EL ABANICO PERDIDO

¿Dónde había puesto el abanico? Sin su abanico se sentía incompleta, como sin su rosario o sus guantes. Se quedó parada en el cerco de la puerta, dudando si atravesarla o dar un paso atrás, en tensión, con el movimiento tan en suspenso como el pensamiento, únicamente esperando el recuerdo oportuno, la memoria perfecta que le revelara el lugar en el que había colocado su abanico blanco. Oyó en el piso de abajo: “¡Vamos, Georgina, el cochero está esperando!”, pero no pudo dar ningún paso, solo girarse y volver la vista hacia el interior de la habitación para recorrerla de una ojeada, un barrido de izquierda a derecha pasando la vista por cada mueble, cada silla, butaca, repisa, sobre la alfombra, imaginando el interior del armario o los cajones de las cómodas y del tocador. Un repaso que no trajo consigo el desenlace, mientras se oía de nuevo otro “¡Georgina!” más severo al que se veía obligada a responder con un esperanzado “¡Sí, sí, ya voy!”, aunque sabía que no bajaría sin su abanico y eso le hizo permanecer una vez más en suspenso, sin saber qué nueva comprobación hacer, justo cuando su madre apareció subiendo las escaleras con rapidez, sofocada y a un mismo tiempo alterada, mostrando desazón en el rostro, inquietud en el ademán, agitación en el escote y en las manos su precioso abanico blanco.

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