EL ÁRBOL INSEMINADOR

Fue en invierno. Por algún motivo de esos que llamamos inexplicables los jovencitos comenzaron a frecuentar el Prado Negro y, tras el gran roble que presidía aquel oscuro prado, llamado así por el anómalo tono oscuro de sus hierbas, que resaltaba entre los otros prados de espigas y margaritas, convirtieron sus primeras masturbaciones en una tradición. Acudían a cualquier hora, pero sobre todo al atardecer; a veces tenían que esperar a que otros adolescentes abandonaran el árbol, como quien espera turno en el médico, mientras charloteaban y fanfarroneaban sobre cualquier habilidad, especialmente las relacionadas con las muchachitas a las que creían enamorar con una sola de sus ingeniosas frases. El roble recibió aquel extraordinario riego seminal y lo absorbió a través de su reblandecida corteza durante años.

Años después nació la pequeña Lorie. Nada más nacer, de su espalda, entre sus vértebras, afloraban unos extraños bulbos que los doctores no supieron evaluar. Era la primera vez que veían algo así. La niña no se quejaba; al no haber dolor, los doctores decidieron esperar antes de someterla, tan pequeñita, a una intervención quirúrgica. Los bulbos comenzaron a crecer; un buen día se abrieron y aparecieron unas verdes yemas de las que comenzaron a brotar verdes hojas. La comunidad científica, al igual que los familiares, observaron perplejos el fenómeno: un precioso robledo crecía a lo largo de su columna.

Nadie recordó que Lorie fue concebida una noche bajo aquel roble del Prado Negro, recostada contra su tronco. Así, a través de la piel, entrando por sus poros, penetrando hasta su óvulo recién fertilizado, el roble impregnó a su madre con su resina fecundadora, al igual que él había sido impregnado tantas veces, resentido, enojado y agraviado, cruel vengador de su inadvertido sufrimiento.

LOVE IS IN THE AIR

El cielo se cubrió de hormonas. Los paseantes se sorprendieron sintiendo, de pronto, una irresistible atracción por quienes pasaban a su lado, fuera cual fuera su aspecto o condición. Comenzaron ruborizándose, después acercándose, casi olisqueándose como los animales; luego, sin presentarse siquiera, sin decir su nombre o entonar exquisitas galanterías, algunos comenzaron a acariciarse, después a besarse y, perdiendo el dominio de sus actos, hacían el amor entre los coches y detrás de los arbustos. Después ya ni siquiera se escondían, pues veían a todo el mundo a su alrededor haciendo lo mismo que ellos.

Un anciano que penetraba a una linda muchachita oriental, tras el orgasmo, profirió un escandaloso alarido de placer cuya onda expansiva destruyó todas las hormonas latentes. Y de pronto todo el mundo recuperó el rubor y, separándose bruscamente, sacudiéndose los cuerpos y colocándose las ropas, huyó rápidamente de allí, dejando las calles cubiertas de restos de éxtasis.

BREVE HISTORIA DE AMOR INANIMADO

Ocurrió repentinamente, como ocurren los accidentes; quizá, si hubiese podido hablar, no habría sabido decir si estaba dormido y se despertó o estaba latente y el contacto con el agua salada dio una nueva dimensión a su existencia. La cuestión es que formaba parte de un enorme contenedor lleno de pequeños patitos de goma como él, junto a otros grupos de tortugas, castores y ranas de diferentes colores y formas que los distinguían con claridad de los demás, cuando un accidente precipitó aquel contenedor en alta mar, golpeándolo contra el barco, lo que hizo que se abriera y todo aquel ejército de goma saliera atropelladamente, empujado por una ansiedad producto de la diferencia de densidad, hacia la superficie, emergiendo como un volcán para situarse sobre el agua como si aterrizara, suavemente, cabeza arriba, sin perder esa dignidad tan perfectamente calculada que obliga a todos los juguetes a situarse siempre en la misma posición de flotación.

Al principio se sintió confuso, pues de pronto tuvo que encajar la conciencia que adquirió sobre su propia existencia junto a la de los demás juguetes en la nueva forma de vida que le había sido impuesta por el puro azar, pero pronto volvió, tras la tormenta, el adormecedor movimiento de las olas y ese movimiento, unido a su inanimidad, lo sumió de nuevo en un profundo sueño.

Despertó sobresaltado cuando un rayo de sol se descubrió entre las nubes. El aspecto del mar era mucho más calmado y era evidente que muchos de sus compañeros habían ido desapareciendo, dejándose llevar por corrientes oceánicas diferentes a la suya. El sol se ocultó de nuevo entregándolo a un nuevo letargo.

Había transcurrido bastante tiempo, quizá una semana o quizá más, cuando volvió a despertar. Esta vez era un despertar más suave, el despertar del sueño excesivo, que se produce muy lentamente, abriendo y cerrando los ojos –en su caso no era un abrir y cerrar de ojos exacto, sino un adquirir y perder la conciencia, puesto que sus ojos estaban pintados y no tenían párpados–, pasando de tenerlos la mayor parte del tiempo cerrados a tenerlos abiertos, poco a poco, paulatinamente. A su alrededor los otros juguetes habían desaparecido. De pronto tuvo también conciencia de su soledad y se imaginó desde muy lejos, quizá desde la luna, siendo observado como un punto amarillo en medio un enorme océano azul. Pero esta sensación le duró muy poco tiempo, aunque sí el suficiente como para inquietarlo. Poco después vio a lo lejos un pequeño punto amarillo, sin duda de otro patito de goma que navegaba a la deriva como él. Lo miró primero con curiosidad, después con ilusión, finalmente con ansiedad.

Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que su proximidad al otro patito solo dependía de la corriente del mar y de que por más que pensara en nadar nunca conseguiría mover aquel cuerpo que era un todo, sin alas ni patas ni salientes de ningún tipo que le permitiesen remar hacia su nuevo compañero.

La corriente caprichosa quiso que poco a poco el pato fuera acercándose. A cada subida y bajada del mar el pato parecía estar cada vez más cerca, igual que los niños cuando juegan, una dos y tres al escondite inglés sin mover las manos ni los pies, y cuando quiso darse cuenta el pato estaba ya a su lado, casi tocándolo, y era tal la emoción de tener un igual tan cerca que por un agujerito de su cabeza salió, expelido por un golpe de mar, un sorprendente “cuac” de aire y pequeñas gotas de agua salada como bienvenida. El pato se acercó tanto que sus picos estaban a punto de chocarse, algo que de pronto deseó con intensidad. A cada oleada el pato se acercaba y se alejaba justo a apenas unos milímetros de distancia; creía que no se habían tocado aún, pero tampoco su fabricante dio sensibilidad a su estructura, de modo que podría ocurrir que se tocaran y no llegase a sentir absolutamente nada. Intrigado, además de emocionado, se concentró fuertemente en ese momento y observó sin perder detalle a su compañero, su amigo, su enamorado pato con el que deseaba navegar a la deriva para siempre.

Una ola empujó al pato hacia él y, tras un leve roce entre sus buches –durante el cual los picos no parecieron llegar a tocarse–, el pato pasó de largo, como si se marchara sin despedirse, sin siquiera mirar hacia él.

La corriente continuó su curso. El pato se fue alejando del mismo modo que había ido acercándose. Cuando ya casi le había perdido, a lo lejos, triste y desolado, el pato cayó en una nueva corriente y comenzó de nuevo a acercarse hacia él. Esta vez pasó de largo sin llegar siquiera a estar tan cerca como para tocarlo. Sin embargo, en su tercer encuentro el choque se produjo de espaldas, lo que le hizo girar y entrar en una nueva corriente que lo alejó nuevamente.

Una y otra vez los patos se acercaron y alejaron; una y otra vez aquellos cuerpos de goma, tan huecos por dentro, se llenaban y vaciaban de la ilusión de volverse a ver. En ninguno de sus encuentros coincidieron sus picos en un improvisado beso de goma.

La última vez que se vieron estaban tan seguros de volver a encontrarse que ya no sintieron ilusión o desilusión al compás de las olas, sino una especie de resignación mezclada con una inmensa ternura.

Uno de ellos amaneció en una fría playa de Alaska. Un niño lo encontró enredado con las algas entre las rocas y se lo guardó entre sus juguetes. Después lo tiró a la basura, pues el sol y la sal lo habían descolorido por completo.