EL ÚLTIMO FRANKENSTEIN

Al poco de empezar a salir, un día fui a besarte el cuello y vi la cicatriz. Rodeaba todo tu cuello, fina, perfecta, delimitándolo como si alguien te hubiese cortado la cabeza e inmediatamente te la hubiera vuelto a unir. Apartándome hacia atrás para encontrar tus ojos, te pregunté: “¿qué te pasó?”, siguiendo suavemente con el dedo la línea de la cicatriz alrededor del cuello. “Nada”, me dijiste, y tu respuesta, fría y seca, me perturbó.

Nunca querías hacer el amor en la cama, como todo el mundo. Llevábamos ya tres meses juntos y nunca te había visto desnudo. Entonces empecé a obsesionarme con esta peculiaridad y cada vez que empezábamos a besarnos y nos dejábamos llevar, con ese ímpetu que siempre nos envolvía, intentaba entre besos abrirte la camisa o bajarte los pantalones, pero siempre me sujetabas las manos, las empujabas hacia atrás, me aprisionabas y, sin dejarme apenas reaccionar, me penetrabas, y aquello, para qué negarlo, me excitaba mucho. Pero después del orgasmo me tumbaba y volvía a mis pensamientos, volvía a no entender a qué podía deberse aquel misterio; tu apariencia era buena: eras de espalda ancha y cintura estrecha, no estabas demasiado delgado ni demasiado gordo, tampoco se apreciaban las desproporciones propias del paso del tiempo: no tenías barriga, no parecías estar blando, sino fuerte y musculoso. No se adivinaba bajo tu ropa ningún defecto que te impidiese desnudarte y exhibir tu cuerpo. Yo no me atrevía a decirte nada, porque pensaba que tenías que tener algo que te torturara mostrar, alguna quemadura, alguna mancha de nacimiento, algún exceso de vello escondido, qué sé yo; barajando todas las posibilidades me incliné, finalmente, por alguna enfermedad dermatológica como el vitíligo, la urticaria o la psoriasis. Y para distender un poco y soltar tu silencio comencé a hablar de las enfermedades de la piel con despreocupación, como si me importaran un bledo, con la esperanza de que te animaras a confesarme tu secreto.

No supe si era la necesidad que provoca el amor de ser sincero, de confiar en el otro, o en realidad que tanta insistencia acabó por hacerte consciente de que había que dar un paso hacia alguna parte y resolver el enigma, pero aquel día, con un gesto extraño, entre distante y preocupado, me dijiste que ibas a quedarte a dormir como si confesaras haber cometido un asesinato. Cuando entramos en el dormitorio apagaste corriendo la luz que yo acababa de encender y, a oscuras, mientras nuestras pupilas se adaptaban buscando, entre el negro, algún claroscuro, comenzaste a quitarme la ropa y colocándome las manos en tu camisa me invitaste a desnudarte. De repente me puse muy nerviosa; mis manos temblaron como si fuera la primera vez al desabrocharte los botones y, en la penumbra, mientras te bajaba los pantalones, busqué en tu cuerpo sombras que marcaran las manchas de tu piel sin encontrarlas, antes bien todo tu cuerpo se entreveía tan hermoso que me enamoró pensar que lo habías estado escondiendo para que tu atractivo externo no bloqueara el que había, sin duda, en tu interior.

La pasión de poder tocarnos por todas partes llenó toda la habitación de ternura. Fue como si todo el cuerpo llegara al éxtasis: cada poro, cada parte, cada rincón de la piel sintió la llegada del final como si estallara hacia dentro, apagándose lentamente, como se apaga el amor: con una llama encendida. “Tengo algo que decirte”, pronunciaste, casi en un susurro, de pronto. Pero, en vez de hablar, alargaste el brazo hasta la lámpara y pulsaste el interruptor. Mis ojos, al contemplar cada cicatriz, primero la del cuello, ya conocida, pero luego las de los brazos, las muñecas, el pecho, la cintura, el pene, las piernas y los pies, y al ver los cambios en el tono de la piel de cada miembro, de cada parte, se fueron abriendo, con mi boca, hasta desencajarse, y el pánico me inundó, impidiéndome emitir, no solo sonidos, sino el más mínimo razonamiento que me ayudara a racionalizar lo que estaba viendo. “Sí, soy yo, soy lo que estás viendo y lo que imaginas. No soy nadie y soy muchas personas al mismo tiempo, pero sobre todo soy otro, soy la respuesta a la pregunta de otro, soy lo que otro ha decidido hacer de mí. Soy el horror con que me miras, el horror con que me mira cualquiera que vea lo que soy; soy la desgracia más completa, el desprecio más grande por lo que más se admira: la vida. Soy el monstruo resultante del maldito sexto experimento. Soy el último Frankenstein”, dijiste, y rompiste a llorar un momento antes de agarrarme del cuello y apretarlo fuertemente hasta hacer desaparecer mi gesto de pavor para siempre del único modo posible.

EL SABIO ACORRALADO

Cuentan de un sabio que acostumbraba a rodearse de adeptos sedientos de consejo. Cada día se sentaba en la fuente de la plaza mayor y sus adeptos lo rodeaban esperando descubrir, en alguna de sus sabias frases, el secreto de sus anhelos. Como buen sabio, cada día había de dar a sus discípulos un consejo nuevo tan válido como el del día anterior, manteniendo de este modo su buenísima reputación. Al principio todo fue sencillo, pues antes de ser sabio había sido filósofo, y antes de ello aprendiz, y antes aún joven inquieto y afanoso. Por lo tanto, en su mente refulgían tantas ideas profundas sobre las que basar sus sabios consejos que no tuvo ninguna dificultad en ganarse el cariño y la admiración de sus seguidores.

Pero un día el sabio se levantó y no supo qué iba a decir cuando llegara a la plaza. Se sentó en su diván, preocupado, y reflexionó acerca de lo que iba a decir, pero no se le ocurría nada. De pronto recordó una frase de Cleóbulo de Lindos, uno de los siete sabios de Grecia, que decía: “Si eres rico no seas orgulloso y si eres pobre no seas humilde” y se dio cuenta de que la frase encerraba una máxima mayor, que es la invitación a la moderación. De este modo, podría construir cualquier frase consistente en aconsejar a cualquier persona, según su oficio, su constitución o su carácter, no exagerar su característica principal, y siguiendo esa fórmula podría dar consejos indefinidamente, de tal modo que pudiera decir, por ejemplo: “si eres fuerte no luches”, o “si eres hermosa no te maquilles”, o “si eres desgraciado no llores”, y siempre el resultado sería aceptado y aun admirado por el auditorio. Fue como descubrir su filón de oro.

Y así vivió durante años teniendo siempre una frase para sus adeptos que los iluminase en el camino de la moderación, aumentando tanto el número de admiradores como su fama de gran hombre.

Un día, sentado en la plaza, rodeado de sus oyentes, dijo: “si eres bueno, no concedas”; todos asentían cuando un hombre enjuto, sin apenas cabello sobre su cabeza, mal vestido y peor aún aseado, se levantó y dijo: “Y si eres sabio, no aconsejes”.

Y aquí termina esta historia.

LOS CIEN AUGURIOS

Previó que llovería incesantemente durante cuarenta días con sus cuarenta noches; anunció las diez plagas de Egipto; identificó a los siete sabios de Grecia; vaticinó la construcción de las siete maravillas del mundo; reconoció a los cuatro jinetes del Apocalipsis; predijo, uno a uno, los once asesinatos de Jack el Destripador; nombró a los doce del patíbulo; advirtió de los ocho matrimonios de Elizabeth Taylor y, finalmente, un minuto antes de morir, supo que estaba a punto de ocurrir y aún tuvo tiempo de augurar su propia muerte.