé tuvo un precioso bebé, al que llamó Ocaso. Ocaso crecía sano y feliz, pero era hijo único y se aburría, de modo que constantemente reclamaba las atenciones de su madre. Esta, cansada de interrumpir sus labores habituales, un día le prestó una estrella para que jugara. El niño la agarró, la miró y a continuación la tiró hacia su madre; la estrella dejó un rastro de luz y finalmente se apagó. Entonces Lampsé le dio otra estrella y el niño repitió el juego de nuevo.

Un día Lampsé, creyendo que no la tiraría, le dio la estrella más grande que tenía: el Sol. Pero Ocaso la tiró igualmente, incluso más lejos que las otras, de modo que se perdió en el horizonte. Lampsé tuvo que ir a buscar el sol, dejando al mundo sumido en una terrible oscuridad. Cuando lo encontró por fin, lo ató con un hilo invisible para que, si su hijo volvía a tirarlo, solo tirando del hilo volviera el sol a salir de nuevo. Desde entonces el sol sale y se pone todos los días.

Dicen que en los días de verano Ocaso está más inquieto y aburrido y Lampsé le da muchas estrellas pequeñas para entretenerlo. Y por eso hay lluvias de estrellas en algunas noches de verano.

EL VAMPIRO DESDENTADO


Ocurrió, como ocurre tan habitualmente en este mundo, que a Zahn Versteck, el vampiro de Hildesteim, le sobrevino una terrible gingivitis. Poco a poco los dientes se le fueron cayendo, y no habría supuesto un problema demasiado grande, salvo por el desembolso económico que origina la visita al dentista, si no se hubiese tratado de un vampiro, de modo que, cuando cayeron sus afilados colmillos, no tuvo valor de pedir a su dentista un implante de colmillos largos y afilados aunque, en los tiempos en que esto sucedió, existía entre los jóvenes la moda, provocada por la publicación de un best seller sobre vampiros enamorados, de colocarse unas fundas especiales. De todos modos, nadie habría podido afilar sus colmillos lo suficiente para hacerlos útiles a sus propósitos, que no eran otros que uno solo: comer. Y además, nunca habrían sido retráctiles, lo que le habría impedido seducir al tipo de mujer que adoraba, dejándole solo libres para sus antojos a muchachas que ya eran víctimas de la moda vampírica, mujeres vestidas de negro con grandes ojeras oscurecidas y pintalabios amoratados.

Zahn Versteck anduvo varios días ayunando contra su voluntad hasta que tuvo la idea que lo salvó. Aun así, tuvo que vagar más de un mes, mientras perfeccionaba su nuevo instrumento, cortando los cuellos con su navajita, lo que le desagradaba enormemente, pues era una carnicería y, por más cuidado que ponía, la sangre se precipitaba a más velocidad de la que le proporcionaba su antaño inconfundible mordisco. Además, por algún motivo no se producía el contagio, lo que le resultaba terriblemente molesto, pues no le confería a su ataque un lado positivo, ya que la víctima moría sin más y desaparecía para siempre.

Por fin llegó el día de la prueba. Todo estaba a punto. Zahn Versteck entró en el bar; miró a su alrededor y descubrió a una mujer preciosa en una mesa junto a la puerta que charlaba animadamente con dos amigas. Al pasar por delante de ella sonrió, con esa sonrisa que él conocía tan bien y había practicado tantas veces, esa sonrisa que atrapaba a las mujeres. Fue a la barra y pidió, a modo de inspiración, una copa de vino tinto. La mujer no tardó en levantarse y pasar de nuevo delante de él, de camino a los lavabos. Esta vez los dos se sonrieron y él supo que ella ya no volvería a sentarse en la mesa.

Una palabra siguió a otra; un dedo tocó a otro; una sonrisa se encadenó a la siguiente; un gesto anidó en otro gesto. Cuando salieron del bar ya iban agarrados de la cintura. Ella se dejó acompañar a casa, lo invitó a pasar, a sentarse, a tomar un trago. El licor le dio la calma que ya estaba necesitando, pero aun embriagado por sus vapores no podía evitar una cierta náusea que le producía la ansiedad de saber que le quedaba ya muy poco tiempo para probar, por fin, su invento.

Se acercó a besarla; mientras, de su mano izquierda surgieron, como por arte de magia, dos dedos tapados con sendos dedales que él se había cuidado muy bien de esconder y, con la otra mano, los extrajo suavemente de sus dedos, mostrando unas uñas enormemente afiladas como agujas, acabadas en una punta tan fina, limadas con tanto escrúpulo, que bien parecía una perfecta obra de artesanía. La tensión de ver el momento acercarse curvó sus dedos como garras de un águila a punto de caer sobre su presa.

En muchas ocasiones había esperado a satisfacer esas otras necesidades, las puramente sexuales, antes de dar su golpe de gracia, su mordisco letal; aquel día la impaciencia no le permitía soportar la espera, de modo que tras el primer beso, disimuladamente, fue desviándose hacia su cuello, besándola tiernamente, al tiempo que colocaba sus dedos como se coloca el banderillero delante del toro, erguido, con los brazos en alto, para asestar, finalmente, su golpe certero clavando las dos uñas en su cuello. Ella abrió los ojos con inevitable gesto de terror, pero a continuación se sintió desfallecer, invadida por una languidez apacible que la debilitaba dulcemente, mientras Zahn absorbía con ansiedad su codiciado brebaje, feliz, extasiado, incansable hasta agotarla. Parecía un juguete que se iba desinflando lentamente, dejándose caer, inerte, contra el respaldo, con la cabeza hacia atrás, los brazos caídos, los pies arrugados como se arrugan los pies de los inválidos. Cuando acabó se dio cuenta de que le dolían los labios y sonrió con gesto pícaro. Ella yacía en la silla, aparentemente muerta. Entonces él se sentó frente a ella y esperó. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, sin que ella hiciese el menor movimiento. Zahn comenzaba a dudar de que su nueva forma de ataque tuviese efecto para contagiar a sus víctimas cuando, de golpe, ella abrió los ojos.

Zahn se levantó y salió de allí sin esperar a que ella despertase del todo. Ni siquiera reparó en la mirada enamorada que ella le regaló desde la ventana al verlo alejarse. Estaba muy ocupado mirándose las uñas con gesto triunfante.