EL SABIO IMPOTENTE

Cuentan de un sabio que iba caminando por un sendero hacia la Gran Biblioteca del Mundo, donde todos los conocimientos tenían lugar. El sendero era irregular y estaba lleno de baches y piedras de tal forma allí dispuestas que el sabio constantemente tropezaba con alguna de ellas. Y ocurría que el sabio tropezaba, caía y se levantaba, pero volvía a tropezar, volvía a caer y volvía a levantarse; y así, tropezando, cayendo y levantándose, transcurrió gran parte del camino. Al fin, un día el sabio reflexionó hasta alcanzar una conclusión irrefutable: si al caer se levantaba siempre podría volver a caer, pero no así sucedería si no llegara a levantarse. Entonces tomó la determinación de permanecer en el suelo. De este modo no tendría que volver a caerse y solo tendría que habituarse a caminar arrastrándose por el sendero.

Y así lo hizo. El sabio avanzó, desde esta nueva perspectiva, por una buena parte del sendero, lógicamente, sin caerse. De este modo la propia experiencia le daba la razón. Pero un buen día sus ropas, a consecuencia del roce, terminaron por rasgarse y el sabio, al arrastrarse por el camino, ya no necesitó caerse para sentir el mismo dolor que antaño, en sus caídas pasadas, pues las piedras le raían la piel y se la llenaban de arañazos y, al continuar arrastrándose, su cuerpo no encontraba un respiro para curarse, antes bien sus heridas se hacían cada vez más y más profundas.

El sabio paró para reflexionar de nuevo. Entonces comprendió que, si observaba con calma el camino, podría ver las piedras antes de tropezarse con ellas y, apartándolas, continuaría su recorrido sin caerse. Y así lo hizo.

Aquel constante examen de la superficie por la que caminaba y ese otro constante detenerse a apartar las piedras le hacía avanzar tan despacio que el sabio comenzó a desesperar. Hizo una parada para reflexionar de nuevo y entonces se dio cuenta de que su exhaustiva exploración le había servido para reconocer las piedras nada más verlas y, en lugar de retirarlas del camino, reparó en que podía saltarlas sin encontrarse con ellas.

Y finalmente el sabio, saltando las piedras del camino, llegó hasta la Gran Biblioteca del Mundo, en Alejandría, justo un día después del gran incendio.

Y el sabio ya solo pudo dedicarse a analizar lo ocurrido y llegar a la conclusión de que quizá, y solo quizá, si hubiese continuado su camino como al principio, tropezando, cayendo y levantándose, habría logrado llegar antes a su destino y de que la prudencia solo sirve para perder el tiempo. Pero quizá entonces habría perecido bajo el fuego.

EL REINO BIPOLAR

La mujer torero pelaba patatas cuando un ruido la sacó de su aletargada tarea. Se acercó a la ventana, sin soltar el cuchillo, y se encaramó un poco para ver mejor. Por la colina, apurado y sudoroso, subía a grandes zancadas el hombre bala. Sonrió tiernamente. En el jardín, el hombre rana regaba las plantas mientras, con sus tijeras de podar, se entretenía en recortar las ramas con primor, como si de ella misma se tratase, la mujer barbuda. Junto a ellos, el hombre elefante y la mujer florero preparaban las mesas para comer. A la entrada, el hombre invisible pasaba el rastrillo por el césped retirando las hojas secas, las colillas, los papeles y otras inmundicias. En el salón la mujer fatal preparaba los cócteles para el aperitivo y el hombre lobo charlaba animadamente con la mujer vampiro. Había un innegable flirteo entre ellos.

Un poco más tarde, tan solo unos minutos, el hombre araña y la mujer pública regresaron, tras hacer algunas compras de última hora. En ese momento, como si hubiese estado esperándolas, el hombre objeto se acercó a la barbacoa y encendió el fuego.

El hombre mosca llegó hasta el equipo de música y encendió el aparato. Sonaba una canción de Hombres G ; tendió su mano hacia la mujer pantera y bailaron.

Comieron y bebieron. Rieron y bailaron. Era un precioso día de verano.

EL ESPÍRITU DÍSCOLO DE PITÁGORAS

Los frailes caminaban cabizbajos, en señal de humildad, por la acera del polideportivo. Para no levantar la vista perdían el tiempo contemplando los dedos gordos de sus pies, asomando alternativamente a cada paso por debajo de su hábito, ensartados en aquellas sandalias de cuero viejo. Dios, o algún otro personaje inspirado y perspicaz, colocó allí a aquella prostituta de enorme escote y minúscula falda para demostrar que solo uno de los ojos estaba pendiente de la humildad en la sandalia, mientras el otro, disimuladamente, por su rabillo, controlaba lo que había a su alrededor, de tal modo que, justo un par de metros antes de llegar hasta ella, los frailes, sin levantar la vista aparentemente de sus castigados pies ni siquiera para comprobar el tráfico en la calle, cruzaron en diagonal hasta la acera de enfrente y, nada más alcanzarla, volvieron a cruzar de nuevo, para retomar la acera dos metros después de la mujer, proyectando en su recorrido un imaginario triángulo rectángulo perfecto cuyo vértice en ángulo recto se encontraba en la acera de enfrente y, trazando la mediatriz hasta el otro lado de la acera, cortando en dos partes iguales la hipotenusa, la línea imaginaria acababa entre las piernas de la prostituta. Pero qué digo Dios, sin duda aquella broma fue obra de Pitágoras.

LA ACTITUD INEVITABLE

Bajo el cálido sol de la sabana, la jirafa me miró por encima del hombro.

EL ÚLTIMO DESEO

La vi pasar. Agazapado tras la esquina, observé sus curvas contoneándose, penduleando, hipnotizando las miradas; me perdí en su manera de echar hacia atrás los hombros, mostrando su escote como se muestra lo más importante en un escaparate, centrado, levantado y lleno de luz, cuyo movimiento al mismo tiempo empujaba hacia atrás también su lindo culito, como si su cuerpo fuera una “S” que se arquea para resaltar todas las partes que despiertan el sexo, por delante y por detrás, miradme, no importa quién me mire ni desde dónde lo haga porque soy toda sexo, toda para vosotros, miradme, imaginadme siendo toda vuestra, soñad conmigo, desnudadme, tocadme, poseedme en sueños, en vuestros sueños calientes y apasionados. Eso iba diciendo. Y yo apenas entiendo por qué tiene que ir así por la calle, por qué tiene que ir pidiendo a gritos que la miren y la deseen si solo me quiere a mí, si solo yo soy quien tiene que desearla y a mí me basta con llegar a casa y desnudarla y comprobar que están ahí todas sus curvas y sus eses, solo para mí, solo para mi deseo. Así que estaba allí escondido, mirándola, intentando entenderla, observando a todos los hombres que la iban mirando y sonreían con deseo, poseyéndola en sueños, imaginándola desnuda como ella quería, y, sinceramente, me estaba poniendo enfermo. Noté como me subía el calor a las mejillas, como mi corazón latía con fuerza empujando la sangre hacia mi cara y aún más lejos hasta llegar a mi cerebro, como se me calentaba la cara al tiempo que me empezaban a llegar hirvientes ideas llenas de violencia. Un hombre le murmuró algo al pasar y ella sonrió orgullosa. Maldita zorra. Apenas me atrevía a moverme de allí porque sabía que al salir de mi escondite la tarde terminaría en drama. Pero ella entró en el bar y la perdí de vista, así que me vi obligado a salir y acercarme lentamente, pero lentamente era una palabra imposible porque yo estaba apretando el paso para no perderme ni un segundo de sus pavoneos. La vi a través del cristal de la puerta, sentándose sobre la banqueta y dejando que se levantara su falda para dejar también las piernas al descubierto invitando a la vista a subir y bajar desde su entrepierna hasta sus zapatos de tacón alto, deleitándose, deteniéndose, una y otra vez.

Cuando me lancé sobre ella no sé qué iba diciendo, ni siquiera qué estaba intentando hacer; recuerdo que había por lo menos cinco hombres sujetándome y yo aún intentaba salir de aquel enredo de brazos apretando enérgicamente; recuerdo su cara de pánico que ya no sonreía; pero lo que más recuerdo es que a partir de ese momento ya nadie la miraba con deseo, sino con pena. A partir de ese momento fue mía, me perteneció más que nunca, porque me convertí en el único hombre que la deseaba.

Después ya nunca volví a verla.

EL GRILLO

Quería haberse acostado temprano, pero no tenía sueño, de modo que encendió el televisor y se sentó a ver un rato cualquier programa, buscando sus conocidas propiedades soporíferas. Pasaron casi dos horas y, viendo que no conseguía encontrar su sueño, decidió acostarse igualmente imaginando que antes o después su cuerpo se rendiría al poder de la noche. Ya en la cama, dando vueltas para buscar la postura, sintió un intenso dolor entre las cejas anunciándole una desagradable noche de insomnio. Entonces empezó a oírlo. El grillo sonaba fuertemente, bajo su ventana, en aquella habitación oscura y silenciosa, poniendo la aguda nota discordante que le prometía, además del insomnio que llevaba ya puesto junto al camisón, una noche estridente, odiosa. Tras unos minutos de esfuerzo por ignorar aquel irritante silbido, se levantó de la cama y abrió la ventana. Se hizo el silencio. El grillo descansaba en la cornisa baja de la balconada. Por eso —pensó asintiendo— lo escuchaba tan cerca y tan penetrante. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Creía que los grillos no volaban. En fin, solo tenía que echarlo, empujarlo fuera de su cornisa, y quizá eso le daría el silencio que necesitaba para quedarse dormida. Estiró el brazo, intentando llegar hasta él, agarrándose con fuerza al alféizar para no caer. Casi llegaba, tan solo le quedaban unos diez centímetros de nada. Estaba tan cerca... Levantó una pierna, imitando a los jugadores de billar cuando no llegan bien a la bola desde esas imponentes mesas de billar inglés, pero aún quedaba un poquito para alcanzarlo y el grillo, bien por no apreciar en la oscuridad de la noche el dedo acercándose hasta él o quizá por ser consciente de esa pequeña distancia que lo salvaba de una nocturna agitación que no fuera la de frotar sus alas, no movió siquiera una antena. Sin darse cuenta, casi como les ocurre en ocasiones a los propios jugadores —los malos— fue levantando el otro pie hasta estar totalmente encaramada a la ventana. Para asegurarse mejor, apoyó el pie izquierdo en el cristal, como si fuese a escalar una pared lisa. Ya solo faltaba un centímetro para llegar, era evidente que estaba a punto de conseguirlo. Respiró hondo e hizo el último esfuerzo por estirar su dedo hasta sacudir hacia un lado al animal y verlo precipitarse cuatro pisos hacia abajo, sin llegar nunca a perder su imagen, como si la guiara y precediera en su propia caída, porque estaba cayendo a continuación perdiendo el apoyo del pie izquierdo que resbaló del cristal y se levantó hacia atrás sacando su respingón culo hacia fuera y haciéndole caer, en posición vertical, sentada en el suelo, cuatro pisos más abajo.

Ya en el hospital, entre sueños, recordaba la caída del grillo a toda velocidad, pero la suya propia como si hubiese ocurrido muy lentamente. En su delirio, rodeada por su familia y delante de la enfermera, levantó la cabeza, abrió los ojos y preguntó: “¿Cómo está el grillo? ¿Sobrevivió?”.

CUALIDADES ENFRENTADAS: LA GENEROSIDAD FRENTE A LA MODESTIA

-Tómelo. Es suyo.
-Oh, no, muchas gracias, de veras. Es demasiado para mí, no puedo aceptarlo.
-¿Demasiado? No se preocupe, usted lo merece. Tómelo.
-De verdad que no, me hace usted sentir sofocado.
-Pero es que yo quiero dárselo, insisto.
-Y yo insisto en que es demasiado, por favor, se lo ruego.
-Lo dejaré aquí y, si camba de opinión, aquí seguirá para usted -zanjó, levantándose de la mesa en un acto de desapego.

Tres años después alguien lo encontró en el trastero.

-¿De quién es esto? ¿Puedo quedármelo? Es perfecto para mi hijo -dijo, y lo guardó sin esperar respuesta.

CUALIDADES ENFRENTADAS: LA IGNORANCIA FRENTE A LA ARROGANCIA

“Usted no sabe quién soy yo”, dijo, y era cierto, pues no tenía ni idea de quién era.

NO ERA UN JUEGO

Salieron corriendo del colegio. Parecían huir despavoridos de la educación como si de una deflagración se tratase. Pepín y su amigo se fueron calle abajo hasta llegar a la casa de Pepín. Verlos correr, tan flacos y chiquitos, con aquella enorme cartera, resultaba agotador. Llegaron a la casa. Pepín sacó las llaves y abrió con soltura, acostumbrado a bastarse a sí mismo en aquella enorme familia en la que todo el mundo tenía siempre algo que hacer. Pepín había tenido que acostumbrarse a hacerse todo él solo, lo que le hacía sentir adulto. Y eso le enorgullecía, de modo que su forma de sacar las llaves de la cartera y abrir la puerta de la casa le daba un aire de arrogancia frente a su amigo. “¡Vamos!”, le dijo al abrir, y entraron. Pepín tiró la cartera a la entrada e hizo un gesto a su amigo para que la tirase junto a la suya. Un hombre fuerte y alto se cruzó con ellos. “¿Ya estás aquí, Pepín? ¿Tan tarde es ya?”, dijo, y desapareció por la puerta de la cocina. Pepín y su amigo atravesaron el pasillo hasta llegar al salón, donde una mujer mostraba prendas de ropa a otras tres mujeres más. La mujer miró a Pepín y su amigo y continuó vendiendo su género sin hacer siquiera un gesto. Pepín salió del salón por la otra puerta, que daba a otro pasillo. Al abrirla chocó con otro hombre: “Eh, ten cuidado, bribón”, le dijo aquel hombre, sujetándolo de la cabeza, que le quedaba a la altura de la cadera, para pasar hacia el salón. Sonrió a su amigo, mostrando sus dientes ennegrecidos. Pepín entró al pasillo y giró a la derecha para llegar hasta la habitación. Otra mujer, de más edad que la anterior, se asomó por otra puerta. “¡Pepín, no te escondas en el cuarto, hay que ayudar con la comida!”, dijo, pero Pepín guiñó el ojo a su amigo, ignorando las órdenes, y entró en la habitación. La habitación estaba vacía; únicamente cuatro muebles de camas abatibles ocupaban una de las paredes. De las otras tres paredes colgaban, colocados a todas las alturas y posiciones, montones de pequeñas barras clavadas en ángulo a modo de gancho. Pepín abrió un cajón de uno de los muebles-cama, sacó un rollo de cuerda fina y comenzó a enganchar la cuerda entre las varas de la pared realizando un laberíntico dibujo que atravesaba toda la habitación. Su amigo lo miraba asombrado. La mujer que le había reprendido asomó de nuevo. “Ah, estás aquí tú también”, dijo al amigo, como si aquello cambiara la situación. Señaló a Pepín con el dedo y continuó hablando. “Nos tiene hartos con este juego que se ha inventado. Su padre le consiguió una consola y ni siquiera la ha encendido. ¿La quieres? Seguro que te la regala, no le interesa lo más mínimo. Está todo el día con sus cuerdas jugando a colarse entre ellas sin tocarlas”. El amigo sonreía, con fingido interés, sin hablar, mientras observaba atentamente como Pepín comenzaba su juego.

Diez años más tarde, el amigo de Pepín veía las noticias cuando hablaron de un importante robo en un museo. Al mostrar las medidas de seguridad que el ladrón había esquivado, un experto explicaba la colocación de los sensores de movimiento en las habitaciones, ilustrándolo con un dibujo de líneas rojas entremezcladas cruzando las paredes. Nada más ver aquel dibujo, el amigo de Pepín supo quién había sido el autor del robo. Involuntariamente, dejó escapar una risa cómplice, pues él también había llegado a atravesar de niño, en aquel juego, aquellos mismos detectores.

NÚMEROS QUE BAILAN (ejercicio de surrealismo)

Las vacaciones estaban programadas para doce días, pero seis sueños se le repetían como pesadillas haciéndole beber agua cuatro veces en aquel escaso periodo de tiempo en el que dos amores le llenaron la cabeza de pájaros. Sin embargo, todo podía haber sido mucho peor, porque tan solo sumando el número uno a su situación habría entrado en una rueda de trece días de vacaciones en la que siete sueños se le repetirían como pesadillas y por más que bebiera agua cinco veces en aquel escaso periodo de tiempo no conseguiría evitar que tres amores le llenaran la cabeza de pájaros. Quizá si restara uno se encontraría con que, en once días de vacaciones, cinco sueños se le iban a repetir como pesadillas haciéndole beber agua tres veces en aquel escaso periodo de tiempo en el que un amor le estaba llenando la cabeza de pájaros, pero si aún restaba otro más entonces en las vacaciones, de diez días, solo cuatro sueños se le repetirían como pesadillas, haciéndole beber agua únicamente dos veces, pero habría perdido el amor. Y si iba restando después dejaría de beber agua para lograr evitar que los sueños se repitieran como pesadillas, pero entonces sus vacaciones tan solo durarían dos días.

Y esa es la esencia de la vida: renunciar o resistir.