O TODO O NADA

Cuando despertó sintió un picor muy fuerte en la mano. Sin llegar a abrir los ojos, entre el sueño y la vigilia, buscó su mano con la otra para rascársela, pero en el lugar donde se suponía que tenía que estar no había nada, tan solo la cama. Comenzó a palpar alrededor sin éxito; abrió los ojos de golpe: su mano había desaparecido.

Su madre dormitaba en un incómodo sillón rojo. Al oírle, estiró la cabeza. Levantando el brazo, él alzó su muñón vendado hacia su madre y la miró interrogante. Ella le dijo:

–Lo siento, cariño. No han podido salvártela.
–Pues entonces no debieron salvarme a mí –contestó.
–No seas bruto.
–Déjame, mamá. Sal, por favor.
–De eso nada.
–¡He dicho que salgas, zorra! ¡Todo esto es culpa tuya!

La madre salió llorando. Al momento se oyó un golpe y gritos. Su madre entró corriendo en la habitación. La ventana estaba abierta y no había nadie.

–¡Dios mío!

Corrió hacia la ventana y se asomó, morbosa, sabiendo lo que vería. Se giró y se quedó apoyada en la ventana, con la mirada perdida en dirección a la cama. Una enfermera entró corriendo y la apartó para asomarse.

–¡Pero cómo ha podido dejarle solo! –le reprochó.
–Yo... Yo... Me echó de la habitación –balbució la madre.
–¡Hombre, claro! ¡Pero no tenía por qué hacerle caso!

Otra enfermera, que acababa de entrar, reprendió a su compañera de un codazo. La madre se dejó caer en el sillón y se echó a llorar amargamente. Otra enfermera más entró en la habitación gritando: “¡Está vivo!”. La madre se levantó de un respingo y siguió a la enfermera a dondequiera que fuera. “Al parecer solo se ha roto la pierna”, le dijo. “Hubiera preferido que se rompiera la lengua”, contestó la madre, aún llorando.

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