EL BIDÓN DE LAS SORPRESAS

El administrador de la finca, después de una dura lucha con el director de instalaciones de la compañía por su derecho a un número determinado de plazas como residentes, habilitó por fin las plazas de la planta más alta del aparcamiento del edificio para los trabajadores de aquella empresa de saneamientos. Sin embargo, habiendo como había sido obligado a hacerlo, dejó el resto de la planta completamente abandonado. Papeles, bolsas, hojas secas, revoloteaban por la planta de un lado a otro sin encontrar nunca una escoba en su camino. La puerta olía fuertemente a orines; los trabajadores, en lugar de entrar por la puerta de entrada de peatones conteniendo la respiración, habían optado por abrir la puerta para vehículos a lo lejos con su mando a distancia y esperar a que estuviera abierta para entrar a la carrera. Dentro, tan solo habían sido habilitadas las quince plazas correspondientes a la empresa y el resto del lugar tenía un aspecto ruinoso y sucio. No había vigilancia, de modo que cualquiera podía entrar, aprovechando la salida de algún vehículo, para robar a su antojo y después salir empujando la puerta de emergencia. Los trabajadores se veían obligados a hacer las labores de vigilancia y esperar a que se cerrara la puerta tras ellos para asegurarse de que nadie entraba a robar. Sin embargo, poco a poco la vigilancia fue relajándose y, al fin y al cabo, quienes estaban saliendo no temían por sus propiedades, puesto que estaban saliendo con ellos, de modo que finalmente la puerta se abría y cerraba y quien quisiera podía entrar libremente.

Aquel día, al entrar, Mónica escuchó un ruido al fondo de la planta. Solo estaba iluminada la parte que ellos estaban ocupando, permaneciendo el resto en la oscuridad. Mónica miró hacia el fondo, donde solo se veían filas de columnas perfectamente alineadas entre oscuros rincones, y se dirigió hacia su coche, desestimando la posible presencia de un intruso, pero no pudiendo evitar apretar un poco el paso. Al llegar a la puerta se oyó otro sonido. Mónica afinó el oído: podría jurar que era un bebé. Volvió a asomarse entre las columnas y a lo lejos, en la parte izquierda del fondo de la planta, le pareció ver una pequeña luz. Entre intrigada y atemorizada dudó sobre qué hacer; finalmente, su mitad investigadora fue más fuerte que la temerosa y decidió acercarse despacio hasta la luz. Caminaba muy lentamente para no hacer ruido; conforme se acercaba, el sonido se hacía más nítido, pudiendo distinguirse sin duda el llanto de un bebé, mientras la luz, proyectando móviles sombras con su intensidad de altibajos, señalaba la existencia de una pequeña lumbre.

Cuanto más se acercaba tanto más lentos eran sus pasos; era como si su lado temeroso estuviera luchando contra el investigador, lo que aminoraba los avances de este. Cuando llegó al final del pasillo, asomó su cabeza lentamente y vio un bebé dentro de una caja de cartón cubierta con mantas que había sido habilitada a modo de cuna. Frente a él, en un viejo bidón crepitaban unas llamas de negro humo bajo las que ardían materiales indescifrables. No se veía a nadie más. Se acercó al bebé, cuyo débil llanto apenas llegaba a ser algo más que un lloriqueo, y pensó que quizá se encontrara tan débil que no tuviera fuerzas para llorar con más intensidad. Lo agarró con cuidado, sujetando su pequeño cuellecito como tantas veces había hecho con sus propios bebés; ya lo estaba arropando dentro de la manta y se giraba con intención de llevarse al niño al hospital cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza. Un sartenazo que le acababa de sacudir la madre del niño.

–Ahora tendremos que matarla y deshacernos de ella –dijo el padre.
–Y lo peor es que tendremos que buscar otro lugar, con lo bien que estábamos en este rincón –lamentó la madre.

Y, antes de echarla al llameante bidón junto con su vaciado bolso, le quitaron toda la ropa.

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