EL ESCONDITE INDIGNO


Hoy me he dado cuenta de que las palomas están todo el día haciendo los coros del Sympathy for the Devil de los Stones. Me he dado cuenta porque escuchábamos la canción cuando nos ha interrumpido el sonido de la llave de la puerta girando para abrirse y encontrarnos en medio de un enloquecido baile de pieles desnudas que se tocan entre risas y respiración entrecortada. Linda me ha abierto la puerta del armario y me ha empujado dentro. Antes de cerrar me ha dicho: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”.

Al principio se escuchaba el sonido grave de la voz de su marido y las risas de Linda –un tanto histriónicas, sobreactuadas– entre frases interminables. Después ha disminuido la intensidad de los ruidos hasta convertirse en un hilillo apenas inteligible y en ese momento he empezado a escuchar a las palomas. Hacían “Ooh, ooh” como las chicas del coro de la canción, una y otra vez, mientras yo me sentía el mismísimo diablo allí encerrado, sin saber qué hacer pero sabiendo que no era posible hacer nada. Durante un momento me imaginé a mí mismo saliendo del armario para descubrir la verdad, pero la propia imagen y el cálculo de las posibles reacciones  a esa decisión me adherían cada vez más a la pared de aquel armario en cuya comodidad no tuve tiempo de pensar. Entre los “Ooh, ooh” de las palomas un imaginario Mick Jagger me repetía una y otra vez la frase de Linda: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”, pero la rapidez de pronto se había convertido en el resultado de la fórmula (T x S)2, siendo T el tiempo real y S la sensación que tenía de estupidez. Así que para entretenerme empecé a hacer cálculos, asignando a mi sensación el valor de 10, porque mi estupidez en aquel momento me parecía enorme, y de este modo multiplicando cada minuto por 10 y elevándolo al cuadrado, lo que me daba, para cada minuto que transcurría, el resultado de haber transcurrido 100, por lo que al cabo de unos 17 minutos ya estaba sintiendo que habían pasado 170 x 170 = 28.900 minutos –calculaba yo mentalmente con dificultad–, que divididos entre 60 con más dificultad aún me ponían en 481,67 malditas horas, es decir, veinte días, una hora y cuarenta minutos. Por un momento pensé que podía morir allí sin que nadie recordara haberme metido dentro y empecé a escuchar mi respiración algo entrecortada, lo que imprimía al corear de las palomas un ritmo casi perfecto. De pronto me sentí, además, desnudo; llevaba más de veinte días desnudo en un armario escuchando el coro del Sympathy for the Devil y la cabeza empezaba a hincharse dentro de aquel armario, lo notaba, sentía cómo mi cabeza estaba creciendo y empezó a tocar las paredes del armario, lo que me atemorizó, dado que si salir de allí espontáneamente me parecía ridículo peor aún me resultaba imaginarme reventando la puerta del armario con mi ensanchada cabeza y desparramando todos mis sesos rosados contra la pared de enfrente. Y el asco de ver mis sesos esparcidos por la habitación decoró aquel armario con una encantadora vomitona.

En ese momento escuché la puerta cerrarse y las palomas callaron.

LA VACA QUE LADRABA (CUENTO INFANTIL)

Sucedió una mañana de abril. En aquel prado primaveral, poblado de flores y de hierbas que crecían con desenfreno, las vacas pastaban casi en silencio; de vez en cuando aquel silencio se interrumpía por un intenso y alargado “muuu”.

La vaca Esmeralda pastaba allí a diario con sus compañeras de rebaño. Generalmente, cada cierto tiempo, pronunciaba, al igual que sus compañeras, aquel profundo y dilatado mugido.

Pero aquel día ocurrió algo extraordinario. Apenas habían empezado su paseo cuando, después de masticar un buen manojo de hierba, Esmeralda abrió la boca y en vez del habitual “muuu” lo que sonó fue un estridente “¡Guau!”. Todas las vacas volvieron su cabeza hacia Esmeralda, mientras la propia Esmeralda mostraba su cara de asombro ante su propio sonido. Entonces decidió probar de nuevo: alzó la cabeza hacia el cielo, abrió su enorme hocico y pronunció:”¡Guauuuuu!”. Todas las vacas dejaron de pastar paramirarla. Marianico, el pastor, la miró también, sobrecogido. “¿Qué te pasa, bonica?”, le dijo mientras acariciaba su lomo. Esmeralda volvió a levantar la cabeza, abrió la boca y con todas sus fuerzas pronunció:

– ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

Marianico dio un grito y llamó corriendo a su parienta.

–¡Mira, mira, Eugenia, la vaca Esmeralda está ladrando! –gritaba.

Eugenia se acercó a la vaca riendo, incrédula. Entonces la vaca Esmeralda, levantando la cabeza más de lo que se sentía capaz, abriendo la boca más de lo que la había abierto nunca y cogiendo más aire del que le cabía en los pulmones, gritó: “¡Guauuuuuuuu!”.

–Hay que llamar al veterinario –sentenció Eugenia.

El veterinario dejó lo que estaba haciendo y acudió rápidamente a la llamada cuando supo que el problema era que una vaca estaba ladrando. No podía creérselo, necesitaba escucharlo con sus propios oídos. Y cuando llegó y le llevaron ante Esmeralda, que una y otra vez lanzaba sus ruidosos ladridos, el veterinario no alcanzaba a entender cómo podía haber pasado algo así.

Ricardo, que así se llamaba el veterinario, llevó la vaca a su consulta y le hizo una radiografía. En la película se veía claramente el origen de aquel problema: había un perro ladrando en el interior de su tercer estómago. Quizá, mientras Esmeralda dormía, el perro, aturdido por el frío de la noche, había entrado en aquel túnel improvisado y calentito y después no había sabido cómo salir de allí. Como las vacas no comen carne, el tercer estómago de Esmeralda no había sabido qué hacer con aquel perro y le había dejado allí esperando que encontrara su camino de salida. Lo malo es que Esmeralda, con el estómago lleno de algo que no podía digerir, no era capaz de abrir la boca salvo para regurgitar aquellos ladridos con la cabeza bien alta, lo que hacía imposible expulsar al pobre perrillo.

Entonces Ricardo tuvo una idea y le dijo a Marianico: “Vamos a obligar a Esmeralda a estar despierta mucho tiempo para que acumule tanto sueño que al bostezar se le abra la boca tanto que el perro vea la luz del día y pueda salir por donde entró”.

Y así lo hicieron. Establecieron dos turnos, para no quedarse dormidos ellos, lo que les impediría incordiar a la vaca para evitar que se durmiera antes de tener el suficiente sueño acumulado, y estuvieron manteniendo despierta a la vaca treinta y dos horas y veintisiete minutos. Y en aquel momento la vaca, que ya no podía más, se dejó caer al suelo y bostezó tanto tanto tanto que se le abrió la boca tanto tanto tanto que el perro vio una luz al fondo y salió corriendo hacia ella, apareciendo por fin en la boca de Esmeralda y logrando salir justo antes de que esmeralda cerrara la boca y se quedara produndamente dormida.

LA NOTA

Al entrar en la habitación, un insoportable olor a podrido impedía apreciar con claridad lo que había en ella para señalar el lugar donde se encontraba el omnipresente cadáver. Tumbado boca abajo, con la boca apretada contra la alfombra, como si hubiera caído sobre ella para saborearla de forma tan absurda como la propia postura adquirida en la caída, con el culo en pompa, las rodillas dobladas hacia dentro y los pies apoyados en las puntas, el gran tamaño del cadáver daba a la habitación un aspecto encogido. Mientras todos se tapaban la nariz, Josué entró como si el olor no le afectara, acostumbrado ya a esa y otras desagradables podredumbres, y se agachó para ver de cerca el rostro, algo raído. Al agacharse su vista tropezó con un papel que el fallecido agarraba fuertemente con la mano derecha. Se colocó los guantes e intentó tirar del papel, pero estaba fuertemente aprisionado entre los encajados dedos del cadáver, de modo que primero desencajó los huesos de la mano para que el papel cayera, inerte, sobre la alfombra; recogió el papel, lo desdobló con cuidado y leyó: "A quien pueda interesar: No deben culpar a nadie de mi muerte; si bien es cierto que mi intención no es matarme, sino llamar la atención sobre mi desgracia y mi soledad, es muy posible que no sea capaz de calcular bien la dosis que me hará entrar en ese estado anterior al de la muerte por suicidio. Por eso les pido que, si me encuentran vivo, me salven, con todos los instrumentos a su alcance, con pasión y vehemencia, pero si me encuentran muerto, en fin, si me encuentran muerto, ¿a mí qué me importa si me encuentran muerto? Ya no serviré para nada".

—Qué extraña nota de suicidio —dijo Josué, tendiendo el papel a su compañero.

—Sí —dijo su compañero, tras leerla—. Resulta que el tipo no tiene ningún teléfono en la agenda. No parece conocer a nadie. Creo que estaba más solo de lo que podía permitirse.

—Eso parece —respondió Josué, levantándose, y, quitándose los guantes, salió de la habitación.

Al cerrar la puerta se escuchó un estruendo. Volvieron a abrirla para comprobar que el cadáver se había desplomado hacia un lado. "Mierda, Esteban, ahora tendremos que explicar esto", dijo Josué. Esteban levantó las cejas con indiferencia.

—Venga, vamos a tomar una caña.

—Pues sí, porque tengo el olor ese en la garganta. A ver si con una cervecita se me quita...

HISTORIA DE AMOR AHOGADO

Él era un poeta,
pero un borracho.

Me colmaba de flores y de aliento ácido.
Me miraba con sus ojos lánguidos y su tez amarillenta.
Me regalaba hermosos versos que recitaba trabado, ininteligible, a trompicones.
Me perseguía por la calle en zigzag, como los leones a sus gacelas.
Me penetraba como las espadas penetran los pechos traidores en las batallas.
Me besaba como al cubito de hielo de su vaso de whisky.
Me nombraba aplastando la cabeza entre los brazos, rodeado de vasos vacíos.
Me lloraba en la soledad de su siempre perdido futuro.

Él me amaba.
Y era un poeta,
pero también era un borracho...
Pero un poeta...
Pero un borracho.

ADIVINANZA

Es grande, fuerte y redondeada, pero si la mueves puede hacerse pequeña y endurecerse hasta convertirse en una partícula diminuta o, por el contrario, agrandarse, fortalecerse y redondearse hasta invadir toda la habitación. Si la miras de reojo antes de moverla parece de color naranja, pero si la miras de frente se vuelve más rojiza. Si le das la espalda se azula y se aclara, pero si al moverla dejas de mirarla a veces se oscurece tanto que acaba siendo completamente negra. Cuando la tomas debes hacerlo con cuidado, pero al mismo tiempo al sacudirla debes ser rápido y bastante brusco, pues de lo contrario su crecimiento te engullirá como un tiburón blanco enfurecido. Las personas que mejor la manejan son las que no advierten su presencia, porque las sacudidas son mucho más naturales y el color en estos casos se aclara hasta volverse transparente. Sin embargo, como un día la descubras y quieras deshacerte de ella entonces tu propia obsesión se volverá contra ti y crecerá hasta hacerte parecer unicelular.

Así es la mediocridad.

SOMATIZACIÓN

Cuando era niño un día vino una doctora al colegio a hablarnos sobre algunas enfermedades que podíamos contraer si no tomábamos las precauciones adecuadas.

En su presentación, con bonitas diapositivas, había una sobre el tétanos —o el tétano, porque tanto lo pronunciaba en singular como en plural, aunque después supe que no se trataba de un plural sino del uso de la etimología griega o latina— con objeto de prevenirnos sobre los efectos de esta enfermedad, en la que aparecía un cuadro de un tal Charles Bell, pintado en 1809 y titulado “Opistótonos”.

En aquel cuadro de colores oscuros, como si de un escenario macabro se tratase, surgía iluminándose un hombre desnudo, de piel clara, que se retorcía de dolor arqueando su cuerpo hacia atrás, rígido, tan rígido que parecía un puente sobre el que poder cruzar al otro lado de quién sabe qué. Aquella postura, junto con el gesto de dolor y horror del hombre, supuestamente moribundo, según explicó la doctora, su propia desnudez y los cuchicheos de mis compañeros, me causó una profunda impresión. La doctora leyó: “Esta enfermedad se caracteriza por la presencia de espasmos musculares intensos e intermitentes y rigidez generalizada, secundarios a la acción de la tetanospasmina, neurotoxina producida por Clostridium tetani”. Después nos explicó cómo se podía contraer a través de una sencilla herida hecha, por ejemplo, al caernos de la bicicleta, y cuáles eran los primeros síntomas, para acabar explicando el terrible final: “El paciente sufre un dolor intenso durante estos espasmos y rara vez pierde la consciencia. La muerte suele ser debida a una parada respiratoria, bien por obstrucción de las vías respiratorias altas durante los espasmos, bien por la contracción continuada del diafragma”. Sentí, al mismo tiempo que la doctora describía aquellos terribles síntomas, todos los efectos que iba explicando. Al acabar, todos los alumnos habíamos ido alzando la voz desde el murmullo hasta el bullicio.

Al llegar a casa conté a mi madre todo lo que nos habían explicado, ya que ella era la única persona capaz de evitarme aquella enfermedad, pues era imprescindible estar al día con las vacunas. Noté en mi madre el gesto del error advertido y comprendí que en algún momento no me la había puesto, lo que significaba que me encontraba completamente expuesto. Busqué corriendo en mis rodillas posibles heridas por las que podía haber entrado aquel microbio asesino; dos costras recientes, del día anterior, me miraban con ironía, despertándoseme de pronto un sudor frío y al mismo tiempo un intenso calor que me subió implacable hasta las mejillas, y de pronto mi sonrisa se volvió rígida —como nos había explicado la doctora, sardónica— y mis manos se arquearon hacia dentro. Sentí cómo se me endurecían los músculos de los brazos y las piernas y caí al suelo, completamente rígido, justo antes de empezar a tener convulsiones mientras sentía un dolor tan intenso que no podía ni gritar (en realidad no podía gritar porque mi garganta estaba tan tiesa como el resto de mi cuerpo, lo que impedía vibrar a mis aterradas cuerdas vocales). En algún momento noté, entre espasmos, como los microbios avanzaban por aquel corredor rígido de las venas de mi cuerpo.

De camino al hospital oía a todos hablando a lo lejos, aunque sabía que me hablaban a mí, pidiéndome calma con cariño y ternura.

Aquel día sufrí mi primer ataque de ansiedad. Sin embargo, esto no nos lo había explicado la doctora.

EL VUELO DEL PLANEADOR

No llevaba ni quince minutos en aquel campo de hierba, recogiendo un poco de hinojo para mis dulces, cuando escuché una especie de zumbido, como si alguien me soplara al oído muy fuerte. Al girarme observé una avioneta, más bien un planeador, de esos aviones con alas larguísimas sin motor que son remolcados hasta el aire y que después de desenganchados vuelan durante un tiempo al azar de la corriente de aire, que se acercaba hacia mí volando bastante bajo. Me giré para mirarlo bien, coloqué mi mano en la frente para tapar los rayos de sol y recordé sin querer a Cary Grant a punto de, como yo, comprender que el avión venía hacia mí y que debía girarme y correr con todas mis fuerzas hasta sentir el silbido tan cerca que me tiré al suelo, igual que él, sintiendo como el avión pasaba encima de mí tan cerca que al pasar me levantó los pies del suelo como si quisieran darle alcance. Me levanté; estaba asustada, no lo puedo negar, ya no pensaba tanto en Cary Grant como en aquel precioso maizal en el que se refugiaba y que yo buscaba a mi alrededor. A mi izquierda, entre hierbas más altas, había una caseta abandonada. Decidí esconderme allí, pues el planeador acababa de girarse y volvía hacia mí de nuevo, lo que realmente me horrorizó.

Mientras corría con todas mis fuerzas —y esta vez logré esquivar, girando bruscamente hacia la izquierda en el último momento, la nueva embestida— pensaba en quién podría querer derribarme y sinceramente no se me ocurría nadie. Hay personas que tienen enemigos y lo saben, pero casi nunca son tan fuertes como para intentar asesinarlos. Yo ni siquiera tenía enemigos de ningún tipo, o al menos no que yo supiera, lo que me producía una intensísima inquietud.

La caseta estaba muy deteriorada. En la puerta había dos ganchos, uno en la hoja y el otro en la jamba, sujetos por un candado, pero la madera de la puerta estaba tan carcomida que un empujón leve escupió aquel candado con los ganchos hasta el suelo. Dentro,  el suelo tapizado de hierba silvestre y algunos aperos apoyados en la pared se entreveían en un claroscuro de grietas por las que pasaban tímidamente algunos rayos de sol. No me atrevía a entrar, pero sentí de nuevo el zumbido del planeador y di un saltito hacia dentro, quedándome allí inmóvil, al borde de la puerta, de espaldas, paralizada. Desde allí pude entre ver por las rendijas de una ventana tapiada por raídas tablas pasar el planeador de largo y volver a ascender como si fuera a prepararse de nuevo para el ataque. Y ahora me preguntaba qué podía hacer, cuál era el siguiente paso, si es que tenía que dar alguno o era mejor esperar a que la corriente de aire impidiera a aquel avión volver a ascender y con suerte estrellarse contra el suelo, pero al mismo tiempo que pensaba en este final sentía el terror de saber que la forma de aterrizar de estos aviones es precisamente estrellándose —patinando— contra el suelo, lo que colocaría a mi supuesto asesino mucho más cerca de su objetivo. De modo que me giré, me asomé desde la puerta, sin llegar a salir de la caseta, y miré hacia el horizonte. El coche estaba tan lejos que apenas asomaba tras los árboles de la carretera. El resto del paisaje estaba repleto de plantas y completamente yermo de cualquier posible presencia humana. No podía pedir ayuda. Miré mi teléfono y comprobé que tampoco había cerca ninguna torreta de comunicaciones, lo que me dejaba sin cobertura. El planeador volvió a silbar nuevamente, y nuevamente volvió a pasar al ras, esta vez de la caseta, y a ascender. La caseta vibró amenazando con derrumbarse en la siguiente pasada. Parada en la puerta, sin saber si mirar hacia dentro o hacia fuera o buscar el planeador entre las nubes y calcular el tiempo que tardaría en recorrer el trayecto hasta mi coche corriendo tan rápido como me permitieran mis asustadas piernas, aún seguía dando vueltas a quién podría ser mi asesino, sin conseguir dar con una respuesta. De modo que decidí salir de la caseta, sin llegar a alejarme de ella, para contemplar lo mejor posible al piloto cuando volviera a pasar al ras, tan cerca que quizá me dejaría ver su desencajado rostro de ojos extremadamente abiertos —se me ocurrió de pronto.

El planeador dio la vuelta de nuevo y volvió a la carga. Yo salí de la caseta y me coloqué frente a la puerta, a un par de metros de esta, lo que impedía a la avioneta atropellarme y al mismo tiempo me permitiría escudriñar el interior de la cabina.

Y exactamente en ese momento, cuando ya se acercaba y comenzaba a descender hasta la caseta, el planeador hizo un giro al tiempo que subía y se marchó por el horizonte. Pasó un tiempo que me pareció una hora en el que no fui capaz de moverme de mi posición, a dos metros frente a la puerta de la caseta. Ni rastro del planeador. Finalmente, mirando todo el tiempo hacia atrás, salí corriendo y llegué hasta el coche, arranqué y me marché de allí.

LA VIUDA IMPOSIBLE

Dicen que hay personas que nacen con mala suerte y ya nunca consiguen eludirla. Ya de niña Bernie miraba a su alrededor y veía princesas envueltas en toda clase de riquezas, en los cuentos infantiles, en las revistas, en el cine o en los alrededores del teatro, y su ambición se dejaba llevar por aquellas imponentes imágenes, mientras maldecía la mala suerte de haber nacido en una familia humilde. Y ciertamente Bernie era una niña tan ambiciosa como malvada, pero ni su ambición ni su maldad eran tan grandes como su mala suerte. Sin embargo, apenas cumplió los diecisiete años su cuerpo se irguió y sus curvas se irguieron también con su cuerpo, de modo que, con sus pequeñas faldas, sus grandes escotes y sus zapatos de tacón alto, paseando frente a los hoteles de cinco estrellas de la Avenida Central, toda ella componía un enorme dispositivo de voluptuosidad. Así fue como comenzó su carrera por conseguir un marido rico que la colmara de todas aquellas cosas que había visto tantas veces tan a lo lejos para matarlo después y disponer así de toda su fortuna a su antojo. Durante años fantaseó con los distintos métodos que podría utilizar para matarlo sin ser descubierta. Elaboró planes que repasaba una y otra vez mientras esperaba en la recepción del hotel al hombre adecuado con el que tropezarse y comenzar su estratagema.

El primero fue George. Era americano y poseía una cadena de restaurantes que no paraba de crecer, hasta el punto de extenderse hacia Europa, lo que había motivado su presencia en el hotel donde había tropezado con Bernie al salir del ascensor, enamorándose perdidamente desde el primer momento. Cuando murió por una absurda caída desde la ventana del último piso al intentar agarrar al vuelo el reloj que se le había resbalado entre los dedos por despiste, apenas a falta de dos meses para la boda, Bernie pensó: “qué mala suerte”. Ni siquiera habían tenido tiempo de firmar un acuerdo prenupcial o algún documento que pudiera servirle para situar aquella fortuna entre sus manos. Y Bernie vio su ambición precipitarse contra el infortunio. Pero después de George vino Manuel, y después Robert, Malcolm, Francisco Javier, Emilio, Gabriel y Armando.

Todos murieron fortuitamente antes de la boda. Todos morían justo cuando aún no había nada que destinara sus pertenencias a su desolada prometida. ¡Todos!

Después de la muerte del octavo, Bernie se sentía agotada. Comprendió que no lo iba a conseguir. Se sentó en uno de los sillones de la recepción con la cabeza entre los brazos. Tenía ganas de llorar, pero no tenía lágrimas. No sentía tristeza o desamor sino pura desesperación. Juan se sentó en el asiento contiguo por pura casualidad y con la misma pureza casualmente se le escapó la cartera de las manos, cayendo sobre las rodillas de Bernie. Así empezó la última historia de amor.

Aunque Bernie pasó todo el tiempo esperando que sucediera, esta vez Juan no murió. El día de la boda llegó y seguía vivo. Llegó el coche a recogerla y todo parecía estar en orden. Llegó la novia del brazo del padrino y entró en la iglesia sin que nadie gritara o interrumpiera el evento con una terrible noticia. Llegó el novio y agarró del brazo a la sufrida madre de Bernie, que se había compuesto con la elegancia y categoría que su hija había escogido para ella. Llegaron los invitados y se dispusieron en los asientos. Llegó el sacerdote y ofició la ceremonia.

Cuando el sacerdote pronunció la ansiada frase Bernie sintió que sus piernas flaqueaban y cayó desmayada al suelo. Todos creyeron que era de la emoción y que por fin se había acabado su mala suerte. Pero cuando intentaron reanimarla comprendieron que no sobreviviría.

Juan quedó viudo nada más casarse. Bernie nunca pudo saber que la había engañado y se encontraba al borde de la quiebra. Gracias al seguro que Bernie le había hecho contratar consiguió salir airoso de sus descomunales deudas. Quizá por ese motivo no había muerto antes de la boda como los demás. Quizá por ese motivo o porque Juan era, sin duda, un tipo con suerte.

EL CORPIÑO

Cuando Giggi entró en la habitación sólo se fijó en aquel precioso corpiño. Era de encaje negro e insertados a largas y cruzadas puntadas llevaba dos lazos de seda de color rosado. Las varillas arqueadas hacia el interior anunciaban el lugar que debía ocupar la cintura. Su firmeza y al mismo tiempo su delicada semitransparencia le daban un aire elegante y al mismo tiempo libidinoso. Era perfecto.

Lo agarró con las dos manos y extendió los brazos frente a sí. Después se lo colocó delante del pecho y se miró al espejo. Durante un rato en el mundo sólo existía aquel corpiño y ella. Comenzó a quitarse la camisa para probárselo, sin dejar de mirarlo, como si al mirar hacia otro lado fuera a desaparecer. No veía nada más.

De hecho, no vio la mesa redonda con aquel precioso jarrón lleno de flores.

No vio la ventana abierta por la que entraba una brisa suave que mecía las cortinas.

No vio el petate arrojado despreocupadamente al suelo, junto a la puerta.

No vio la silla caída hacia un lado de la mesa.

No vio el cuchillo abandonado en el suelo junto a la silla caída, desde cuya mancha salía un reguero de sangre.

No vio el reguero de sangre que acababa en un rebosante charco.

No vio la mano junto al charco de sangre que continuaba en un brazo y éste a su vez en un hombro que se extendía hacia abajo transformándose en una cintura acuchillada, de donde parecía haber brotado aquel rebosante charco, y más adelante en unas piernas abiertas tan inertes como el resto de los muebles; y un hombro que se extendía hacia arriba formando un cuello del que brotaba, inmóvil, la cabeza marchita de su amado y recién asesinado Mark.

Tampoco vio la sombra de una mujer al otro lado de la puerta del W.C.

Ni vio cómo la mujer se agachaba sigilosamente y agarraba el cuchillo abandonado junto a la silla con sorprendente firmeza y determinación.

No vio cómo la mujer se levantaba del suelo cuchillo en mano y abandonando aquel sigilo se lo clavaba en una vértebra, provocando su inmediata pérdida de equilibrio y su inevitable caída.

Ya ni siquiera pudo volver a ver aquel precioso corpiño.