LA ATRACCIÓN ELÁSTICA

En el paseo, una pareja con aspecto hippie había montado un extraño armazón ensartando tubos de aluminio hasta formar un esqueleto de cuatro esquinas de las que colgaban, sobre cuatro paredes ficticias, unas enormes gomas elásticas sujetas a cuatro arneses. La madre y la niña se habían parado a mirar aquello cuando un niño se acercó y pagó su cuota por subir. La madre y la niña pudieron ver como ataban al niño al arnés y, tras sujetarlo mientras tiraban de él hacia abajo, tensando las gomas, lo soltaban, saliendo el niño disparado hacia el cielo, llevando las gomas hacia el otro extremo hasta volver a tensarse y retornar de nuevo hacia abajo, donde sus pies chocaban contra una base elástica sobre la que se agachaba para tomar impulso y volver a subir de nuevo. Parecía que el niño volaba, en un interminable vaivén, de arriba abajo, subiendo y bajando y obligando a los espectadores a seguirle, formando una alfombra de cabezas que, como girasoles en busca de luz, subían y bajaban al ritmo del niño. El hippie se acercó hasta él y le dio algunas indicaciones; después empezaron a practicar la forma de girar hacia atrás para dar una voltereta aprovechando la subida, de forma que el niño pudiese alcanzar el cielo rodando sobre sí mismo, llegando hasta arriba cabeza abajo, cambiando la sensación liberadora de acercarse al cielo por la emoción de alejarse vertiginosamente del suelo. El niño reía divertido y, aunque con dificultad, finalmente logró dar la vuelta en el aire sin ayuda. La niña miró a su madre iluminando los ojos y al mismo tiempo dejándolos caer entristecidos en esa suplicante mueca infantil que mezcla el sí con el no, la  autorización y la negativa, preparada para inclinarse por uno u otro gesto en espera de la respuesta materna, pero la madre le hizo una indicación bajando la palma de la mano pidiendo calma y la niña tuvo que dejar su gesto en suspenso. Mientras, el niño reía y gritaba divertido, entretenido con sus volteretas. Al rato el hippie volvió a pararle de nuevo y, tras nuevas indicaciones, comenzó a tirar de él hacia sí, fuertemente, de modo que al soltarlo salió volando, además de hacia arriba, hacia fuera. Sus gestos eran de pánico, pero la sonrisa que los acompañaba indicaba que era un pánico agradable, buscado. Cada vez lo agarraba más fuerte y lo lanzaba más lejos. Cuando lo hizo por última vez, la madre supo lo que iba a ocurrir apenas una décima de segundo antes de que el niño interrumpiera bruscamente su vaivén, dejando las cabezas que bailaban a su ritmo detenidas perentoriamente en dirección al saliente de las rejas del parque frente al que se encontraban, y apenas tuvo tiempo de tapar con su mano los ojos de la niña que no alcanzó a ver como se clavaba en aquellas rejas, insertado en ellas como un palillo en una aceituna, las gomas elásticas en tensión, mientras las caras de pánico perdían para siempre su sonrisa y la de aquel hippie se desencajaba en una mueca de horror contemplando como el niño había perdido los gestos y dejaba caer pesadamente su cabeza y sus brazos, desmayado o muerto, mientras un río rojo resbalaba por su pequeña camisa de pequeños cuadros verdes y las gomas tiraban de él y lograban finalmente sacarlo de las rejas para hacerle bailar de un lado a otro ante un pavoroso silencio sobre el que se escuchaba, como un clamor, el crujir burlón de las gomas oscilando como un péndulo.

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