LICUACIÓN

Hacía un calor infernal, un calor de mil demonios, un calor extremo, sofocante y asfixiante. Hacía tanto calor que no era posible tomar decisiones, ni cocinar, ni siquiera comer, mucho menos realizar movimientos. Un calor que hacía parecer imposible la vida. El calor era pegajoso y así, recostado en el sillón de su salón, aquel hombre tan rechoncho se había quedado, finalmente, dormido, pero el calor era tal que por más que al dormir su percepción de la temperatura bajase dos o tres grados no pudo parar de chorrear sudor por todo el cuerpo. Poco antes había ido, poco a poco, quitándose la ropa, primero la camisa, liberando las sudorosas axilas, luego el pantalón, que le aireó la entrepierna y la parte trasera de las rodillas; después se despojó también de los calzoncillos y ya no pudo continuar porque había quedado desnudo. Cuando entraron los enfermeros el sofá estaba completamente mojado y el hombre chorreaba tanto sudor que no había un solo poro de su cuerpo que no se hubiera ahogado en su propio líquido, que había cometido el error de no reponer bebiendo suficiente agua. El pelo estaba completamente empapado y goteaba sobre las sienes y hasta la barba estaba completamente empapada. La mano, que había quedado colgando fuera del sillón, goteaba, a través de un dedo, sobre el suelo, en el que había un pequeño charco. Fue como si hubieran comprado una escultura de hielo y se estuviera derritiendo.

–Mira –dijo uno de los enfermeros–, parece que aún está vivo.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque aún suda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario