LA MALDICIÓN DE LOS INSECTOS PELUSA

No recuerdo cuánto tiempo llevaba viviendo en aquella casa cuando mamá apareció. Me había mudado hacía meses, pero no sabría decir si dos o quince. A juzgar por la cara de mamá el número era más cercano al quince que al dos.

Recorrió escandalizada todas las habitaciones. Reconozco que hasta ese momento no se me había ocurrido observar la casa como si estuviera en un maldito museo y mucho menos para darme cuenta de que estaba sucia y limpiarla, algo sobre lo que ni siquiera había reflexionado en esos momentos que todos dedicamos a reflexionar en la adolescencia sobre las cuestiones que nos resultan esenciales para vivir. Mamá fue elaborando verbalmente y a toda velocidad una interminable lista de tareas que yo había omitido: abrir las ventanas o, como ella dijo, ventilar, barrer, fregar, limpiar el polvo, pasar la aspiradora, lavar las cortinas, las toallas, las sábanas, recoger la ropa del suelo, limpiar los cristales, tirar los envases vacíos al cubo de basura, junto con los alimentos podridos de la nevera. Tantas y tantas cosas que comenzó a agobiarme escucharla, con ese tono que empleaba para el reproche, lleno de altibajos, yendo del agudo al grave y del grave al agudo como hace la soprano para calentar la voz, que no sabe uno a qué atenerse, si al momento en el que la voz desciende y se agrava, adquiriendo un tono más melodramático, o a ese otro momento en que la voz va escalando notas hasta llegar al agudo más molesto, volviéndose pura histeria e incontrolable nerviosismo. Es cierto que me avergonzó un poco escucharla al principio, cuando el sonido era más grave, pero después me dejé llevar por esos estridentes agudos y comencé a mirarla con desagrado. Se agachó a recoger una pelusa del suelo, que se escapó volando como si intuyera su destino, y eso me hizo saltar.

Jurándole en falso que limpiaría sin falta fui avanzando con ella, casi empujándola, hacia la puerta. Cuando por fin cerré, miré a mi alrededor y los ojos de mi madre invadieron mi mente haciéndome ver toda la mierda que me rodeaba. Las pelusas estaban por todas partes, en el suelo de todas las habitaciones, pero incluso en los muebles y sobre la ropa. Por un momento tuve la sensación de que se movían por sí mismas, de que tenían vida propia, y un instinto dormido, sin duda proveniente del gen materno, me impulsó a limpiar. Fui hasta la cocina en busca de la escoba pero al entrar vi una cerveza que había abierto al llegar mi madre y al agarrarla y beber un trago todos aquellos genes bajaron con ella por mi garganta, licuándose, de modo que me giré y volví a mi habitación sin hacer nada.

A media tarde pensé: “mañana sin falta limpio el apartamento”. Lo que no sé precisar es si lo dije en voz alta, lo cual explicaría sin duda por qué ocurrió todo. Después, la imprescindible ejecución de las mil estúpidas tareas que surgían cada vez que me sentaba frente al ordenador me mantuvo despierto hasta las tres de la mañana.

Llevaba aproximadamente una hora durmiendo cuando sentí unos pinchazos que derivaron mi sueño hacia una visita al acupuntor. Era un doctor chino delgado, de rostro enjuto y huesudo y nariz afilada, que sonreía sin cesar. La habitación era muy oscura y apenas se apreciaban algunos detalles: farolillos rojos de papel seda, cordones dorados, tapices con paisajes acuáticos y letreros con grafías chinas expresando cualquier concepto quizá relacionado con la acupuntura. El acupuntor se había colocado una aguja entre cada uno de los dedos y se acercó a mí con la misma postura con la que un pianista se acerca al piano justo antes de dejar caer sus manos sobre las teclas: Sol, Sol, Sol, Re#, Fa, Fa, Fa, Re, con fuerza y al mismo tiempo con armonía y dulzura. Tumbado en la camilla, no podía evitar sonreír igual que él, de forma involuntaria, como si me hubiese contagiado y al mismo tiempo porque los pinchazos de las agujas –había vuelto a colocar entre sus dedos una nueva dosis y la dejaba caer nuevamente, esta vez sobre mis piernas– me hacían cosquillas, de modo que en cada compás de aquella singular sinfonía –no sabría decir si realmente escuchaba la quinta sinfonía de Beethoven o me la estaba imaginando, aunque poco importa, puesto que estaba soñando– primero sentía una punzada y después un suave hormigueo. El doctor chino, si es que era un doctor, habida cuenta de la diferencia de opiniones que existe sobre la acupuntura en cuanto a su base científica y su efectividad terapéutica, continuó clavándome agujas sin descanso. Llevaba ya un buen rato cuando decidí abrir los ojos, pues sospechaba que mi cuerpo se asemejaba a esas alturas al de un erizo con un ataque de pánico. Abrí los ojos –después comprobé que en realidad lo que había hecho era soñar con abrirlos– y contemplé horrorizado un cuerpo absolutamente plagado de agujas que lejos de parecer el de un erizo más bien recordaba a una alfombra de clavos o a uno de esos juegos “pin art” que son como una cama de clavos que cuando uno los aplasta, dependiendo de con qué y cómo lo haga, adquieren diferentes formas. El acupuntor se giró y al mirarme de pronto su sonrisa me pareció una sonrisa maléfica, lo que me arrancó un grito que me hizo despertar.

Al abrir los ojos, casi aliviado al descubrir que se había terminado la pesadilla, noté el mismo dolor que cuando estaba en el sueño y me miré buscando la explicación. No veía bien, pues la oscuridad de la noche me negaba una buena iluminación, pero estaba recubierto de algo oscuro y blando como el algodón, excepto que ese algodón se movía y su movimiento me provocaba aquellos pinchazos; era como si me hubiese crecido el vello desmesuradamente mientras dormía y el propio vello se me estuviera clavando en la carne. Se escuchaba un desagradable y constante crujido salivoso como el que se escucha cuando alguien come cerca de nosotros. Alargué la mano y encendí la luz. Todo mi cuerpo estaba invadido por asquerosas pelusas. Me levanté y me sacudí sobresaltado, asqueado y confuso. Las pelusas cayeron al suelo y se apartaron como si se alejaran de mí. Una de ellas continuaba pegada a mi pierna y cuando me acerqué a quitarla descubrí que estaba clavada en ella, como si se hubiese insertado debajo de mi piel. Me acerqué para verla mejor y entonces encontré entre los pelos y el polvo un minúsculo rostro animal, con unos desagradables y abombados ocelos negros y una pequeña boca que me estaba mordiendo la piel. Aterrorizado, sacudí aquella pelusa y me eché hacia atrás para ver la habitación casi desde la puerta: había pelusas por todas partes, incluso por la pared, y no era mi imaginación: se estaban moviendo.

El médico comenzó por atribuirme gratuitamente un episodio psicótico que me indujo a autolesionarme pinchándome repetidamente con una o varias agujas por todo el cuerpo; después, según leí en el informe, mi estado mental, unido al dolor provocado por los pinchazos y a la hinchazón que estos desataron, sobre todo en mis piernas, desembocó en una alucinación. Y, por lo tanto, los insectos pelusa no existen. De modo que estoy jodido, porque o bien insisto en afirmar que los insectos pelusa me atacaron, lo que acabará por provocar mi internamiento en un centro psiquiátrico, o bien tengo que mentir, afirmar que los insectos pelusa no existen, que yo me hice los pinchazos y admitir que soy un psicópata ocasional que vio visiones.

Y lo peor es que ahora ya no puedo dormir hasta que no he limpiado completamente la habitación, cosa que hago a diario, sea cual sea esa habitación, mientras martillea en mi cerebro la premonitoria frase que mi madre dijo al marcharse: “esas pelusas un día te van a comer”.

DOBLE MENSAJE

Correteaba por aquel campo cantando lindas e inventadas canciones que nunca serían escritas mientras arrancaba flores silvestres para formar un bonito ramo: malvas, cardos, margaritas, amapolas, hierbas de Santiago, celidonias, lavandas, caléndulas, adelfas, pimpinelas, argamulas y jaras, mezcladas con hierbas y ramas, hasta que apenas pudo cerrar la mano. Entonces dio la vuelta, entró en casa, buscó un jarrón, lo llenó de agua y fue colocando las flores y dándoles forma hasta conseguir un bonito ramo, continuando con su canturrear, ensimismada.

Se escuchó un golpe fuerte de cristales rotos y el rebotar contra el suelo de un objeto de gran peso. Se volvió a mirar: el cristal tenía un perfecto agujero redondo de bordes agrietados y en el suelo yacía, inerte, el proyectil, una piedra grisácea redondeada y lisa, sin duda recogida de entre los cantos rodados de la orilla del río. Miró hacia fuera buscando entre los matorrales el movimiento delator, pero no había nadie. Ni siquiera vio moverse algún seto apartado o sintió un crujir de hojas entre los arbustos. Entonces se agachó y recogió la piedra. Grabado en ella a golpe de cincel se leía: “TE QUIERO”. Colocó la piedra en la palma de su mano y la tapó con la otra, casi en una caricia, como se protege una delicada joya o un huevo a medio incubar. Después volvió a asomarse a la ventana, con otro rostro, distendido, sonriente, esperanzado, atrapado entre la curiosidad y la ilusión. En ese momento entró, violentamente, aquella otra piedra. El agujero que dejó en el cristal, tan perfecto como el anterior, esta vez estaba mucho más arriba, exactamente a la altura de su cabeza, contra la que se fue a estrellar haciendo resonar un chasquido y después apartándose hacia el suelo, cayendo por la inviolable ley de la gravedad a la misma velocidad constante que ella, ley que casi recordó antes de perder el sentido, y dejando en su apartarse brotar la sangre a borbotones, como brota la sangre de la cabeza, tan abundante, tan impaciente. El último golpe lo dio en el suelo con la propia cabeza, con el lado contrario al de su herida. La sangre se resbalaba por su frente hasta sus ojos y después por sus mejillas para gotear en el suelo, incesante, hasta agotarse.

Cuando entraron en la casa la chica tenía en su mano fuertemente cerrada una piedra en la que se leía “TE QUIERO”. En el suelo, la otra piedra había caído boca abajo pero, al recogerla y girarla, entre manchas de sangre se leía: “TE ODIO”.

EL ÚLTIMO CANTO

Muchas veces le habían dicho que no se acercara tanto al micro pero él no le había dado ninguna importancia. Aquel día se acercó tanto al micro que lo envolvió con sus labios como si quisiera comérselo. Al acercarse tanto, abriendo bien la boca para agrandar el canal por el que empujar el aire contra las cuerdas y hacerlas vibrar hasta ese buscado Do sobreagudo, el micrófono se abrió como una flor, agrietándose, quizá por un fenómeno de dilatación proveniente del chorro de aire caliente que salía impulsado con fuerza desde su diafragma, y de él salieron unas plateadas culebras que entraron por su desencajada boca tan velozmente que él apenas pudo sentir un leve cosquilleo que interpretó como efecto de su esfuerzo. El público cercano a la primera fila, que lo había visto todo, gritaba, como gritan los niños en los guiñoles, pretendiendo avisarle de aquella invasión, mientras el cantante se dejaba engalanar por lo que él consideraba gritos de ovación e histeria colectiva rindiéndose ante su incuestionable talento. Calló, entonces, para coger aire; las culebras se le enredaron en la laringe y le bloquearon el paso y, por más que él aspiraba con fuerza, no entraba nada en su garganta. Su rostro se enrojeció y sus ojos se abrieron. Comenzó entonces a toser con fuerza, lo que removió a las culebras y le permitió apenas aspirar un poco de oxígeno. Impulsada por sus exhalaciones, cayó una de aquellas culebras al suelo. El cantante la miró, horrorizado, y a continuación miró al público, que ya huía hacia las escaleras de salida sintiéndose perseguido, tapándose la boca y la nariz para evitar ser el siguiente.

Y allí quedó, solo, mudo y ahogado, en el suelo.