LO QUE HAY AL OTRO LADO

Nunca había utilizado un taladro eléctrico; había visto montones de veces hacerlo a mi padre que, como en toda familia tradicional que se precie, era quien se encargaba de las tareas relacionadas con el bricolaje, pero no me había fijado excesivamente, no necesariamente por el hecho de ser mujer, cuanto por el hecho de no tener en ese momento una visión futurista de las necesidades que ahora, madre soltera con una niña de 6 años que empieza a leer y necesita una estantería para colocar sus libros, estaba teniendo. De modo que saqué el taladro —que le había pedido prestado a mi padre— de su estuche, lo enchufé y lo acerqué a la pared recordando la frase “colócalo siempre en ángulo recto con la pared y empuja fuerte”. Belén jugaba en el salón con su vecina y amiga Martha-con-hache, producto de la necesidad absurda de su madre de diferenciar el nombre de su hija, un nombre muy común, del resto de Martas, para convertirlo en nombre original, cuando mucho mejor habría sido llamar a su hija, por ejemplo, Atenea, Europa, Francine o Marilyn, por poner ejemplos, que ejemplos no faltan cuando hablamos de nombres de mujer, sean o no corrientes o exclusivos. Por tanto, apoyé el taladro en la pared, observé y coloqué el aparato hasta ver un ángulo recto imaginario entre ellos, apreté el botón y apoyé mi cuerpo contra él, empujando lo más fuerte que pude. El taladro respondió, quizá desplazándose levemente, al no haber yo previsto, por no conocerlo, el efecto del retroceso, esa fuerza que empuja el arma hacia atrás al realizar un disparo con un revólver, pistola o arma de fuego de cualquier calibre, y que no sé por qué se me antoja que ha de tener que ver con la fuerza centrífuga. Empujé con fuerza hasta que noté que el taladro no ofrecía resistencia, momento en que lo saqué del agujero, algo más grande de lo que mi intención buscaba, cuando observé al otro lado de él, mirándome, dilatando su pupila al acercarla a la oscuridad, el iris azulado de Martha-con-hache.