LOS BAJOS VUELOS

Se quedaron quietos, en silencio, aguzando el oído hasta comprobar que el coche ya se había alejado lo suficiente. Entre divertidas risas cómplices y empujones salieron de la habitación y corrieron al garaje. Tras la tabla que alguien había apoyado en la pared unos años atrás descansaba el artilugio. “¡Con cuidado!”, gritó el hermano mayor, y los demás de un unísono “chsss” le recordaron que no era muy buena idea airear a los cuatro vientos lo que iban a hacer, no fuera a escucharles algún vecino con ganas de responsabilizarse de sus actos y se les estropeara todo el plan.

Una vez extraído el artilugio empezó la pelea por lanzarse primero. “Esperad, esperad”, dijo el mayor, “mejor lancemos primero un objeto, así nos aseguraremos de que no nos ha fallado nada”. Hubo un segundo de silencio en que los demás lo miraron, pero se rompió al segundo siguiente y continuaron peleando como si el silencio hubiera desaparecido entre los árboles. Finalmente lo echaron a suertes. Dani fue el afortunado. Coreado por sus hermanos, Dani subió primero a la azotea, seguido por aquellos. Julián iba el último, como hermano mayor, sujetando el ala de cartón endurecido con cola blanca.

Una vez arriba uno de ellos hizo una seña con el dedo para que nadie hiciese ruido, pues una posible localización sin duda despertaría las alertas en todos los vecinos. Dani se colocó el artefacto sobre los hombros, sujetando el armatoste triangular con los brazos. Julián se alegró de que Dani fuese el primero, pues sin duda era el más fuerte de los cuatro hermanos. Se echó despacio atrás todo lo que le era posible, incluso algo más allá de la punta del tejado, donde empezaba a descender hacia el otro lado, y miró a sus hermanos. “¡Espera! ¡El casco!”, dijo Julián, siempre tan responsable, y bajó corriendo a buscarlo. Dani se dejó colocar el casco sin oponer resistencia, ocupado como estaba buscando la postura de despegue; Julián abrochó de un “click” la correa bajo la barbilla y se retiró hacia atrás con sus hermanos, sentándose en el borde del tejado con las piernas cruzadas, como espectadores de un guiñol improvisado.

Dani miró una vez más, a duras penas sujetó su armatoste con una sola mano para santiguarse con la otra, agarró fuerte y gritó un “¡Aaaaaadióooooos!” que resonó en toda la calle. El armatoste sorprendentemente se elevó sobre el árbol frente a la casa. Era increíble. ¡Estaba volando! Sus hermanos lo miraban con los dedos en la boca, entre excitados y entusiasmados; un vecino que había salido al escuchar el grito se quedó boquiabierto viendo volar a Dani, que ya giraba al final de la calle. Salieron más vecinos, muchos más, y en poco tiempo hubo un corro que observaba como Dani era ya capaz de girar y volver a casa para sonreír, sin soltarse, mirando a sus hermanos. De pronto una de las vecinas salió y dio un grito tan estridente que Dani giró bruscamente la cabeza, lo que le desestabilizó; hizo un movimiento en sentido contrario para recuperar la estabilidad, pero ya viajaba por debajo de los tejados y sintió que irremediablemente había llegado el momento de aterrizar. El aterrizaje fue un desastre: no fue capaz de elevar el ala en el último momento para poder posarse sin dolor y sus piernas se estrellaron contra el suelo, rompiéndose al momento los dos fémures. Pero cuando en el hospital el médico lo escayolaba, mientras los demás esperaban fuera, su expresión sonriente, casi a punto de estallar en carcajadas, daba a sus gritos de dolor un aspecto extraordinario.

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