CRIANDO MALVAS

Dicen que hubo una vez un hombre, hace mucho tiempo, en un lugar remoto, que en una época de penurias se alimentó de las malvas que crecían salvajes en un campo que había cerca de su vieja cabaña. Cuando murió, fue su deseo ser enterrado en aquel campo de malvas, para agradecerles, siendo él su alimento, el favor que ellas le habían hecho alimentándolo a él.

CONFESIONES DE UN MUERTO RECIENTE

La muerte es blanda. Ahora lo sé porque he muerto hace diez minutos y he podido comprobarlo yo mismo. Es lo único que solo puede comprobar uno mismo, supongo; volver a la vida no sirve de nada porque los médicos y otros científicos interpretarán los hechos como impulsos eléctricos post mórtem o momentos infinitesimales anteriores al despertar en los que ya estamos vivos pero creemos estar aún muertos y eso nos hace confundir la vida con la muerte. Puede que todo eso sea cierto, por otra parte. Porque yo estoy muerto y ahora lo sé, ahora estoy completamente seguro de mi muerte y de que esto que estoy contando será interpretado como el desperdicio imaginativo de otro antes que como mi propio ser invadiendo la mente de ese otro para dictarle las palabras que lo expliquen todo.

Pero a lo que iba: la muerte es blanda. No es una blandura como la de una magdalena, o la de una esponja, o la de un almohadón; no se parece a nada que haya tocado antes, pero es blanda. Es blanda porque se amolda y se escapa, porque resbala y cambia de forma y tamaño con solo apretarla un poco, porque se encoge y aplasta con facilidad, pero su blandura no es táctil, sino metafísica; yo diría que es una blandura absoluta.

Por fuera la rigidez es indiscutible, aunque por fuera todo es discutible, hasta mi propia rigidez, que comparada con la de una viga de acero me convierte en la babosa de la rigidez; pero por dentro todo es blando, se estruja, se deja caer y luego se alza, se mueve sin rumbo, como los niños en los castillos inflables.

Hace diez minutos que he muerto y ahora estoy aquí, inmerso en esta blandura. Nadie parece dispuesto a indicarme cuál será el último paso. Y, sea cual sea, no me siento preparado para darlo. Quizá sea mejor volver, se me ocurre de pronto, y como si alguien hubiera escuchado mis pensamientos desde algún lugar aún más blando que mi propia muerte, comienzo a oír cómo se interrumpe el hasta ahora constante pitido de mi monitor cardiaco y me doy cuenta de que acabo de regresar. Y sé que nadie va a creerme.

EL APAGÓN

Cuando era niño hubo un apagón en el edificio. Mamá y yo estábamos en el salón viendo la televisión. Yo me había tumbado apoyando la cabeza sobre sus piernas y jugaba al escondite con la vigilia y el sueño, abriendo los ojos de vez en cuando para intentar retomar el argumento de la película sin conseguirlo. Cuando se fue la luz, mi madre me agarró de la cabeza y la apartó para levantarse. “Voy a por velas”, me dijo. Yo pensé, probablemente influido por la película: “ahora todos moriremos”. Mamá tardaba mucho, pero afortunadamente hacía mucho ruido, de modo que en todo momento yo sabía dónde estaba y en qué mueble estaba buscando y eso me ayudaba a permanecer tranquilo durante la espera.

Tumbado boca arriba, sentía como si mi cabeza se hubiese caído hacia atrás, al faltarme las piernas de mi madre. Intenté adaptar la vista a la oscuridad, reconocer todo lo que me rodeaba únicamente por la forma de su sombra. Fui repasando el negro trapecio que formaba la lámpara, la rectangular librería, la redonda mesa, las sobresalientes sillas, el aovado televisor. Cada forma me devolvía el recuerdo del objeto iluminado. Al llegar hasta la puerta del pasillo de entrada pude ver una sombra cuya forma reconocí al instante. Era una figura humana. Llevaba un sombrero y un abrigo. Estaba allí de pie, silencioso, apoyado en la puerta. Aunque no se veía la sombra de sus ojos yo sabía que me estaba mirando. No me moví. Continué esperando a mamá como si en aquel lugar no hubiera más sombra que la de la propia puerta entreabierta. De la sombra se levantó una mano hacia la cabeza y saludó, tocando con dos dedos juntos el ala del sombrero. Yo también toqué mi cabeza con dos dedos, imitando su despedida. Entonces se marchó y al momento volvió la luz y mamá dejó de buscar las velas.

Así era papá.

EL EFEBO

Paseando ante las estatuas llega hasta la de un efebo. Se acerca, lo mira bien, casi lo examina, le acerca los dedos como si lo acariciara, sin tocarlo. Después gira la cabeza a los lados esperando no encontrar ningún vigilante y finalmente lo besa en la boca. Su beso es largo, cálido y blando, pero el efebo permanece inmóvil; sus labios son fríos y su mirada indiferente.

–Amor mío, no quisiera tener que culpar al mármol de tu desgana; bésame con más ardor, dame todo tu ser, arde por dentro como arde mi alma al verte. Bésame como si fueras a despertar, como si dentro de ti descansara el corazón de un ser humano –dice en voz alta. Y lo besa de nuevo. El vigilante entra y la encuentra agarrada a la estatua del efebo, fundiendo sus labios con los labios de mármol y acariciando sus marmóreas orejas con sus delicadas manos. El vigilante sabe que debe apartarla de ahí, pero no se siente capaz. Prefiere salir a buscar ayuda pues prevé una escena de agitación, gritos y camisa de fuerza.

Cuando vuelve la mujer aún sigue besando al efebo. Dos guardias lo acompañan. Sin decir ni una sola palabra agarran a la mujer por los brazos y la levantan, apartándola del efebo lentamente hasta quedar solo sus labios unidos a los de él y dar el último tirón. Ella cierra los ojos, agacha la cabeza y se deja arrastrar, sin hablar, por los guardias. El vigilante la ve alejarse y respira aliviado.

Al volverse a mirar al efebo arquea las cejas, sorprendido. ¿Sonreía antes esta estatua? Corre hasta su puesto y abre el catálogo nervioso. Sí, sonreía levemente, tan levemente como ahora continúa sonriendo. Y le angustia el hecho de haber creído posible por un momento que un efebo de mármol sonría después de un apasionado beso.

LA SECTA

Al examinar bien a la niña descubrieron que en la espalda tenía grabadas a fuego unas extrañas señales. Aún no habían curado; quedaban costras y en algunas zonas las heridas estaban aún blandas y serosas. Parecían símbolos de un alfabeto desconocido, de modo que consultaron los libros de Alfabética, los silabarios, idearios e ideogramas, los grafemas, los hanzi, hanja, kanji, los hiragana, los katakana, las tipologías y los símbolos internacionales, los alfabetos bengalíes, los guyaratíes, el Kannada, el Malayalam y el gurmukhi, los caracteres, en definitiva, indios, tibetanos, coreanos, árabes, cirílicos, georgianos y glagolíticos, los alfabetos rúnicos y hasta los cherokees. No encontraron ningún símbolo similar a aquellas dos marcas en la espalda. Entonces consultaron los libros de las distintas ganaderías y escudos de las familias de aquella zona y fueron ampliándola hacia otras zonas cercanas hasta el agotamiento.

Finalmente decidieron emprender su investigación por otros caminos y se centraron más en el entorno de la niña: la familia, las amistades, los lugares que frecuentaba y otras habituales líneas de investigación. Nada.

Perdida la esperanza de hallar al culpable, el comisario abrió una caja para guardar toda la documentación relativa al secuestro y comenzó a colocar los papeles. Agarró la carpeta con las fotografías y, al meterla dentro de la caja, se cayó una de las fotos sobre la mesa. Era una foto del dormitorio de la pequeña Lizzy. En la librería había tres libros de cuentos: uno de ellos tenía dibujados en el lomo aquellos malditos símbolos.

El comisario agarró la fotografía y salió deprisa hacia la casa. Llamó a la puerta; no había nadie. Ahí estaba el dilema: ¿debía esperar o buscar una forma de abrir la puerta y entrar sin permiso? Se debatía entre las dos posibilidades cuando vio una sombra pasar ante el agujerito de la mirilla. Llamó a la puerta incesantemente, pero aquella sombra no parecía querer abrirle. Sin pensar, tomó impulso y dio una patada en la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se abrió. Entró con el revólver en la mano, girándose bruscamente a ambos lados para no ser sorprendido. Escuchó un ruido a su derecha y entró por el pasillo. En ese momento se dio cuenta de que debía haber avisado pidiendo refuerzos.

Al final del pasillo estaba el cuarto de Lizzy. Dentro, los padres de la pequeña Lizzy, su tía Marjorie y cuatro desconocidos rodeaban un círculo delimitado en el suelo por una especie de alfombra tejida en círculos concéntricos de infinitos colores. La madre de Lizzy le sonrió sin hablar. El comisario entró; instintivamente se le ocurrió mirar hacia la estantería que había visto en la fotografía para comprobar si aquel libro estaba allí. Justo antes de ver que no estaba escuchó tras su cogote: “lo siento, señor comisario” y un golpe en su cabeza le robó el conocimiento.

Cuando despertó estaba sentado sobre sus pies, con la cara contra sus rodillas, mostrando su espalda desnuda, en el centro de aquella extraña alfombra. Cuando fue a moverse descubrió que estaba atado de pies y manos. Intentó revolverse, pero también le habían atado el cuello a las rodillas y estas, a su vez, parecían estar atadas al suelo de alguna extraña forma. No podía siquiera levantar la cabeza para distinguir a sus agresores. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver su arma sobre la mesa. En ese momento sintió un terrible dolor en la espalda seguido de un desagradable e intenso olor a carne quemada. A pesar de su desgarrado grito, los asistentes no parecieron incomodarse, antes bien repitieron una vez más la operación. Comprendió que estaban marcándolo con aquellos símbolos que había visto antes en la espalda de la pequeña Lizzy. Después se desvaneció.

Despertó de nuevo al abrirse la puerta del maletero de aquel coche y entrar la luz del sol directamente contra sus ojos. Dos hombres lo sacaron, uno agarrándolo por los pies y el otro por las rodillas, como si fuera un mueble. Aún estaba atado como al principio. Lo llevaron hasta la cuneta y lo lanzaron contra la pendiente, por donde cayó rodando y descendió hasta el final del barranco. Nuevamente perdió el conocimiento. Despertó por tercera vez al sentir los pinchazos de los cuervos que picoteaban las heridas de su espalda. Intentó moverse, pero no lo consiguió. Tenía sed y la espalda le dolía profundamente.

En ese momento comprendió que era allí, en aquella cuneta, con aquella espalda marcada y arañada, con aquellas cuerdas sujetando sus manos hacia atrás y su cuello a sus rodillas, donde iba a acabar todo. Hizo un esfuerzo por ver más allá de lo que le permitía aquella cuerda y llegó a levantar la cabeza e incluso girarla hacia la izquierda. Allí vio, junto a él, a otro hombre en la misma postura, atado igualmente de pies y manos, con el cuello sujeto a sus rodillas, con la espalda desnuda y los dos símbolos grabados en su espalda, pero los cuervos se los estaban comiendo. Largos churretes de sangre seca caían desde su espalda hasta el suelo de paja y barro. El hombre parecía muerto, pues tenía los ojos abiertos y fijos en el horizonte y no parpadeaba. Un cuervo se posó sobre su cabeza y comenzó a picotearle uno de aquellos ojos fijos. El comisario, asqueado, quiso apartar la cabeza, pero al girar la barbilla se le había quedado la cara encajada hacia la izquierda y ya no podía recuperar la postura.

El comisario tuvo que contemplar, antes de morir, su propio final en las carnes del otro tipo.

CANCIÓN DE LA BORRACHERA INDIGNA

Y tú me tiraste la copa de ajenjo
y oscura la noche cayó sobre mí;
lamiendo la copa descendí hasta el suelo;
por seguir bebiendo el suelo lamí.

Tírame la copa, que a mí no me importa;
tírame la copa y la tuya hurtaré.
Porque es el ajenjo agua deliciosa
que no ha de tirarse ni por un traspié.

Bebamos, hermano, bebamos ahora
que el dinero dura; después llegará
con nuestra pobreza nuestra mala hora
durmiendo en la calle con indignidad.

FUNDIDO EN NEGRO

Era un día normal como otro cualquiera. Despertaron las crías de gorrión y su estridente piar formó una musical histeria celeste; despertaron las mujeres y sus cafeteras dejaron escuchar silbidos de agua hirviendo; despertaron los rudos hombres del campo y el tintineo de sus copas en el bar les dio su primer brindis solitario. El día transcurrió con normalidad. Todas las cosas estuvieron donde se esperaba que estuvieran. Todas las acciones se realizaron tal y como estaba previsto. A media tarde todo parecía haber ocurrido; ya no quedaba nada pendiente que hubiera que dejar para el día siguiente.

El mundo, horrorizado, pudo ver cómo todo a su alrededor se volvía negro justo antes de desaparecer.

Solo una pareja permanecía aún iluminada, esperando el momento de terminar con un último beso. Se miraron y, aun sabiendo que al terminar su tarea serían tragados por la oscuridad, no pudieron evitarlo.

Y así acabó todo.