NO TE VAYAS SIN DECIRTE QUE TE AMO

Imelda lloraba enternecida, rodeada de compañeros que sonreían tan enternecidos como ella; en el aire flotaba la tensión de las lágrimas contenidas. Abrió el paquete y sacó una preciosa pluma dorada en la que se leía: Tus compañeros que te echan de menos, junto a la fecha de ese mismo día. Dio las gracias y, tragando constantemente saliva, dijo: “yo también os echaré de menos a vosotros”. Otra compañera entró con un precioso ramo de flores. Imelda no pudo contenerse por más tiempo y derramó una lágrima. Los compañeros sonreían, satisfechos, buscando la emoción. Finalmente, Imelda lanzó un beso general para todos, descolgó el abrigo del perchero, se lo puso, se colgó el bolso, tomó el ramo de flores con una mano y la pluma dedicada por el otro y salió en busca de su nuevo destino. Un último giro de cabeza para un último vistazo al lugar que durante tantos años la había acogido. Echó a andar, casi cabizbaja, hacia la estación de tren.

Eduardo corrió hacia la puerta, salió afuera y miró hacia todas partes buscando a Imelda. La vio bajando las escaleras de la estación y corrió hacia ella. Al alcanzarla, gritó: “¡Imelda!”. Agarrándola por el hombro, la giró y mirándole a los ojos le dijo: “Imelda, yo... yo... hace ocho años...”. “¿Qué?”, dijo Imelda, y sus labios se prepararon para escucharle. “Te amo”, dijo, y allí mismo se besaron apasionadamente.

Todos los compañeros miraban por la ventana.

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